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Posts Tagged ‘Patxi López’

La prensa vasca de hoy dedica un lugar preferente a informar sobre la decisión adoptada por el lehendakari en funciones para hacer efectiva la paga extra de navidad a los empleados públicos del Gobierno vasco. Su portavoz asegura que el acuerdo cuenta con el respaldo de sólidas razones jurídicas. Razones de tipo competencial y razones que han sido calificadas de «técnicas». No seré yo quien las niegue. Pero tampoco me resisto a aportar algún dato, que considero ilustrativo para situar la decisión en su contexto y acotar así su auténtico sentido.

En mayo de 2010, el Gobierno de Zapatero aprobó un Real Decreto-Ley -me refiero lógicamente al conocido como primer Decretazo- que reducía en un 5% la masa salarial de los empleados de todo el sector público. La norma, revestida de carácter básico, aspiraba a ser aplicada, también, a los empleados públicos vascos ¿La recurrió el Gobierno vasco? No. ¿Protestó por ella? Tampoco. ¿La aplicó? Escrupulosamente. Sin rechistar. Los empleados del sector público dependiente del Gobierno vasco vieron afectadas sus nóminas con la minoración salarial que Zapatero impuso en su primer Decretazo, sin que Patxi López pusiera reparo alguno o formulase la más mínima objeción.

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El raca-raca es la expresión desdeñosa y peyorativa con la que cierto sector político y mediático articulado en torno al españolismo de izquierdas, ha bautizado en Euskadi el postulado nacionalista vasco que reivindica el reconocimiento legal y explícito del pueblo vasco y de su derecho a decidir libre y democráticamente el status político del que ha de gozar en el futuro. En los últimos tiempos, esta amalgaba político-mediática se ha visto acaudillada por el lehendakari en funciones, Patxi López, que no ha dudado un ápice en complacer a su público, insertando el argumentario de campaña la expresión  onomatopéyica que reproduce el sonido de la carraca, con el propósito de despreciar y hasta ridiculizar, los postulados ideológicos, estratégicos o programáticos del nacionalismo vasco, presentándolos, una vez más, como «el raca-raca de siempre».

Pero hete aquí que, este fin de semana, el Partido Socialista de Catalunya (PSC) -el partido hermano en el que tantas veces se ha querido ver reflejado el socialismo vasco vinculado al PSOE- aprueba un programa electoral para las próximas elecciones catalanas, en el que preconiza, expresamente, el reconocimiento derecho a decidir de los catalanes sobre «cualquier propuesta de cambio sustancial de las relaciones entre Catalunya y España, acordada entre las instituciones catalanas y españolas, a través de un referéndum en el que se plantee un pregunta clara a la que se habrá de responder de forma inequívoca, aceptando o rechazando el proyecto sometido a consulta». Es más, no contentos con ello -que para los socialistas vascos constituiría ya un grave anatema, plenamente situado en el terreno del odioso raca-raca– los socialistas catalanes se comprometen a promover «las reformas necesarias para que los ciudadanos y ciudadanas de Catalunya puedan ejercer su derecho a decidir a través de un referéndum acordado en el marco de la legalidad». Los militantes del PSC se identifican a sí mismos como federalistas -no independentistas- pero se comprometen a trabajar para que el ordenamiento jurídico español contemple la posibilidad de convocar un referéndum de autodeterminación en Catalunya.

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En los sistemas democráticos, las grandes decisiones políticas -entre las que se encuentra, por su puesto, la de elegir a las personas que asumirán la tarea de gobernar- se adoptan en las urnas. Es en ellas donde más claramente se expresa la voluntad popular. Pero además de la esencial función decisoria que desempeñan en el funcionamiento del sistema, las citas electorales suelen servir, también, para medir realidades sociales y evaluar tendencias políticas.

Al término de la jornada de hoy tendremos ocasión de medir tres cosas, que de alguna manera han estado presentes -y muy presentes- a lo largo de la campaña.

1.- Ellos y nosotros.

Evaluaremos, en primer lugar, si ganamos «ellos» o ganan «nosotros». Después de tres años y medio dando sustento a un Gobierno que -según nos dijeron todo tipo de cantaores, guitarristas, cabeceras y palmeros- iba a poner fin, como por ensalmo, a las diferencias identitarias que secularmente han dividido a la sociedad vasca, el PSOE y el PP han centrado buena parte de su discurso de campaña en pedir el voto para «nosotros» -un «nosotros» que Patxi López ha llegado a perfilar groseramente aludiendo a los acentos y a los apellidos- y en alertar sobre el peligro que entrañaría un hipotético triunfo de «ellos».

El viernes por la tarde, justo el día en el que se cerraba la campaña electoral, los buzones de correos de las viviendas situadas en el ensanche de Bilbao recibieron la masiva afluencia de unos sobres en cuyo anverso se urgía a los destinatarios a que fueran abiertos antes del domingo. El tono de la admonición era tan alarmante –Muy importante: abrir antes del domingo– que hubo quien llegó a pensar que se trataba de una notificación municipal que daba cuenta de un corte en el suministro de agua o de electricidad. Se equivocaba en la mitad y otro tanto. Era el remate de la campaña del PP, que venía a subrayar, por enésima vez, la importancia de ir a votar para evitar el triunfo de «ellos». Cuando leí el papel me dí cuenta de que yo, al igual que muchos de los vecinos de Bilbao que habían recibido el inquietante mensaje de los populares vascos, era «ellos». Es decir, de los que, si ganaban, iban a provocar el apocalipsis.

Esto es, por tanto, lo primero que se va a medir hoy: si ganamos «ellos» o si ganan «nosotros». En cualquier caso, gane quien gane esta litis, la sociedad vasca siempre tendrá pendiente una deuda de gratitud con el PP -y con el  PSOE que, aun con otras palabras, ha utilizado igualmente la misma estrategia de las dos comunidades- por la extraordinaria aportación que con este mensaje han hecho a la integración social y política de Euskadi.

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Esta mañana he visitado Elorrio. Estaba invitado a hablar en un mitin junto con la alcaldesa del municipio y candidata por Bizkaia al Parlamento vasco, Ana Otadui; todo un honor para mí, porque Ana constituye sin duda un activo político de extraordinaria proyección. El día ha amanecido nublado y el pronóstico del tiempo era más bien sombrío. Cuando llegué a la Herriko Plaza, que era el lugar elegido por los organizadores para el desarrollo del acto electoral, caían unas gotas dispersas que no auguraban nada bueno. Como el cielo oscurecía por momentos, decidimos no demorar el inicio del mitin. En el espacio central de la plaza, los técnicos habían preparado un pequeño escenario con un fondo verde y un atril, de cuya parte frontal colgaba un cartel con el mensaje de campaña: Euskadi Aurrera.

En la Herriko Plaza de Elorrio, minutos antes del inicio del mitin (Foto: Iñigo Agirre)

En el momento en el que Ana tomó la palabra, se abrió un pequeño claro entre las grises nubes que poblaban el cielo. Los contados rayos de sol que lograron colarse por el angosto hueco, nos permitieron abrigar una tenue esperanza. Si teníamos un poco de suerte, la lluvia no iba a hacer acto de presencia hasta después de concluído el acto. Los más supersticiosos cruzaron los dedos. Pronto, sin embargo, se impuso la inexorable realidad. En Euskadi, ya se sabe, no es habitual que dejen de cumplirse los pronósticos climatológicos que anuncian aguas.

Como el mitin se celebraba al aire libre, todos -excepto los que cautamente se habían recogido en el pórtico de la iglesia- estábamos expuestos a las inclemencias del tiempo; sin carpas, cobertizos ni techumbres. Cuando la intervención de Ana se aproximaba al ecuador, la ventana celeste se cerró de nuevo y en cuestión de segundos rompió a llover. Primero de una manera muy leve. Después, con una intensidad creciente. Afortunadamente, un joven militante subió a la tribuna para proteger con su paraguas a la oradora, lo que permitió a la alcaldesa dar término a su alocución sin especiales contratiempos.

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La experiencia gubernamental que los socialistas y los populares han ensayado en Euskadi durante los últimos tres años y medio, ha constituido un rotundo fracaso. El experimento, que se nos vendió como el germen de una esperanzadora primavera vasca, ha resultado ser un fiasco. De hecho, no hay un solo indicador que autorice a realizar un balance positivo de su gestión.

En lo económico, sus resultados son pavorosos. Sin paliativos. El crecimiento ha sido negativo, la actividad económica ha descendido hasta niveles ínfimos, el consumo se ha desplomado, el desempleo se ha disparado, la recaudación se ha hundido, el déficit se ha descontrolado y la deuda pública se multiplicado por diez. Por mucho que se urge en las fuentes, será difícil encontrar en la historia política comparada, algún caso en el que la diferencia negativa entre el modo en el que el Gobierno encontró las cosas cuando se hizo cargo de los asuntos y el modo en el que las dejó cuando las urnas le obligaron a retirarse, sea tan abismal como en el de López.

En lo que atañe al autogobierno vasco, no se puede decir que su balance sea mejor. López prometió acometer una reforma estatutaria -inspirada, se nos dijo, en el famoso Plan Guevara- que enterró en un cajón cerrado tan pronto como Basagoiti le advirtió de que no le iba a tolerar el más mínimo devaneo en ese terreno. Pero es que, además, su gabinete tampoco ha destacado precisamente por el empeño que ha puesto en el desarrollo y la defensa de las cotas de poder previstas en el Estatuto ya vigente. Las transferencias de servicios que han tenido lugar durante este período no han sido, como se sabe, logros alcanzados por el Gobierno vasco, sino realizaciones del Grupo Parlamentario vasco en Madrid, que se los tuvo que arrancar a Zapatero -pese a las reticencias y hasta resistencias de Patxi López, todo sea dicho- a cambio de apoyar sus cuentas públicas.

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Fue, si no me equivoco, en las elecciones vascas de 1998. Hace catorce años. Los tres tenores que en aquel tiempo colmaban el altar de la baronía territorial socialista -Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra- se acercaron a Euskadi para atemorizar a los vascos nacidos en los territorios que ellos presidían y a sus descendientes, con el zafio y grotesco discurso de las maletas. «Si ganan los nacionalistas -arengaron, sin escrúpulos, a los que les quisieron escuchar- vosotros y vuestras familias os veréis obligados a hacer las maletas y regresar a vuestra tierra de origen, porque os expulsarán de Euskadi». La campaña era reflejo de una manera rastrera, abyecta e infame de hacer política, pero los socialistas tiraron de ella sin reparos ni contemplaciones, con el fin de promover -así decían- el cambio político en Euskadi. Algo que, dicho sea de paso, ya entonces resultaba chocante, porque cada uno de los tres tenores batió auténticas marcas en el ámbito de la permanencia en el poder: Chavez se mantuvo durante 19 años al frente de Gobierno autonómico que presidió; Bono 23 y, Rodríguez Ibarra, la friolera de 24 años. Ninguno de ellos estaba como para hablar con autoridad moral de promover cambios y alternancias.

Los tenores vinieron a Euskadi a denunciar el pretendido sectarismo identitario del nacionalismo vasco, al que atribuían propósitos excluyentes. Pero lo hacían, paradójicamente, desde un planteamiento rigurosamente identitario. En su fugaz e insultante tránsito por tierra vasca, no hablaron de valores universales como pueden ser el de la libertad o el de la dignidad humana, sino de la tribu; de su tribu. Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra se desplazaron a Euskadi desde sus respectivos territorios, a ofrecer protección a los suyos. Y, todo sea dicho, los socialistas vascos les autorizaron a venir, porque necesitaban angustiosamente del argumento identitario para nutrir su campaña electoral. No fue, desde luego, algo inédito. Si el PSE recurre con tanta frecuencia a los más truculentos tópicos de la identidad es porque, si renuncia a ese recurso, apenas le queda nada que ofrecer a la sociedad vasca. Todavía recuerdo las quejumbrosas lamentaciones con las que un militante socialista se dolía, en privado, hace unos años, por el hecho de que la vida política vasca hubiera desterrado radical y definitivamente el empleo de la arcaica voz maketo. A él -así lo confesaba- la vigencia de esa expresión le resultaba muy útil para poder seguir acusando a los nacionalistas de intolerantes, identitarios y excluyentes.

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Pese al cuidado empeño que ha puesto la prensa hagiográfica en resaltar la crucial aportación de Patxi López al documento en el que se plasmaron las conclusiones de la Conferencia de Presidentes Autonómicos -alguna cabecera fabulaba titulando que consiguió meter varias cuñas en el texto final- lo cierto es que su papel ha sido más bien discreto. Los protagonistas de la Conferencia han sido otros, que son, por razones obvias, los que han centrado los focos de la prensa. Artur Mas, en primer término, a quien las cámaras siguieron sin perder un solo detalle de lo que hacía y decía y el presidente de Madrid, en segundo lugar, por ser el más reciente y el más beligerante en la defensa de la unidad.

López y Zapatero sintonizan, en los tiempos en los que el presidente del Gobierno español sostenía que el crecimiento de la economía sólo podía venir de las reformas estructurales.

De Patxi López, las crónicas se limitan a destacar que fue el primero en intervenir -en lo que no tiene mérito alguno, dado que es una exigencia del protocolo- y que afirmó algo tan banal y tan poco relacionado con la especificidad vasca como que las Comunidades Autónomas no son el problema sino parte de la solución.  Crucial aportación, como se ve, para encauzar los problemas que tiene Euskadi. Su intervención ante el foro no tuvo el más mínimo marchamo vasco; pudo haber sido suscrita por cualquier otro presidente socialista y, si me apuran, incluso popular.  El inquilino de Ajuria Enea se limitó a reproducir en el palacio del Senado el prontuario programático que la víspera consensuó en Ferraz con su secretario general, Alfredo Pérez Rubalcaba y los dos únicos presidentes autonómicos de su partido: el andaluz Griñán y el asturiano Fernández. Pidió que se relajase la senda del déficit, que se atenuasen un poco las exigencias financieras impuestas a las comunidades autónomas y que se procurase poner algún énfasis en la apuesta por el crecimiento.

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Siempre me ha fascinado la capacidad que históricamente ha acreditado y aún acredita el nacionalismo español para acuñar expresiones y formular reflexiones que sirvan para denostar con firmeza «el nacionalismo» -así, genéricamente expresado: «el nacionalismo»- sin que la agresividad de la descalificación le provoque a él la más mínima rozadura. Cada vez que escucho a alguien criticar airadamente «el nacionalismo», y hacerlo, además, en nombre de esa Gran Nación española que, para más inri, reivindica de inmediato como única, incuestionable, indisoluble, indivisible y algún otro epíteto esencialista, siento unas irrefrenables ganas de descubrirme y dedicar un sonoro aplauso al autor de tan elaborada y magistral muestra de cinismo.

López departe amigablemente con el nuevo presidente de la Comunidad de Madrid. Está claro que Ignacio González no sitúa a López entre las «amenazas territoriales»

El nacionalista español es, por definición, asimétrico. Condena «el nacionalismo» y le hace responsable de la gran mayoría de los estragos que han afligido a la humanidad a lo largo de los siglos, porque considera que él -o ella- no es nacionalista y, en consecuencia, no encaja en el concepto previamente denigrado. Es más, con el fin de evitar equívocos, se hace llamar no-nacionalista, por mucho que sus planteamientos políticos respondan milimétricamente a los de un nacionalista exacerbado.  Pero como los especialistas de la propaganda y de la comunicación recomiendan no definirse a sí mismo negativamente -es decir, resaltando lo que no se es, por encima de lo que se es- resulta cada vez más frecuente encontrarse con nacionalistas españoles que gustan de definirse a sí mismos como patriotas; eso sí, tras una larga digresión orientada a sentar la diferencia existente entre ambas categorías, sobre la base de cargar lo negativo sobre el «nacionalismo» y anotar lo positivo en el activo del «patriotismo».  Claro que, de poco servirá, a partir de ahí, argumentar que, etimológicamente, la voz «abertzale» -de aberri (patria) y zale (partidario)- significa «patriota». Hasta ahí podíamos llegar.

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Reconozco que me produce perplejidad la imagen de los socialistas vascos presentándose ante los ciudadanos como el último reducto -el más firme y consecuente- de la conciencia fiscal de la izquierda. Me resulta desconcertante verles gesticular ante los medios de comunicación intentando colar en la opinión pública la -falsa- especie de que siempre han sintonizado con los más exigentes postulados fiscales del progresismo político y, en consecuencia, nunca han dejado de reclamar una profunda revisión del sistema tributario con el fin de elevar la carga fiscal de los ricos, de las empresas y de las rentas de capital.

Su pretensión me resulta chocante, porque se contradice abiertamente con lo que yo he visto que han hecho en el Congreso durante los casi ocho años que ha durado el mandato de Zapatero. Y tengo para mí que lo que vale, cuando se trata de evaluar la coherencia de una formación política, no es lo que haya podido plantear, a título meramente especulativo, en foros distintos a los que tienen atribuida la competencia de aprobar las medidas que propone, sino lo que, de hecho, ha impulsado y aprobado, allí donde ha gozado de mayoría suficiente para gobernar y controlar la agenda legislativa.

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Son muchos los sedicentes no-nacionalistas que defienden una concepción esencialista de la nación -o, si se prefiere, Nación, con mayúsculas, que es como la Constitución de 1978 alude a la española- con la que se consideran identificados. Esa es la gran paradoja en la que incurre el sedicente no-nacionalismo en Euskadi. Y en Catalunya, claro. Que critican con fiereza los males intrínsecos al «nacionalismo»  -el «nacionalismo», para ellos, sólo es el vasco y el catalán- desde presupuestos teóricos que se incardinan en el más rancio y sectario nacionalismo español. Esta inmensa paradoja, la ví reflejada, una vez más, en un artículo recientemente publicado en el diario ABC por el vicesecretario general del PP, Esteban González. «España sin Cataluña -sostiene en él- no es España, ni siquiera el resto de lo que quede de España. España sin Cataluña sería sólo el residuo más grande de lo que España fue. Y Cataluña independiente, por su lado, no dejaría de ser una porción de la antigua España. Por eso, insisto, no lo llaméis independencia de Cataluña cuando lo que se discute es la disolución de España […] Españoles y catalanes somos lo mismo, misma piel, misma carne, mismo espíritu. Quizá sólo debamos hablar más un idioma común, aunque sea en dos lenguas.»

El artículo está redactado sin aristas; sin estridencias; sin agresivas beligerancias. Está tejido con pasajes rebosantes de cercanía, cariño y afecto. Es, todo él, un efusivo abrazo. Aunque cuando uno concluye su lectura se da cuenta de que se trata, en realidad, del abrazo del oso. El único tipo de abrazo en el que se puede plasmar una concepción tan esencialista de la nación que habla apodícticamente de lo que ésta «es»  y de lo que «no es», de lo que «sería» y de lo que «no dejaría de ser», al margen de lo que sus ciudadanos puedan opinar al respecto.

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