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Posts Tagged ‘Antonio Basagoiti’

El ministro Wert la ha vuelto a armar. Primero dijo aquello de que sus planes de reforma tenían por objeto «españolizar» a los alumnos de la escuela catalana; y de paso, supongo a los de la escuela de algún otro territorio igualmente díscolo para con el alto designio patriótico español. Y ahora se descuelga con una propuesta peregrina, que no tiene más objeto que el de imponer el castellano a martillazos, en un sistema educativo que ya lleva años impartiendo una educación bilingüe.

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En Euskadi, la Ley Básica de Normalización del Uso del Euskera, ya estableció, hace treinta años -la norma fue aprobada el 24 de noviembre de 1982-, que todo alumno goza en Euskadi del derecho a «recibir la enseñanza tanto en euskera como en castellano en los diversos niveles educativos». A lo que añadía un mandato dirigido al Gobierno vasco, para que adoptase todas «aquellas medidas encaminadas a garantizar la posibilidad real, en igualdad de condiciones, de poseer un conocimiento práctico suficiente de ambas lenguas oficiales al finalizar los estudios de enseñanza obligatoria». Tres décadas después, esta normativa -que considero respetuosa con el pluralismo y los derechos lingüísticos de los ciudadanos- sigue en vigor. Y en su aplicación, el sistema educativo garantiza sin especial dificultad el conocimiento del castellano a todos los alumnos que superan la enseñanza obligatoria, pero sigue sin ser capaz de asegurar que, en ese momento, los estudiantes posean «un conocimiento práctico suficiente» del euskera. El resultado es, pues, asimétrico. En favor del castellano, evidentemente. Hoy son miles en Euskadi las personas que, pese a haber superado la enseñanza obligatoria, son incapaces de expresarse en lengua vasca y de comprender un texto de dificultad mediana redactado en euskera.

En un contexto así, la propuesta legislativa de Wert, que da por supuesta la necesidad de equilibrar el sistema con el fin de reforzar el aprendizaje del castellano -«que siempre fue la lengua compañera del Imperio» (Antonio Nebrija dixit)-, resultan lacerantes. Porque proponen reforzar la lengua fuerte, debilitando más aún la débil.

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En los sistemas democráticos, las grandes decisiones políticas -entre las que se encuentra, por su puesto, la de elegir a las personas que asumirán la tarea de gobernar- se adoptan en las urnas. Es en ellas donde más claramente se expresa la voluntad popular. Pero además de la esencial función decisoria que desempeñan en el funcionamiento del sistema, las citas electorales suelen servir, también, para medir realidades sociales y evaluar tendencias políticas.

Al término de la jornada de hoy tendremos ocasión de medir tres cosas, que de alguna manera han estado presentes -y muy presentes- a lo largo de la campaña.

1.- Ellos y nosotros.

Evaluaremos, en primer lugar, si ganamos «ellos» o ganan «nosotros». Después de tres años y medio dando sustento a un Gobierno que -según nos dijeron todo tipo de cantaores, guitarristas, cabeceras y palmeros- iba a poner fin, como por ensalmo, a las diferencias identitarias que secularmente han dividido a la sociedad vasca, el PSOE y el PP han centrado buena parte de su discurso de campaña en pedir el voto para «nosotros» -un «nosotros» que Patxi López ha llegado a perfilar groseramente aludiendo a los acentos y a los apellidos- y en alertar sobre el peligro que entrañaría un hipotético triunfo de «ellos».

El viernes por la tarde, justo el día en el que se cerraba la campaña electoral, los buzones de correos de las viviendas situadas en el ensanche de Bilbao recibieron la masiva afluencia de unos sobres en cuyo anverso se urgía a los destinatarios a que fueran abiertos antes del domingo. El tono de la admonición era tan alarmante –Muy importante: abrir antes del domingo– que hubo quien llegó a pensar que se trataba de una notificación municipal que daba cuenta de un corte en el suministro de agua o de electricidad. Se equivocaba en la mitad y otro tanto. Era el remate de la campaña del PP, que venía a subrayar, por enésima vez, la importancia de ir a votar para evitar el triunfo de «ellos». Cuando leí el papel me dí cuenta de que yo, al igual que muchos de los vecinos de Bilbao que habían recibido el inquietante mensaje de los populares vascos, era «ellos». Es decir, de los que, si ganaban, iban a provocar el apocalipsis.

Esto es, por tanto, lo primero que se va a medir hoy: si ganamos «ellos» o si ganan «nosotros». En cualquier caso, gane quien gane esta litis, la sociedad vasca siempre tendrá pendiente una deuda de gratitud con el PP -y con el  PSOE que, aun con otras palabras, ha utilizado igualmente la misma estrategia de las dos comunidades- por la extraordinaria aportación que con este mensaje han hecho a la integración social y política de Euskadi.

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La experiencia gubernamental que los socialistas y los populares han ensayado en Euskadi durante los últimos tres años y medio, ha constituido un rotundo fracaso. El experimento, que se nos vendió como el germen de una esperanzadora primavera vasca, ha resultado ser un fiasco. De hecho, no hay un solo indicador que autorice a realizar un balance positivo de su gestión.

En lo económico, sus resultados son pavorosos. Sin paliativos. El crecimiento ha sido negativo, la actividad económica ha descendido hasta niveles ínfimos, el consumo se ha desplomado, el desempleo se ha disparado, la recaudación se ha hundido, el déficit se ha descontrolado y la deuda pública se multiplicado por diez. Por mucho que se urge en las fuentes, será difícil encontrar en la historia política comparada, algún caso en el que la diferencia negativa entre el modo en el que el Gobierno encontró las cosas cuando se hizo cargo de los asuntos y el modo en el que las dejó cuando las urnas le obligaron a retirarse, sea tan abismal como en el de López.

En lo que atañe al autogobierno vasco, no se puede decir que su balance sea mejor. López prometió acometer una reforma estatutaria -inspirada, se nos dijo, en el famoso Plan Guevara- que enterró en un cajón cerrado tan pronto como Basagoiti le advirtió de que no le iba a tolerar el más mínimo devaneo en ese terreno. Pero es que, además, su gabinete tampoco ha destacado precisamente por el empeño que ha puesto en el desarrollo y la defensa de las cotas de poder previstas en el Estatuto ya vigente. Las transferencias de servicios que han tenido lugar durante este período no han sido, como se sabe, logros alcanzados por el Gobierno vasco, sino realizaciones del Grupo Parlamentario vasco en Madrid, que se los tuvo que arrancar a Zapatero -pese a las reticencias y hasta resistencias de Patxi López, todo sea dicho- a cambio de apoyar sus cuentas públicas.

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La publicidad electoral con la que el PP del País Vasco promociona a su candidato en esta campaña, descansa, en buena parte, sobre una fotografía en la que Alfonso Basagoiti aparece retratado de perfil. Creo, sinceramente, que la imagen refleja con bastante exactitud lo que el cabeza de lista de los populares está haciendo estos días: ponerse de perfil. Como si la cosa no fuera con él. Como si el suyo fuera un espíritu limpio y puro, que no ha sido contaminado aún, ni por las tropelías financieras de Patxi López, que critica desabridamente, ni por los despiadados recortes de Rajoy, que oculta escrupulosamente.

Basagoiti se pone de perfil, como si nada tuviera que ver con la pavorosa situación en la que Patxi López ha sumido la economía vasca y las finanzas públicas de Euskadi. Pero lo cierto es que el candidato del PP es tan responsable como el propio Patxi López de la desastrosa gestión pública que el Gobierno vasco ha llevado a cabo en los últimos cuatro años. Si Basagoiti no hubiese apoyado, año tras año, las ficticias y manipuladas cuentas públicas que López ha llevado al Parlamento, ni el déficit se hubiese disparado como lo ha hecho, ni la deuda pública se hubiese multiplicado por diez, ni el gasto se hubiese recortado tan caprichosamente, ni los índices de producción industrial se hubiesen desplomado, ni hoy estarían los cajones de Lakua repletos de facturas impagadas que esperan ansiosas que el próximo Ejecutivo empiece a darles curso.

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Fue, si no me equivoco, en las elecciones vascas de 1998. Hace catorce años. Los tres tenores que en aquel tiempo colmaban el altar de la baronía territorial socialista -Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra- se acercaron a Euskadi para atemorizar a los vascos nacidos en los territorios que ellos presidían y a sus descendientes, con el zafio y grotesco discurso de las maletas. «Si ganan los nacionalistas -arengaron, sin escrúpulos, a los que les quisieron escuchar- vosotros y vuestras familias os veréis obligados a hacer las maletas y regresar a vuestra tierra de origen, porque os expulsarán de Euskadi». La campaña era reflejo de una manera rastrera, abyecta e infame de hacer política, pero los socialistas tiraron de ella sin reparos ni contemplaciones, con el fin de promover -así decían- el cambio político en Euskadi. Algo que, dicho sea de paso, ya entonces resultaba chocante, porque cada uno de los tres tenores batió auténticas marcas en el ámbito de la permanencia en el poder: Chavez se mantuvo durante 19 años al frente de Gobierno autonómico que presidió; Bono 23 y, Rodríguez Ibarra, la friolera de 24 años. Ninguno de ellos estaba como para hablar con autoridad moral de promover cambios y alternancias.

Los tenores vinieron a Euskadi a denunciar el pretendido sectarismo identitario del nacionalismo vasco, al que atribuían propósitos excluyentes. Pero lo hacían, paradójicamente, desde un planteamiento rigurosamente identitario. En su fugaz e insultante tránsito por tierra vasca, no hablaron de valores universales como pueden ser el de la libertad o el de la dignidad humana, sino de la tribu; de su tribu. Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra se desplazaron a Euskadi desde sus respectivos territorios, a ofrecer protección a los suyos. Y, todo sea dicho, los socialistas vascos les autorizaron a venir, porque necesitaban angustiosamente del argumento identitario para nutrir su campaña electoral. No fue, desde luego, algo inédito. Si el PSE recurre con tanta frecuencia a los más truculentos tópicos de la identidad es porque, si renuncia a ese recurso, apenas le queda nada que ofrecer a la sociedad vasca. Todavía recuerdo las quejumbrosas lamentaciones con las que un militante socialista se dolía, en privado, hace unos años, por el hecho de que la vida política vasca hubiera desterrado radical y definitivamente el empleo de la arcaica voz maketo. A él -así lo confesaba- la vigencia de esa expresión le resultaba muy útil para poder seguir acusando a los nacionalistas de intolerantes, identitarios y excluyentes.

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Patxi López ya tiene su  leit motiv electoral. Dice que necesita «cuatro años más de gobierno socialista». Nada menos. Y ante la explícita manifestación de su deseo de continuar en el cargo, no son pocos los vascos que han clamado, angustiados:  Libera nos domine.

López habla de «cuatro años más de gobierno socialista». Y lo dice como si el mandato que inició de la mano de Basagoiti en mayo de 2009, hubiese durado cuatro años; lo cual es -afortunadamente- falso. Lo dice, también, como si lo que él ha presidido desde entonces, hubiese sido un auténtico gobierno; lo cual es -desgraciadamente- falso. Y lo dice, en fin, como si la andadura institucional que concluirá el próximo 21 de octubre, hubiese tenido un claro marchamo socialista; lo cual es -evidentemente- falso.

Todo es falso, como se ve, en su divisa electoral: el balance de lo hecho y, por ende, la definición de que le gustaría seguir haciendo. Porque si lo suyo no ha durado cuatro años, ni ha sido un gobierno, ni ha sido socialista, pretender que se prolongue en el tiempo como «cuatro años más de gobierno socialista», es algo que se sitúa entre la temeridad y la alucinación.

Pero, desgranemos un poco el lema de López.

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En más de una ocasión me he referido en este blog a las notables peculiaridades que reviste el sediciente no-nacionalismo que opera entre nosotros. En Euskadi, contra lo que a primera vista pudiera parecer, un no-nacionalista no es alguien que se siente ciudadano del mundo y abomina de todo lo que tenga que ver con la organización territorial del planeta en comunidades políticas conocidas como naciones. No es, como decía Ernesto Sábato un «ateo de las naciones». Tampoco es un apátrida voluntario que ha renunciado a todas las nacionalidades a las que podía haberse acogido, para ser consecuente con la idea de una patria global que debe incluir a toda la humanidad. Y en fin, tampoco es un anarquista que no admite más entidad política que la del individuo y, por ende, desprecia de raíz todo proyecto de agregación humana articulada.

En Euskadi, un no-nacionalista es, por regla general, un acendrado nacionalista español, que vive con entusiasmo y hasta exaltación su pertenencia a la que considera la única Nación real de los vascos y lucha con denuedo por garantizar su continuidad histórica. Estos días lo hemos visto con claridad cuando, ante las quejas formuladas por Mayor Oreja -un no-nacionalista cuyos planteamientos políticos descansan sobre un presupuesto tan ardientemente nacionalista como el de que «España es una gran Nación»- contra las decisiones adoptadas por el Ministerio de Interior en relación con Josu Uribetxeberria, otro no-nacionalista como Basagoiti ha respondido que al PP le importan un «bledo» los presos de ETA y, en este momento, no tiene más preocupación que la de asegurar «que el País Vasco siga siendo España y que España siga siendo España».

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Chulo y Cordero fueron dos bueyes bizkainos que obtuvieron grandes triunfos en las pruebas de arrastre de piedra que se organizaron en Euskadi en los albores de los años ochenta. Decían los entendidos que, más allá de su capacidad de arrastre -que, por supuesto, era notable- destacaban por la destreza con la que eran capaces de coordinarse para tirar limpiamente en la misma dirección; sin apenas requiebros o espasmos laterales.

La milimétrica identidad con la que los socialistas y los populares acostumbran a tirar del carro cuando se trata de alertar a los ciudadanos de Euskadi sobre los peligros que encerraría un hipotético triunfo electoral del nacionalismo vasco, me recuerda a la pareja de bueyes que tantos éxitos cosechó por los carrejos de Euskadi.

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Patxi López es el único político del mundo que hace campaña electoral sin elecciones. Lo suyo es un caso inaudito, sin parangón conocido en el orbe político global. Cuanto más insiste en que no adelantará los comicios, más tiempo y esfuerzo dedica a vender su candidatura y a denostar las restantes.

Esta es la fotografía que aupó a López a Ajuria Enea y de la que ahora se quiere olvidar.

Si su trayectoria fuese desconocida, sería, ciertamente, un caso a estudiar. Pero ya no puede engañar a nadie. Sus trapacerías son demasiado conocidas. La estrategia de decir una cosa, mientras prepara la contraria, es la misma que utilizó en la campaña electoral de 2009, cuando prometía solemnemente que «jamás» pactaría con el PP, mientras trabajaba soterradamente el pacto de hierro que le uniría a Basagoiti durante tres largos años. La experiencia demuestra que, cuando promete algo, hace lo contrario.

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Obras son amores -reza el refrán- y no buenas razones. En las últimas semanas, Patxi López nos ha atiborrado de razones para explicar la conveniencia de agotar la legislatura. Pero sus obras, que son las que realmente importan, le delatan. Es tan frenética la campaña promocional en la que está sumido, que su promesa de no adelantar las elecciones carece de la más mínima credibilidad. Diga lo que diga López, todo el mundo intuye en Euskadi que nos convocará a las urnas más pronto que tarde.

El problema es que, con la que está cayendo, cada día que prolongue su mandato -agotado ya, y tocado de muerte- constituye una dramática pérdida de tiempo de cara al empeño de afrontar con rigor los retos a los que ha de enfrentarse la sociedad vasca. Si el tiempo es oro, según el conocido adagio inglés, se transforma en platino de la máxima pureza cuando se trata de afrontar una crisis profunda que requiere respuestas rápidas y decididas. A Zapatero se le reprocha, sobre todo, la tardanza con la que empezó a asumir la crisis y reaccionar contra ella. Los juegos semánticos iniciales -no estábamos ante una crisis sino ante una simple desaceleración- y la cargante demagogia posterior -¿quién no le recuerda afirmando que mientras él se encontrase al frente del Gobierno no se iba a producir un solo recorte en los derechos sociales?- le hicieron perder un tiempo muy valioso que a la postre ha resultado ser fatalmente irrecuperable. Confío en que, dentro de unos años, no tengamos que lamentarnos, también, por el precioso tiempo que López perdió, jugueteando irresponsablemente con una campaña electoral no reconocida, que sabía, de antemano, que no le iba a permitir recuperar el crédito que, pese a las intensivas campañas publicitarias y la servil complicidad de los medios de comunicación, ha perdido durante los tres últimos años.

En cualquier caso, parece claro que, mientras el Lehendakari se entretiene mirándose a un espejo trucado que le oculta, descaradamente, su minoría parlamentaria y su incapacidad para gobernar, el escenario electoral vasco se ha ido prefigurando con bastante nitidez.

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