En la visita que hace unas semanas cursé a Marruecos, me llamó la atención -es, lo advierto, una manera de hablar- la pujanza, cuando menos aparente, que reviste allí la fe islámica. En las ciudades, la llamada a la oración forma parte del paisaje acústico cotidiano, difundiéndose por todos los rincones a través de los cientos de mezquitas -grandes y pequeñas, lujosas y austeras, artísticas y vulgares- que salpican la trama urbana. Un ciudadano del lugar me aseguró en cierta ocasión que, tras aquella escrupulosa formalidad, se ocultaba mucha hipocresía. Es posible, no lo niego. Pero cuando uno escucha aquellas voces lánguidas -a veces, hasta varias de modo simultáneo- que se repiten, sin excepción, todos los días, a las mismas horas, expresando el Al-adan, no puede dejar de pensar que el Islam reviste una importancia notable en el sentir personal y colectivo del lugar.

Mis tres amigas morroquíes
La impresión no es menor cuando se abandonan los grandes centros urbanos para adentrarse en la montaña o circular por la dispersa geografía de los pequeños municipios. También ahí se comprueba que, en muchos lugares, el único edificio nuevo, renovado o recientemente remozado del pueblo, es la mezquita y el correspondiente minarete, que destacan ostensiblemente de entre las sobadas casas de adobe o los desgastadas viviendas de ladrillo hueco. La sensación que extrae el viajero que cruza la geografía marroquí es, hasta cierto punto -si se me permite la comparación- la contraria de la que recibe en la península ibérica, donde las iglesias de los pueblos exhiben un estado de conservación que, de un modo cada vez más claro, se sitúa por debajo de la media de las viviendas residenciales que se sitúan a su alrededor.
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