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Posts Tagged ‘ilegalización’

Ayer por la tarde, un amigo me hacía saber que en un diario vasco de intensas querencias chavistas, se me citaba como favorable a la doctrina Parot. Al principio pensé que se trataba de una tomadura de pelo. «No puede ser», me dije. Sólo desde la ignorancia o desde la mala fe se me puede clasificar de ese modo, porque siempre he hablado y escrito con bastante claridad en contra de la citada doctrina. En este mismo blog, sin ir más lejos, publiqué no hace mucho tiempo una entrada sobre la cuestión en la que, al hilo de los pronunciamientos que el Tribunal Constitucional ha dictado al respecto, me adhería entusiásticamente, al sólido razonamiento sobre el que descansan los votos particulares suscritos por la magistrada Adela Asua. Sigo convencido de que la lectura de esos votos debió resultar ruborizante para los magistrados que habían suscrito el texto principal de la sentencia.

Más tarde, consulté la edición digital del diario en cuestión y comprobé, con sorpresa, que era cierto. Un escritor del que no tengo constancia que sea jurista -lo que le da más enjundia a la cosa- se permitía el lujo de identificarme como favorable a la doctrina Parot, sin justificar su afirmación, ni aportar cita alguna que avalase sus palabras. La acusación me chocó, lo admito, pero no provocó en mí enojo alguno. Son las cosas de la precampaña. La gente se pone nerviosa y habla por hablar. Bueno, corrijo. No hablar por hablar, sino por denostar. Con razón o sin ella. Otra cosa es que lo consiga.

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Es el título de un seminario organizado por la fundación Sabino Arana, que tuvo lugar ayer, en Bilbao, con la asistencia de un amplio elenco de académicos, abogados, jueces y algunos políticos comprometidos con la cultura de las garantías y la defensa a ultranza de los derechos fundamentales. La idea central en torno a la cual se tejieron las tres ponencias principales -que corrieron a cargo de un catedrático de Derecho Penal, el Ararteko de Euskadi y un magistrado de la Audiencia Nacional- defendía, en esencia, lo siguiente: el terrorismo de ETA ha provocado una grave erosión del Estado de Derecho en España, porque ha propiciado la aprobación de leyes y la implantación de prácticas judiciales, administrativas y penitenciarias, que son difícilmente compatibles con el cuadro de garantías y libertades propio de un sistema democrático. En consecuencia, el cese definitivo de su actividad armada, hecho público en octubre de 2011, debería dar inicio a un proceso de revisión normativa y judicial-administrativa, con el fin de reconducir las leyes y algunos de los más viciados hábitos del poder a los parámetros homologados de una democracia normalizada. Hay mucho trabajo por delante, hasta que se llegue a desandar todo lo andado.

El debate posterior abundó en las mismas ideas, con aportaciones valiosas y plurales, tanto en lo conceptual como en lo empírico. En el Estado español, la lucha antiterrorista precedió a la instauración de las libertades. Las primeras leyes datan de la época de Franco. En consecuencia, el edificio democrático se construyó bajo ese condicionamiento; con derechos mutilados, garantías cercenadas y libertades amputadas por mor de la eficacia antiterrorista. La justificación de la excepcionalidad antiterrorista quedó plasmada en el propio texto constitucional.  La suspensión de derechos fundamentales prevista en su artículo 55.2 -un auténtico caballo de troya antidemocrático en el corazón de la Carta Magna- fue legitimada por la necesidad de responder con eficacia a la «actuación de bandas armadas y elementos terroristas». Si hoy -apuntó, con razón, el catedrático Antonio Cuerda- esa actuación ha cesado definitivamente, debería deconstruirse la excepcional fortificación jurídico-punitiva que se ha ido construyendo durante los últimos lustros en torno al terrorismo. No es una exigencia caprichosa ni una reivindicación formulada desde fuera del sistema. Antes al contrario, es algo que viene exigido por la propia Constitución que, al consagrar el principio de igualdad, desautoriza los tratamientos diferenciados que carezcan de una justificación objetiva y razonable.

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Hace casi dos años, publiqué en este blog una entrada sobre el juez Garzón (ver «¿Todos somos Garzón?» que vio la luz el 22.04.10), en la que expresaba mis impresiones y opiniones apropósito de su trayectoria y de la campaña de exaltación de la que estaba siendo objeto en aquél momento. El transcurso del tiempo no ha alterado mi opinión. Aunque hoy modularía algunas expresiones, sigo pensando básicamente igual.

Nunca he creído que Garzón fuera un buen juez. Y tengo la impresión de que la opinión que abrigo a este respecto, no constituye, precisamente, algo único y excepcional. Son muchos los que, más allá de la presión de las modas del momento, tienen la misma o semejante percepción. Y no sólo entre el público menudo y lego en cuestiones jurídicas. Basta repasar los tirones de orejas que Garzón ha recibido por parte de la sala segunda de la Audiencia Nacional para darse cuenta de que, en opinión de los propios magistrados que han tenido que evaluar su trabajo, la labor que ha desarrollado como instructor ha sido manifiestamente mejorable.

Su fama trasciende fronteras, es evidente. Garzón es todo un icono en los países iberoamericanos. Pero no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que la ostensible notoriedad pública que le han dado algunas de las causas a las que más tiempo y esfuerzo ha dedicado, se ha nutrido, en buena parte, de actuaciones jurídicamente cuestionables y de interpretaciones de la ley, singulares, sorprendentes y, en ocasiones, hasta caprichosas. Y hay razones para sospechar que si ha optado por ese tipo de actuaciones judiciales e interpretaciones legales -cuestionables y caprichosas- ha sido, precisamente, porque lo que perseguía no era la ecuánime y ponderada aplicación de la ley, sino la relevancia mediática que aquellas le habían de dar. Son las inevitables ataduras del vocacional del estrellato. Es difícil saltar a la primera plana de los medios de comunicación con resoluciones grises y previsibles sobre asuntos rutinarios.

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La verdad es que no ha sorprendido a nadie. Ya lo anoté la semana pasada en este mismo foro. Estaba cantado que, antes o después, Rosa Díez iba a plantear en el Congreso alguna iniciativa encaminada a exigir al Gobierno la puesta en marcha de los mecanismos judiciales legalmente previstos para la ilegalización de Bildu y Amaiur. Los populares han insistido tanto, y durante tanto tiempo, en la necesidad de activar sin demora esos mecanismos, que la presidenta de UPyD ha querido ponerles a prueba.

Es cosa sabida que, cuando se trata de afrontar los problemas directa o indirectamente relacionados con ETA y su entorno, las poses de firmeza tienen muchos adeptos entre los electores españoles. Unos adeptos a los que resulta mucho más fácil satisfacer desde la libre demagogia del opositor que desde la obligada responsabilidad del gobernante. Y Rosa Díez ha querido aprovechar el acceso del PP al Gobierno para tensar la cuerda y tomarles la pedida a Rajoy y sus seguidores. Su estrategia era francamente redonda. Nada tenía que perder. Ocurriese lo que ocurriese, su formación salía ganando. Si conseguía empujar al Ejecutivo hacia la vía de la ilegalización, el mérito era suyo. Y si, por contra, el Gobierno se resistía a avanzar en esa dirección, el activo electoral que acompaña al discurso de la intransigencia, abandonaría automáticamente a los populares para pasar en bloque a respaldar a UPyD.

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Estaba cantado. No hacía falta ser demasiado sagaz para suponer que, antes o después, Rosa Díez iba a presentar alguna iniciativa instando al Gobierno a la adopción de las acciones necesarias para promover la ilegalización de las nuevas siglas que han nacido del seno de la izquierda abertzale: Bildu y Amaiur. Y, efectivamente, ha ocurrido. Ayer, miércoles, la portavoz de UPyD formuló una interpelación al ministro de Interior sobre «los propósitos del Gobierno en relación a la ilegalización de las coaliciones Amaiur y Bildu«. El PP ha hecho tanta demagogia con ese asunto durante el último año que, ahora que está en el Gobierno y le toca, por tanto, actuar con tacto, tiento y prudencia, es requerido por su antigua compañera de viaje para poner toda la maquinaria policial y jurídica del Ejecutivo al servicio de lo que conjuntamente exigieron al Gobierno socialista hasta el mismísimo 20-N.

Como el ministro -condicionado, como estaba, por el discurso que los populares han mantenido hasta ayer mismo- no podía discrepar de las valoraciones básicas sobre las que descansaba la interpelación de la diputada Díez -de hecho, ha dado comienzo a su intervención señalando a la interpelante que «a mí no me ha de convencer […] de lo que es ETA, de lo que es Bildu y de lo que es Amaiur»- ha optado por apelar a la prudencia. A lo que la interpelante ha respondido en tono hiriente que, a la prudencia, se le «podría llamar cobardía».

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Esta tarde hemos debatido una moción transada entre PSOE, PP y UPN, por la que se insta al Gobierno a «continuar velando para que cualquier conducta contraria a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, por parte de los miembros electos y representantes de la coalición electoral BILDU, sea perseguida por las autoridades encargadas de garantizar el cumplimiento efectivo de las leyes y sancionar a sus infractores». Como lo leen. Que los funcionarios públicos encargados de garantizar el cumplimiento de las leyes se dediquen a hacerlo. Una iniciativa que exige a los cocineros que cocinen, a los jinetes que cabalguen y a los maestros que enseñen. Toda una obviedad que supera la frontera del ridículo, de puro evidente.

El único dato original que destaca en este disparatado ejercicio de solemnización de lo obvio, es la referencia a Bildu. El Congreso le pide al Gobierno que persiga, concretamente, las conductas ilegales de los miembros electos y representantes de esa coalición. Ahora bien, ¿quiere decir eso que, a sensu contrario, los diputados de esas tres formaciones autorizan al Gobierno a no perseguir las conductas contrarias a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico en las que pudieran incurrir los dirigentes del PSOE, del PP o de UPN?  ¿Quiere decir, por ejemplo, que si el presidente de una Comunidad Autónoma comete un delito de cohecho impropio porque recibe, en regalo, valiosísimos trajes hechos a medida, las autoridades encargadas de garantizar el cumplimiento de la ley deben mirar para otro lado? Supongo que no. Que no es ese el propósito que anima a los firmantes de la moción, vamos.

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Las consideraciones críticas sobre la calidad de la democracia española pertenecían, hasta hace muy poco tiempo, al dominio casi exclusivo del nacionalismo vasco. Rara vez se escuchaban tachas o descalificaciones del modelo constitucional español o de su plasmación práctica, procedentes de otros colectivos o entornos políticos. Existían -no lo niego- pero eran pocas y poco audibles. Lo habitual era más bien lo contrario: que frente a los reproches que emanaban del nacionalismo vasco -cada vez que denunciaba la baja calidad de la democracia española poniendo al descubierto la legislación restrictiva de derechos, las ilegalizaciones de partidos políticos, los cierres de periódicos, la inexistencia de un modelo de auténtica división de poderes o las magras garantías que amparan a los detenidos en el marco de la legislación antiterrorista- se cerrasen filas en torno a la consigna de que la transición fue modélica y de que el rendimiento actual de la democracia española se sitúa en niveles homologables a los que cualquier otro país de la órbita occidental.

Pero en cuestión de semanas, lo que hasta ayer era un fenómeno casi exclusivo del nacionalismo vasco, se ha convertido en un lugar común compartido, al parecer, por amplísimas capas de población. Todo el mundo parece admitir ahora que la democracia española tiene fallas, defectos y lagunas. Que es mejorable, vamos. Algunos -que han contado, por cierto, con un extraordinario respaldo mediático- hasta han llegado a sostener que la democracia española no es una democracia real. Ahí es nada. Más aún, los mismos que hasta ayer rechazaban con aspavientos muy aparentes los ecos procedentes de Euskadi que hablaban, en tono crítico, de la baja calidad de la democracia española, parecen dispuestos ahora a promover un intenso plan de reformas para retocarlo casi todo: la participación ciudadana, el sistema electoral, los derechos fundamentales, la división de poderes, etcétera. Resulta sumamente curioso observar la facilidad y rapidez con la que determinados debates que hasta ayer estaban proscritos y hasta anatematizados, se han situado hoy en el corazón mismo de la atención pública. Ayer no eran más que una coartada al servicio de los antisistema y los terroristas. Hoy, son la expresión más pulcra de la corrección política, que debe “escuchar” lo que pide el pueblo.

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Yo sí me he leído la sentencia de la Sala Especial del artículo 61 del Tribunal Supremo que anula la proclamación de las candidaturas de Bildu. Y reconozco que me ha dejado estupefacto. Más que una resolución fundada y razonable, dictada por un órgano imparcial e independiente, me ha parecido un alegato de parte, obsesivamente empeñado en validar la tan conocida como simplista tesis que todo lo remite a ETA; una tesis que aflora desde los primeros fundamentos jurídicos, como si fuera el marco incuestionable en el que han de valorarse los elementos probatorios aportados por la parte demandante –casi exclusivamente constituidos por informes policiales y noticias publicadas en los medios de comunicación- y en cuyo contexto ha de tomarse en consideración la jurisprudencia sentada tanto por la propia Sala, como por el Tribunal Constitucional. De hecho, es tan servil su apego a la doctrina del “Todo es ETA”, que echa por tierra el notable esfuerzo de contención garantista que el Tribunal Constitucional ha desarrollado durante los últimos siete años para poner coto a los impulsos vulneradores de derechos que emanan de la Ley de Partidos y que han venido exhibiendo la gran mayoría de los que la han aplicado.

La Sentencia constata que la composición subjetiva de las candidaturas proclamadas en nombre de Bildu apenas encierran coincidencias apreciables con el colectivo humano que conforma lo que el Tribunal Supremo define como «entramado ETA/Batasuna». La Sala del artículo 61 reconoce que «las vinculaciones que proporcionan [las candidaturas impugnadas con el citado entramado] o bien son tan remotas que resultan prácticamente irrelevantes, o son inseguras en cuanto a su autenticidad […] por lo que carecen de solidez para tenerlas por indubitadas, o bien hacen referencia a situaciones personales o actividades que sencillamente no merecen ningún juicio de desvalor desde la perspectiva que nos ocupa». Las listas son, pues, «limpias». Intachables. No están «contaminadas», por decirlo con la terminología al uso. Es cierto -observa el Supremo- que en algún caso «el elemento subjetivo anotado sí parece transcendente». Pero se trata de casos que «carecen, incluso contemplados en su globalidad, de importancia suficiente como para construir sobre la base de ellos mismos la estimación del presente recurso».

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Uno de los primeros trabajos que salieron de la pluma de Miguel de Unamuno fue una breve y cómica obra de teatro -el profesor de Salamanca la llamó «sainete jebo»- titulada El custión de galabasa. Se calcula que fue escrita hacia 1880, cuando el autor de La tía Tula contaba aproximadamente 20 años de edad.

En sus famosas Memorias de un bilbaino, el publicista y diputado José de Orueta dejó escrito que, en una excursión que un grupo de amigos cursó por aquellas fechas a la villa de Gernika, «se representó una deliciosa comedia de aldeanos de Miguel Unamuno, que sería la primera o de las primeras de sus producciones y, probablemente, perdida. Se llamaba La cuestión del calabaza (sic) y el enredo consistía en el que armaban discutiendo dos aldeanos sobre la propiedad de ese fruto que, procediendo de una planta en la huerta del uno, había nacido y crecido en la huerta del otro, y tenía mucha gracia».

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Desde que el pasado miércoles se hiciera público el fallo -ya que no la fundamentación jurídica- de la sentencia de la Sala del 61 del Tribunal Supremo que rechaza la inscripción de Sortu en el Registro de Partidos Políticos, el universo mediático se visto poblado por decenas de tertulianos y opinadores que dudan -o dicen dudar- sobre la existencia de tiempo material suficiente como para que el Tribunal Constitucional pueda pronunciarse sobre el asunto antes de que concluya el plazo legalmente establecido para la presentación de candidaturas de cara a las próximas elecciones municipales y forales. A juicio de muchos de ellos, la presencia de Sortu en esos comicios puede darse prácticamente por descartada porque, desde hoy hasta el día 18 de abril, que es la fecha para la que han de estar registradas las listas de candidatos, no habría margen temporal bastante como para que pudiera tramitarse ante el Tribunal Constitucional el recurso de Amparo que eventualmente pudiera presentar el nuevo partido político ante la sentencia que deniega su inscripción.

Es cierto que el margen de tiempo del que se dispone es muy estrecho. Y es cierto, también, que si se agotan todos los plazos previstos en la ley para la tramitación de este tipo de recursos, sería imposible llegar a tiempo. Pero aun admitiendo que eso es así, me gustaría incorporar al debate una experiencia personal que pone de manifiesto que, si se quiere, se puede.

Ocurrió con motivo del debate sobre la toma en consideración de la Propuesta de Nuevo Estatuto que el Parlamento vasco aprobó por mayoría absoluta el 30 de diciembre de 2004. La cámara de Vitoria acordó que su defensa, ante el Congreso de los diputados, correría a cargo del propio Lehendakari Juan José Ibarretxe. Y así fue, como todo el mundo recordará. Pero entre el 30 de diciembre de 2004 y el 1 de febrero de 2005, que es la fecha en la que el Congreso de los Diputados rechazó la toma en consideración de la Propuesta del Parlamento vasco, se produjo una situación muy semejante a la que ahora se da con Sortu. Semejante en las circunstancias y semejante, también, en la estrechez del marco temporal disponible. Empero, como a continuación explicaré, nada impidió que en aquella ocasión el Tribunal Constitucional se pronunciase en tiempo y forma sobre el fondo del asunto.

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