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Posts Tagged ‘No-nacionalismo’

Hace unos días, los medios de comunicación llamaban la atención del público espeso sobre un dato cronológico que encerraba una evidente significación política: se cumplía un desde la celebración de las elecciones generales del 20-N. Obviamente, ninguna de las cabeceras que se hacían eco del aniversario, desaprovechaba la ocasión para poner a sus columnistas -y hasta a sus editorialistas- a evaluar la labor llevada a cabo desde entonces por el Ejecutivo de Rajoy.

El Gobierno, por el contrario, se mostraba más parco. Es lógico. Prefería callar que hacer balance de una gestión que ni el más optimista podría calificar de positiva.

No fue así, sin embargo, cuando Aznar cumplió el primer año de su legislatura gloriosa (2000-2004). El día en el que su segundo y último mandato -el de la mayoría absoluta- completaba la primera anualidad, el nieto de Manuel Aznar concedía una entrevista a la agencia EFE en la evaluaba su gestión en unos términos, que no creo exagerar si sitúo en el terreno de lo triunfal. Sus palabras se aproximaban mucho más al efusivo tono de una laudatio que al registro contenido de un balance equilibrado.

Pero lo que más sorprendía de aquél inusitado gesto de autobombo cesarista, no era el desmesurado optimismo que destilaba, cuanto el hecho de que descuidaba totalmente los aspectos económicos, sociales y culturales de su acción de gobierno, para centrase casi exclusivamente en lo nacional. «Lo más importante -afirmaba- es saber que el proyecto global de España, el proyecto nacional de España progresa». A lo que más adelante agregaba: «Estoy convencido de que hay un proyecto para que España se convierta en uno de los países más importantes del mundo en esta década». De entre los logros que se atribuía, como se ve, Aznar ponía especial énfasis en los alcanzados en el ámbito nacional. Lo más importante -decía-, lo más sobresaliente de su gestión, lo que requería ser subrayado con singular énfasis, era el hecho de que «el proyecto nacional de España» progresaba, avanzando inexorablemente hacia un horizonte estelar que iba a situarla entre los países más importantes del mundo».

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Me ha resultado cómica la indignada reacción con la que los sedicentes «no-nacionalistas» han respondido a las declaraciones de un jugador del fútbol del Athletic de Bilbao en las que el joven deportista sostenía que los integrantes de la selección española de fútbol representan a «una cosa» por la que «tenemos que darlo todo y respetar». Tertulianos y columnistas de impecable ejecutoria patriótica, le han reprochado, con los aspavientos propios de quien se sabe portavoz de la santa ira nacional, el hecho de no hablar de España ni declararse español con los ojos cerrados y la mano en el pecho.

Resulta comprensible que un «no-nacionalista» de los que muchos que pueblan la piel de toro, aspire a que se hable de España siempre que sea posible, con el fin de ponderar su grandeza y enaltecer sus muchos valores. No será coherente, pero sí es comprensible. Entre otras cosas, porque así son la mayoría de los no-nacionalistas que habitan en mi entorno. No-nacionalistas, por supuesto -es una manera como cualquier otra de llamarse- pero, al mismo tiempo, rabiosamente defensores de la nación española y furibundamente detractores de cualquier afirmación nacional alternativa. Gentes, en definitiva, que reivindican una cosa y hacen la contraria. Por eso digo que resulta comprensible -ya que no coherente- que los no-nacionalistas critiquen a un jugador de fútbol por negarse a convertir su actividad deportiva en una palanca de exaltación patriótica.

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He pasado el fin de semana en Escocia. Aunque me he trasladado allí por una cuestión familiar, no he dejado de sondear, como podrán imaginarse los lectores de este blog, el ambiente político que se respira entre los escoceses a propósito del referéndum sobre la independencia cuya celebración en 2014 pactaron recientemente Cameron y Salmond. En la calle, apenas se percibe el debate. O, dicho más concretamente, el paisaje urbano no acusa su existencia. En Escocia -al contrario que en Euskadi- no hay un grupo político que, se dedica a «engalanar» las paredes de todas las calles y rincones del país, con pintadas, carteles, pancartas y graffitis que recuerdan a los viandantes cuál es, en cada momento, la reivindicación de moda. El debate discurre allí por un cauce más civilizado y nadie incurre en la infantil creencia de que emborronar los muros de los pueblos y ciudades con un mismo lema, reproducido hasta la saciedad, significa, indefectiblemente, que todos los ciudadanos lo comparten.

Frente a la sede del Parlamento escocés, en Edimburgo.

En la prensa, sin embargo, el debate está presente de modo ostensible. Tan ostensible, cuando menos, como la consulta catalana comprometida por Artur Mas, lo está en nuestro panorama mediático. Ayer mismo, cuando los titulares de las principales cabeceras españolas daban cuenta del manifiesto suscrito por varios cientos de «intelectuales» -entrecomillo deliberadamente la palabra, porque reconocer la condición de «intelectual» a alguno de los que firman el documento constituye, sin duda, una exageración gratuita e infundada- para reconducir la situación creada en Catalunya desde el Onze de setembre, los diarios escoceses publicaban, también, noticias relacionadas con el futuro de una Escocia independiente.

Por lo que he podido apreciar, la controversia pública suscitada en Escocia en torno al referéndum de independencia, tiene elementos comunes con la planteada en el Estado español alrededor de la consulta que CiU quiere convocar en Catalunya, pero reúne características singulares que nada tienen que ver con la misma. Un ejemplo de esto último, podemos encontrarlo sin dificultar en la prensa de ayer mismo. El periódico Scotland on Sunday, -edición dominical del conocido diario Scotsman-  informaba de unas estridentes declaraciones que el escocés y ex primer ministro laborista británico, Gordon Brown, hizo el sábado, advirtiendo al público de que una hipotética Escocia independiente en la que Londres retuviese las principales decisiones de carácter económico,  tal y como preconiza el Partido Nacionalista Escocés,  sería gobernada como una colonia británica. El proyecto de Salmond sobre Escocia -sostuvo Brown- supone algo así como una especie de «colonialismo autoimpuesto, con más reminiscencias del antiguo imperio que del mundo moderno».  Interesa retener a este respecto que, según la propuesta del Partido Nacionalista Escocés, la Escocia independiente que resultase del referéndum, mantendría la libra como moneda de curso legal, reconocería al Banco de Inglaterra la capacidad de fijar los tipos de interés y respetaría la regulación bancaria del Reino Unido.

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En los sistemas democráticos, las grandes decisiones políticas -entre las que se encuentra, por su puesto, la de elegir a las personas que asumirán la tarea de gobernar- se adoptan en las urnas. Es en ellas donde más claramente se expresa la voluntad popular. Pero además de la esencial función decisoria que desempeñan en el funcionamiento del sistema, las citas electorales suelen servir, también, para medir realidades sociales y evaluar tendencias políticas.

Al término de la jornada de hoy tendremos ocasión de medir tres cosas, que de alguna manera han estado presentes -y muy presentes- a lo largo de la campaña.

1.- Ellos y nosotros.

Evaluaremos, en primer lugar, si ganamos «ellos» o ganan «nosotros». Después de tres años y medio dando sustento a un Gobierno que -según nos dijeron todo tipo de cantaores, guitarristas, cabeceras y palmeros- iba a poner fin, como por ensalmo, a las diferencias identitarias que secularmente han dividido a la sociedad vasca, el PSOE y el PP han centrado buena parte de su discurso de campaña en pedir el voto para «nosotros» -un «nosotros» que Patxi López ha llegado a perfilar groseramente aludiendo a los acentos y a los apellidos- y en alertar sobre el peligro que entrañaría un hipotético triunfo de «ellos».

El viernes por la tarde, justo el día en el que se cerraba la campaña electoral, los buzones de correos de las viviendas situadas en el ensanche de Bilbao recibieron la masiva afluencia de unos sobres en cuyo anverso se urgía a los destinatarios a que fueran abiertos antes del domingo. El tono de la admonición era tan alarmante –Muy importante: abrir antes del domingo– que hubo quien llegó a pensar que se trataba de una notificación municipal que daba cuenta de un corte en el suministro de agua o de electricidad. Se equivocaba en la mitad y otro tanto. Era el remate de la campaña del PP, que venía a subrayar, por enésima vez, la importancia de ir a votar para evitar el triunfo de «ellos». Cuando leí el papel me dí cuenta de que yo, al igual que muchos de los vecinos de Bilbao que habían recibido el inquietante mensaje de los populares vascos, era «ellos». Es decir, de los que, si ganaban, iban a provocar el apocalipsis.

Esto es, por tanto, lo primero que se va a medir hoy: si ganamos «ellos» o si ganan «nosotros». En cualquier caso, gane quien gane esta litis, la sociedad vasca siempre tendrá pendiente una deuda de gratitud con el PP -y con el  PSOE que, aun con otras palabras, ha utilizado igualmente la misma estrategia de las dos comunidades- por la extraordinaria aportación que con este mensaje han hecho a la integración social y política de Euskadi.

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«La nación -escribió Renan- es un plebiscito cotidiano». Pero los nacionalistas españoles -esos que en Catalunya y Euskadi se hacen llamar no-nacionalistas-, han puesto tanto empeño en dejar a salvo su nación -perdón, quería escribir Nación- de los riesgos anejos a toda consulta plebiscitaria, que la han convertido en una amenaza cotidiana. Ellos no piensan, como Ortega que España deba ser un proyecto sugestivo de vida en común. Más bien al contrario, su trayectoria y actitudes de los últimos días reflejan que la consideran como un proyecto coercitivo de vida en común, cuya continuidad histórica no debe -ni puede- apuntalarse a base de atraer y seducir, sino a base de amenazar.

El vendaval político que se ha levantado en Catalunya desde la masiva manifestación del pasado Onze de Setembre,  constituye un claro ejemplo de lo que digo. La histérica y estridente respuesta con la que muchos españoles están respondiendo -en Madrid, en Catalunya y hasta en Euskadi- al propósito declarado por Artur Mas de consultar a los catalanes si desean constituir un nuevo Estado en Europa, está poniendo un énfasis tan exagerado en la advertencia y la intimidación, que alcanza, por momentos, cotas auténticamente hilarantes. No se les escucha una sola palabra encaminada a cautivar o seducir a los catalanes con el fin de atraerlos hacia una convivencia sugestiva. Se conoce que no encuentran demasiados motivos para estimular el interés de los catalanes en seguir vinculados a una España encuadrada entre los PIIGS que no cotiza en el mercado de la seriedad y de la buena reputación. Todo son apercibimientos, advertencias y anticipos de grandes males. Es más, sus aspavientos amenazantes están empezando a ser tan desaforados que, como antes decía, arrancan la carcajada del observador imparcial. En su enfermiza obsesión amenazante han llegado a sostener recientemente que como los títulos académicos los otorga Madrid, los catalanes se quedarían sin bachilleratos y sin licenciaturas. Y sin doctorados, claro. Una aberración.

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Este martes, mientras el Congreso rechazaba con el voto negativo de PP, PSOE y UPyD la Proposición no de Ley de ERC que demandaba la transferencia a Catalunya de la competencia para autorizar la celebración de consultas por vía de referéndum (me referí a ello en el post titulado «Los arbitristas no triunfan«, publicado el 9.10.12), el primer ministro escocés y el premier británico, Carmeron y Salmond, alcanzaban un acuerdo histórico para celebración en Escocia de un referéndum de autodeterminación que tendrá lugar en 2014. El contraste es ostensible. El mismo día y, probablemente, a la misma hora, dos Estados miembros de la UE arbitraban respuestas muy distintas -en realidad son antagónicas- para problemas muy parecidos. Mientras el Reino Unido se mostraban dispuesto a escuchar la voz del pueblo de cara a definir el futuro político de Escocia, los España se negaban en redondo a permitir que la voluntad de los ciudadanos de Catalunya pueda imponerse a un dogma prepolítico y esencialista -cuasi religioso- como el de la unidad indisoluble de la nación española.

Se dan la mano pero responden de muy diferentes maneras a cuestiones semejantes. Cameron quiere escuchar la voz del pueblo. Rajoy se refugia en la Ley para ahogarla.

El contraste es palpable. Y nos sitúa ante el eterno dilema que se plantea entre el respeto a la ley y el respeto a la voluntad mayoritaria del pueblo, cuando no existe sintonía entre ambas. Unos dicen que democracia es, ante todo y sobre todo, respeto a la ley. Eso y sólo eso es -argumentan- lo que la cultura democrática occidental conoce como Estado de Derecho: el imperio de la ley. Pero los otros objetan, con razón, que la nota que distingue a la democracia de los regímenes autoritarios no es el obligado respeto a la ley -dado que también los regímenes dictatoriales imponen a los ciudadanos la más estricta observación de sus leyes- sino el hecho de que la norma -siempre de obligado cumplimiento- sea expresión de la voluntad mayoritaria de la sociedad. Un Estado sólo puede ser considerado de Derecho cuando las leyes que regulan el marco social y el funcionamiento de las instituciones, son reflejo de las mayorías democráticas. Si no lo son, el Estado en cuestión podrá contar con toda la articulación jurídica que se quiera, pero no podrá ser considerado, propiamente, como un Estado de Derecho. También el régimen de Franco descansaba sobre un sistema articulado de normas jurídicas de obligada observancia, pero a nadie se le ocurrió jamás calificarlo como un Estado de Derecho.

En Escocia, pronto tendrán ocasión de explorar la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos en torno a su status político futuro. Sus gestores políticos saben que en un régimen de carácter democrático, la ley debe adaptarse a la voluntad ciudadana y a ello se han entregado en los últimos meses. En el caso de Catalunya, por el contrario, se apela precisamente a la ley para seguir desconociendo esa voluntad. Se prefiere ahogar la voz del pueblo con la mordaza de la ley, que acomodar la ley a la voluntad popular.

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Hace unos días publiqué en este blog una nota en la que daba cuenta de dos propuestas que otros tantos intelectuales de la cosa pública -uno vasco y otro catalán- habían formulado en sendos artículos de prensa con el fin de reforzar el marchamo democrático del nacionalismo español, aceptando el reto de convocar, tal y como pretenden muchos  nacionalistas vascos y catalanes, una consulta popular que permita conocer, con la mayor precisión posible, la voluntad mayoritaria de los ciudadanos de ambos territorios de cara al ejercicio colectivo del derecho a decidir (Cfr. «Meras fintas», publicado el 24.09.12). En el escrito daba cuenta, asimismo, del fallido intento de incorporar un planteamiento de este tipo a los programas oficiales del PSE, que Odon Elorza protagonizó, con más aspavientos que resultados, en la conferencia política que los socialistas vascos celebraron en Bilbao el pasado mes de septiembre. Una mera finta que en cuestión de horas bajó de las gélidas alturas de un artículo de opinión publicado en El País, al profundo subsuelo de una propuesta que es retirada por su propio autor antes de ser debatida.

 

Ayer pude comprobar con sorpresa y satisfacción que Francisco Rubio Llorente, catedrático jubilado de Derecho Constitucional, ex vicepresidente del Tribunal Constitucional y ex presidente del Consejo de Estado venía a sumarse a las tesis esbozadas por los autores a los que antes me refería, argumentando, en un artículo gráficamente titulado «Un referéndum para Cataluña» que,

 «Si una minoría territorializada, es decir, no dispersa por todo el territorio del Estado, como sucede en algunos países del Este de Europa, sino concentrada en una parte definida, delimitada administrativamente y con las dimensiones y recursos necesarios para constituirse en Estado, desea la independencia, el principio democrático impide oponer a esta voluntad obstáculos formales que pueden ser eliminados. Si la Constitución lo impide habrá que reformarla, pero antes de llegar a ese extremo, hay que averiguar la existencia, y solidez de esa supuesta voluntad. Una doctrina que hoy pocos niegan y cuya expresión más conocida puede encontrarse en el famoso dictamen que la Corte Suprema de Canadá emitió en 1999 sobre la legitimidad de la celebración de un referéndum en Quebec (que, dicho sea de paso, los independentistas perdieron por poco más de 50.000 votos)».

Es una pena que Rubio Llorente no dijera estas cosas cuando ejerció como vicepresidente del Tribunal Constitucional o como presidente del Consejo de Estado, pero estoy convencido de que, pese a todo, su propuesta es interesante. Tanto más interesante cuanto que viene formulada por una persona que, hasta tiempos muy recientes, ha desempeñado cargos destacados y relevantes en la estructura institucional del Estado. Rubio Llorente no es un simple opinador cuyas  propuestas se apagarán a la misma velocidad en la que amarillearán las páginas del diario en el que se publicaron. Es un hombre en cuyo criterio y opinión confiaron los dos grandes partidos políticos del Estado hasta el extremo de elevarlo a la vicepresidencia del Tribunal Constitucional y a la cabeza del máximo órgano consultivo del Estado.

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Fue, si no me equivoco, en las elecciones vascas de 1998. Hace catorce años. Los tres tenores que en aquel tiempo colmaban el altar de la baronía territorial socialista -Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra- se acercaron a Euskadi para atemorizar a los vascos nacidos en los territorios que ellos presidían y a sus descendientes, con el zafio y grotesco discurso de las maletas. «Si ganan los nacionalistas -arengaron, sin escrúpulos, a los que les quisieron escuchar- vosotros y vuestras familias os veréis obligados a hacer las maletas y regresar a vuestra tierra de origen, porque os expulsarán de Euskadi». La campaña era reflejo de una manera rastrera, abyecta e infame de hacer política, pero los socialistas tiraron de ella sin reparos ni contemplaciones, con el fin de promover -así decían- el cambio político en Euskadi. Algo que, dicho sea de paso, ya entonces resultaba chocante, porque cada uno de los tres tenores batió auténticas marcas en el ámbito de la permanencia en el poder: Chavez se mantuvo durante 19 años al frente de Gobierno autonómico que presidió; Bono 23 y, Rodríguez Ibarra, la friolera de 24 años. Ninguno de ellos estaba como para hablar con autoridad moral de promover cambios y alternancias.

Los tenores vinieron a Euskadi a denunciar el pretendido sectarismo identitario del nacionalismo vasco, al que atribuían propósitos excluyentes. Pero lo hacían, paradójicamente, desde un planteamiento rigurosamente identitario. En su fugaz e insultante tránsito por tierra vasca, no hablaron de valores universales como pueden ser el de la libertad o el de la dignidad humana, sino de la tribu; de su tribu. Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra se desplazaron a Euskadi desde sus respectivos territorios, a ofrecer protección a los suyos. Y, todo sea dicho, los socialistas vascos les autorizaron a venir, porque necesitaban angustiosamente del argumento identitario para nutrir su campaña electoral. No fue, desde luego, algo inédito. Si el PSE recurre con tanta frecuencia a los más truculentos tópicos de la identidad es porque, si renuncia a ese recurso, apenas le queda nada que ofrecer a la sociedad vasca. Todavía recuerdo las quejumbrosas lamentaciones con las que un militante socialista se dolía, en privado, hace unos años, por el hecho de que la vida política vasca hubiera desterrado radical y definitivamente el empleo de la arcaica voz maketo. A él -así lo confesaba- la vigencia de esa expresión le resultaba muy útil para poder seguir acusando a los nacionalistas de intolerantes, identitarios y excluyentes.

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Siempre me ha fascinado la capacidad que históricamente ha acreditado y aún acredita el nacionalismo español para acuñar expresiones y formular reflexiones que sirvan para denostar con firmeza «el nacionalismo» -así, genéricamente expresado: «el nacionalismo»- sin que la agresividad de la descalificación le provoque a él la más mínima rozadura. Cada vez que escucho a alguien criticar airadamente «el nacionalismo», y hacerlo, además, en nombre de esa Gran Nación española que, para más inri, reivindica de inmediato como única, incuestionable, indisoluble, indivisible y algún otro epíteto esencialista, siento unas irrefrenables ganas de descubrirme y dedicar un sonoro aplauso al autor de tan elaborada y magistral muestra de cinismo.

López departe amigablemente con el nuevo presidente de la Comunidad de Madrid. Está claro que Ignacio González no sitúa a López entre las «amenazas territoriales»

El nacionalista español es, por definición, asimétrico. Condena «el nacionalismo» y le hace responsable de la gran mayoría de los estragos que han afligido a la humanidad a lo largo de los siglos, porque considera que él -o ella- no es nacionalista y, en consecuencia, no encaja en el concepto previamente denigrado. Es más, con el fin de evitar equívocos, se hace llamar no-nacionalista, por mucho que sus planteamientos políticos respondan milimétricamente a los de un nacionalista exacerbado.  Pero como los especialistas de la propaganda y de la comunicación recomiendan no definirse a sí mismo negativamente -es decir, resaltando lo que no se es, por encima de lo que se es- resulta cada vez más frecuente encontrarse con nacionalistas españoles que gustan de definirse a sí mismos como patriotas; eso sí, tras una larga digresión orientada a sentar la diferencia existente entre ambas categorías, sobre la base de cargar lo negativo sobre el «nacionalismo» y anotar lo positivo en el activo del «patriotismo».  Claro que, de poco servirá, a partir de ahí, argumentar que, etimológicamente, la voz «abertzale» -de aberri (patria) y zale (partidario)- significa «patriota». Hasta ahí podíamos llegar.

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Ayer, el president de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas, anunció su propósito de disolver anticipadamente el Parlament y convocar elecciones para el próximo 25 de noviembre. Lo hizo mediante un discurso auténticamente histórico en el que, además de hacer pública su intención de llamar a los ciudadanos a la urnas, llegó a hacer afirmaciones como la que sigue: “Este Parlament ha votado en más de una ocasión que Catalunya tiene derecho a la autodeterminación. Ha llegado la hora de ejercer ese derecho de manera democrática, pacífica y constructiva. No hace falta buscar enemigos externos, sólo es necesario fijarnos en nuestra fuerza interior como nación”. A lo que más tarde añadía: “Espero, deseo y confío en que estos objetivos se consigan en la próxima legislatura, mejor en una legislatura que en dos […] Encarar un proceso de autodeterminación requiere que el president que lo lidere tenga una fuerza especial que sólo le puede dar el pueblo en unas elecciones […] Si en las próximas semanas he de reclamar esta fuerza especial, no quiero que nadie pueda pensar que la pido a mayor gloria mía o a mayor conveniencia de CiU; prefiero que desde el primer momento las reglas de juego sean claras, limpias y transparentes”.

Aunque siempre habrá gente dispuesta a exigirle una precisión mayor, creo que nadie puede abrigar la más mínima duda sobre la intención que le anima. El president aspira a recabar el apoyo de los ciudadanos para poner en marcha un proceso de autodeterminación que conduzca a Catalunya a la independencia. Ni más ni menos. Y por si alguien tenía alguna dificultad para interpretarlo así, en el debate parlamentario de hoy ha sido un poco más explícito aún. Artur Mas hizo, desde la tribuna de oradores, un llamamiento claro e inequívoco a todos los partidos catalanes para que participen en el diseño conjunto de una hoja de ruta, cuyo último paso consistiría en la realización de una consulta popular a la que los ciudadanos de Catalunya serían convocados para decidir si quieren o no constituir “un Estado propio” dentro de la Unión Europea. Y remató la propuesta con la siguiente advertencia:

“Primero hay que intentarlo de acuerdo con las leyes, y si no se puede, hacerlo igualmente. La consulta debe producirse en cualquier caso. Si se puede hacer la vía del referéndum porque el Gobierno lo autoriza, mejor. Si no, debe hacerse igualmente”.

O sea que la consulta se celebrará con el permiso del Gobierno, o sin él.

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