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Posts Tagged ‘El Gobierno del Oasis’

La prensa vasca de hoy dedica un lugar preferente a informar sobre la decisión adoptada por el lehendakari en funciones para hacer efectiva la paga extra de navidad a los empleados públicos del Gobierno vasco. Su portavoz asegura que el acuerdo cuenta con el respaldo de sólidas razones jurídicas. Razones de tipo competencial y razones que han sido calificadas de «técnicas». No seré yo quien las niegue. Pero tampoco me resisto a aportar algún dato, que considero ilustrativo para situar la decisión en su contexto y acotar así su auténtico sentido.

En mayo de 2010, el Gobierno de Zapatero aprobó un Real Decreto-Ley -me refiero lógicamente al conocido como primer Decretazo- que reducía en un 5% la masa salarial de los empleados de todo el sector público. La norma, revestida de carácter básico, aspiraba a ser aplicada, también, a los empleados públicos vascos ¿La recurrió el Gobierno vasco? No. ¿Protestó por ella? Tampoco. ¿La aplicó? Escrupulosamente. Sin rechistar. Los empleados del sector público dependiente del Gobierno vasco vieron afectadas sus nóminas con la minoración salarial que Zapatero impuso en su primer Decretazo, sin que Patxi López pusiera reparo alguno o formulase la más mínima objeción.

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A lo largo de la campaña electoral he expresado en más de una ocasión la enorme perplejidad que me ha producido ver a los partidos políticos que han dirigido las riendas del Gobierno vasco durante los últimos tres años y medio, chapoteando irresponsablemente en el discurso de las dos comunidades y acogidos a lemas dicotómicos que distinguen radicalmente entre «ellos» y «nosotros». Accedieron al Ejecutivo prometiendo acabar con la división y poner fin al enfrentamiento identitario y han concluído su mandato recurriendo con más énfasis que nunca al discurso dual de los orígenes, los acentos y los apellidos. Pobre balance el suyo, que el pueblo ha sabido censurar en las urnas.

No he sido yo quien ha agitado el espantajo de la exclusión para despertar entre los votantes el estímulo del miedo. Pero si nos atenemos al esquema conceptual con el que ha operado el PP -y en buena medida también el PSOE- a lo largo de la campaña, parece evidente que ayer ganamos «ellos». Y en consecuencia, perdieron «nosotros». Sólo confío en que, a partir de ahora, «nosotros» se dejen de demagogias y sectarismos y sean capaces de trabajar en serio en la tarea colectiva de conformar un demos vasco único e integrador, capaz de conciliar con sabiduría y ponderación el obligado respeto a las mayorías democráticas con el no menos obligado respeto a los derechos de las minorías.

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En los sistemas democráticos, las grandes decisiones políticas -entre las que se encuentra, por su puesto, la de elegir a las personas que asumirán la tarea de gobernar- se adoptan en las urnas. Es en ellas donde más claramente se expresa la voluntad popular. Pero además de la esencial función decisoria que desempeñan en el funcionamiento del sistema, las citas electorales suelen servir, también, para medir realidades sociales y evaluar tendencias políticas.

Al término de la jornada de hoy tendremos ocasión de medir tres cosas, que de alguna manera han estado presentes -y muy presentes- a lo largo de la campaña.

1.- Ellos y nosotros.

Evaluaremos, en primer lugar, si ganamos «ellos» o ganan «nosotros». Después de tres años y medio dando sustento a un Gobierno que -según nos dijeron todo tipo de cantaores, guitarristas, cabeceras y palmeros- iba a poner fin, como por ensalmo, a las diferencias identitarias que secularmente han dividido a la sociedad vasca, el PSOE y el PP han centrado buena parte de su discurso de campaña en pedir el voto para «nosotros» -un «nosotros» que Patxi López ha llegado a perfilar groseramente aludiendo a los acentos y a los apellidos- y en alertar sobre el peligro que entrañaría un hipotético triunfo de «ellos».

El viernes por la tarde, justo el día en el que se cerraba la campaña electoral, los buzones de correos de las viviendas situadas en el ensanche de Bilbao recibieron la masiva afluencia de unos sobres en cuyo anverso se urgía a los destinatarios a que fueran abiertos antes del domingo. El tono de la admonición era tan alarmante –Muy importante: abrir antes del domingo– que hubo quien llegó a pensar que se trataba de una notificación municipal que daba cuenta de un corte en el suministro de agua o de electricidad. Se equivocaba en la mitad y otro tanto. Era el remate de la campaña del PP, que venía a subrayar, por enésima vez, la importancia de ir a votar para evitar el triunfo de «ellos». Cuando leí el papel me dí cuenta de que yo, al igual que muchos de los vecinos de Bilbao que habían recibido el inquietante mensaje de los populares vascos, era «ellos». Es decir, de los que, si ganaban, iban a provocar el apocalipsis.

Esto es, por tanto, lo primero que se va a medir hoy: si ganamos «ellos» o si ganan «nosotros». En cualquier caso, gane quien gane esta litis, la sociedad vasca siempre tendrá pendiente una deuda de gratitud con el PP -y con el  PSOE que, aun con otras palabras, ha utilizado igualmente la misma estrategia de las dos comunidades- por la extraordinaria aportación que con este mensaje han hecho a la integración social y política de Euskadi.

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La experiencia gubernamental que los socialistas y los populares han ensayado en Euskadi durante los últimos tres años y medio, ha constituido un rotundo fracaso. El experimento, que se nos vendió como el germen de una esperanzadora primavera vasca, ha resultado ser un fiasco. De hecho, no hay un solo indicador que autorice a realizar un balance positivo de su gestión.

En lo económico, sus resultados son pavorosos. Sin paliativos. El crecimiento ha sido negativo, la actividad económica ha descendido hasta niveles ínfimos, el consumo se ha desplomado, el desempleo se ha disparado, la recaudación se ha hundido, el déficit se ha descontrolado y la deuda pública se multiplicado por diez. Por mucho que se urge en las fuentes, será difícil encontrar en la historia política comparada, algún caso en el que la diferencia negativa entre el modo en el que el Gobierno encontró las cosas cuando se hizo cargo de los asuntos y el modo en el que las dejó cuando las urnas le obligaron a retirarse, sea tan abismal como en el de López.

En lo que atañe al autogobierno vasco, no se puede decir que su balance sea mejor. López prometió acometer una reforma estatutaria -inspirada, se nos dijo, en el famoso Plan Guevara- que enterró en un cajón cerrado tan pronto como Basagoiti le advirtió de que no le iba a tolerar el más mínimo devaneo en ese terreno. Pero es que, además, su gabinete tampoco ha destacado precisamente por el empeño que ha puesto en el desarrollo y la defensa de las cotas de poder previstas en el Estatuto ya vigente. Las transferencias de servicios que han tenido lugar durante este período no han sido, como se sabe, logros alcanzados por el Gobierno vasco, sino realizaciones del Grupo Parlamentario vasco en Madrid, que se los tuvo que arrancar a Zapatero -pese a las reticencias y hasta resistencias de Patxi López, todo sea dicho- a cambio de apoyar sus cuentas públicas.

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Fue, si no me equivoco, en las elecciones vascas de 1998. Hace catorce años. Los tres tenores que en aquel tiempo colmaban el altar de la baronía territorial socialista -Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra- se acercaron a Euskadi para atemorizar a los vascos nacidos en los territorios que ellos presidían y a sus descendientes, con el zafio y grotesco discurso de las maletas. «Si ganan los nacionalistas -arengaron, sin escrúpulos, a los que les quisieron escuchar- vosotros y vuestras familias os veréis obligados a hacer las maletas y regresar a vuestra tierra de origen, porque os expulsarán de Euskadi». La campaña era reflejo de una manera rastrera, abyecta e infame de hacer política, pero los socialistas tiraron de ella sin reparos ni contemplaciones, con el fin de promover -así decían- el cambio político en Euskadi. Algo que, dicho sea de paso, ya entonces resultaba chocante, porque cada uno de los tres tenores batió auténticas marcas en el ámbito de la permanencia en el poder: Chavez se mantuvo durante 19 años al frente de Gobierno autonómico que presidió; Bono 23 y, Rodríguez Ibarra, la friolera de 24 años. Ninguno de ellos estaba como para hablar con autoridad moral de promover cambios y alternancias.

Los tenores vinieron a Euskadi a denunciar el pretendido sectarismo identitario del nacionalismo vasco, al que atribuían propósitos excluyentes. Pero lo hacían, paradójicamente, desde un planteamiento rigurosamente identitario. En su fugaz e insultante tránsito por tierra vasca, no hablaron de valores universales como pueden ser el de la libertad o el de la dignidad humana, sino de la tribu; de su tribu. Chavez, Bono y Rodríguez Ibarra se desplazaron a Euskadi desde sus respectivos territorios, a ofrecer protección a los suyos. Y, todo sea dicho, los socialistas vascos les autorizaron a venir, porque necesitaban angustiosamente del argumento identitario para nutrir su campaña electoral. No fue, desde luego, algo inédito. Si el PSE recurre con tanta frecuencia a los más truculentos tópicos de la identidad es porque, si renuncia a ese recurso, apenas le queda nada que ofrecer a la sociedad vasca. Todavía recuerdo las quejumbrosas lamentaciones con las que un militante socialista se dolía, en privado, hace unos años, por el hecho de que la vida política vasca hubiera desterrado radical y definitivamente el empleo de la arcaica voz maketo. A él -así lo confesaba- la vigencia de esa expresión le resultaba muy útil para poder seguir acusando a los nacionalistas de intolerantes, identitarios y excluyentes.

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Pese al cuidado empeño que ha puesto la prensa hagiográfica en resaltar la crucial aportación de Patxi López al documento en el que se plasmaron las conclusiones de la Conferencia de Presidentes Autonómicos -alguna cabecera fabulaba titulando que consiguió meter varias cuñas en el texto final- lo cierto es que su papel ha sido más bien discreto. Los protagonistas de la Conferencia han sido otros, que son, por razones obvias, los que han centrado los focos de la prensa. Artur Mas, en primer término, a quien las cámaras siguieron sin perder un solo detalle de lo que hacía y decía y el presidente de Madrid, en segundo lugar, por ser el más reciente y el más beligerante en la defensa de la unidad.

López y Zapatero sintonizan, en los tiempos en los que el presidente del Gobierno español sostenía que el crecimiento de la economía sólo podía venir de las reformas estructurales.

De Patxi López, las crónicas se limitan a destacar que fue el primero en intervenir -en lo que no tiene mérito alguno, dado que es una exigencia del protocolo- y que afirmó algo tan banal y tan poco relacionado con la especificidad vasca como que las Comunidades Autónomas no son el problema sino parte de la solución.  Crucial aportación, como se ve, para encauzar los problemas que tiene Euskadi. Su intervención ante el foro no tuvo el más mínimo marchamo vasco; pudo haber sido suscrita por cualquier otro presidente socialista y, si me apuran, incluso popular.  El inquilino de Ajuria Enea se limitó a reproducir en el palacio del Senado el prontuario programático que la víspera consensuó en Ferraz con su secretario general, Alfredo Pérez Rubalcaba y los dos únicos presidentes autonómicos de su partido: el andaluz Griñán y el asturiano Fernández. Pidió que se relajase la senda del déficit, que se atenuasen un poco las exigencias financieras impuestas a las comunidades autónomas y que se procurase poner algún énfasis en la apuesta por el crecimiento.

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Siempre me ha fascinado la capacidad que históricamente ha acreditado y aún acredita el nacionalismo español para acuñar expresiones y formular reflexiones que sirvan para denostar con firmeza «el nacionalismo» -así, genéricamente expresado: «el nacionalismo»- sin que la agresividad de la descalificación le provoque a él la más mínima rozadura. Cada vez que escucho a alguien criticar airadamente «el nacionalismo», y hacerlo, además, en nombre de esa Gran Nación española que, para más inri, reivindica de inmediato como única, incuestionable, indisoluble, indivisible y algún otro epíteto esencialista, siento unas irrefrenables ganas de descubrirme y dedicar un sonoro aplauso al autor de tan elaborada y magistral muestra de cinismo.

López departe amigablemente con el nuevo presidente de la Comunidad de Madrid. Está claro que Ignacio González no sitúa a López entre las «amenazas territoriales»

El nacionalista español es, por definición, asimétrico. Condena «el nacionalismo» y le hace responsable de la gran mayoría de los estragos que han afligido a la humanidad a lo largo de los siglos, porque considera que él -o ella- no es nacionalista y, en consecuencia, no encaja en el concepto previamente denigrado. Es más, con el fin de evitar equívocos, se hace llamar no-nacionalista, por mucho que sus planteamientos políticos respondan milimétricamente a los de un nacionalista exacerbado.  Pero como los especialistas de la propaganda y de la comunicación recomiendan no definirse a sí mismo negativamente -es decir, resaltando lo que no se es, por encima de lo que se es- resulta cada vez más frecuente encontrarse con nacionalistas españoles que gustan de definirse a sí mismos como patriotas; eso sí, tras una larga digresión orientada a sentar la diferencia existente entre ambas categorías, sobre la base de cargar lo negativo sobre el «nacionalismo» y anotar lo positivo en el activo del «patriotismo».  Claro que, de poco servirá, a partir de ahí, argumentar que, etimológicamente, la voz «abertzale» -de aberri (patria) y zale (partidario)- significa «patriota». Hasta ahí podíamos llegar.

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La prensa de hoy nos dice que ayer, tras las reunión que Rajoy mantuvo con Artur Mas en La Moncloa, el presidente del Gobierno español mantuvo una larga e intensa conversación telefónica con Pérez Rubalcaba, a quien refirió personalmente el contenido del encuentro y -es de suponer- pidió complicidad y ayuda para frenar el ímpetu de lo que cierta prensa española, con muy poca originalidad, por cierto, -la expresión ya había sido profusamente utilizada hace unos años, con ocasión de la ley vasca de consulta- viene calificando de «desafío soberanista». Ese discreto conchabeo entre las dos principales fuerzas políticas del Estado español, me recuerda al encuentro que Zapatero y Rajoy celebraron con el rey en La Zarzuela, el mismo día en el que el lehendakari Ibarretxe se presentó en el Congreso de los Diputados a defender la Propuesta de Nuevo Estatuto para la convivencia que semanas atrás había sido aprobado por la mayoría absoluta del Parlamento vasco.

Si entoces se juramentaron para actuar conjunta y coordinadamente de cara a neutralizar las aspiraciones nacionales del pueblo vasco -algo que se vio con claridad en los meses subsiguientes- no creo que en esta ocasión hayan pactado algo esencialmente distinto. Estoy seguro de que han vuelto a concertar una estrategia coordinada para utilizar todos los mecanismos a su alcance -los institucionales, los económicos, los diplomáticos, los militares y hasta los que se activan en los bajos fondos- para amortiguar el empuje con el que avanza el independentismo catalán. Eso sí, como en España juegan a gobierno y oposición, ese compromiso de fondo se trasladará a la opinión pública revestido con formas y formulaciones distintas, para que no se note demasiado que en todo lo que hace referencia a la defensa de la unidad sacrosanta de la patria común e indivisible de todos los españoles, actúan como si fueran un solo partido.

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Patxi López viene repitiendo en los actos preelectorales de las últimas semanas, que se presenta a estos comicios «para ganar». Sin embargo, todo lo que está haciendo el Gobierno que preside en esta última fase de la legislatura, parece concebido por alguien que da por seguro que va a perder. El que trabaja para ganar y confía realmente en la posibilidad de hacerlo, no pone en marcha una devastadora política de tierra quemada. Antes al contrario, procura salvar de la ruina los efectos y herramientas que le resultarán necesarias para seguir trabajando en el futuro. Sólo quien lo da todo por perdido y no siente la más mínima preocupación por lo que pueda suceder tras su derrota, se dedica a dinamitar lo construido para reducirlo a escombro y dificultar, así, la tarea del que venga por detrás.

Los milicianos de extrema izquierda que, durante la guerra civil, incendiaron Irún, devastaron Eibar y barrenaron la Universidad de Deusto, no lo hicieron «para ganar», sino porque sabían que iban a perder y les importaba una higa lo que pudiera ocurrir tras ellos.

Algo de esto sucede, como decía, con la gestión de las finanzas públicas que el gabinete de López está llevando a cabo en este momento crepuscular de su mandato. Que no parece la de alguien que aspira a «ganar», sino la de alguien que da por descontada su derrota. Y me explico.

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Patxi López ya tiene su  leit motiv electoral. Dice que necesita «cuatro años más de gobierno socialista». Nada menos. Y ante la explícita manifestación de su deseo de continuar en el cargo, no son pocos los vascos que han clamado, angustiados:  Libera nos domine.

López habla de «cuatro años más de gobierno socialista». Y lo dice como si el mandato que inició de la mano de Basagoiti en mayo de 2009, hubiese durado cuatro años; lo cual es -afortunadamente- falso. Lo dice, también, como si lo que él ha presidido desde entonces, hubiese sido un auténtico gobierno; lo cual es -desgraciadamente- falso. Y lo dice, en fin, como si la andadura institucional que concluirá el próximo 21 de octubre, hubiese tenido un claro marchamo socialista; lo cual es -evidentemente- falso.

Todo es falso, como se ve, en su divisa electoral: el balance de lo hecho y, por ende, la definición de que le gustaría seguir haciendo. Porque si lo suyo no ha durado cuatro años, ni ha sido un gobierno, ni ha sido socialista, pretender que se prolongue en el tiempo como «cuatro años más de gobierno socialista», es algo que se sitúa entre la temeridad y la alucinación.

Pero, desgranemos un poco el lema de López.

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