Todavía conservo las notas que tomé en una reunión informal que los portavoces de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso mantuvimos el 16 de octubre de 2007 con una representación del Parlamento de Kosovo, que había sido invitada a Madrid por la OSCE. La lectura de aquellos apuntes, me trae al recuerdo que el presidente de la delegación, Alush Gashi, militante de la Liga Democrática de Kosovo, hablaba pausadamente con un gesto serio y un rictus de tristeza en el que se podía adivinar la crudeza de los dramas que había vivido en el pasado; en un pasado quizá no demasiado lejano en el tiempo. Sus intervenciones, que se desarrollaron en albanés, eran objeto de una doble traducción por parte de la pareja de intérpretes que acompañaba a la comitiva: una al castellano, para los diputados del Congreso y otra al serbio, dirigida a Randjel Nojkic, el único parlamentario serbio que formaba parte del grupo que nos visitaba. Por el contrario, las intervenciones de éste último, que tomó la palabra en un par de ocasiones para expresar su desacuerdo con lo expresado por el jefe de la delegación, sólo eran traducidas al castellano.
Este curioso dato suministra una fotografía bastante certera del panorama sociolingüístico que dominaba en la todavía provincia kosovar de la República de Serbia. Todos sus habitantes conocían el serbio, que era la lengua oficial preeminente del territorio, aunque sólo fuera la habitual de una minoría. Por el contrario, sólo los albaneses de Kosovo, que constituyen el 90% de su población, comprenden y utilizan su lengua. Para los ciudadanos serbokosovares, el albanés que hablan la inmensa mayoría de los habitantes de su territorio, era tan desconocido como el portugués, el coreano o el swahili. Algo parecido, mutatis mutandis, a lo que el euskera constituye para el grueso de la clase gobernante de Euskadi, empezando por el propio López: una lengua que sólo entienden a través de intérprete.