La experiencia gubernamental que los socialistas y los populares han ensayado en Euskadi durante los últimos tres años y medio, ha constituido un rotundo fracaso. El experimento, que se nos vendió como el germen de una esperanzadora primavera vasca, ha resultado ser un fiasco. De hecho, no hay un solo indicador que autorice a realizar un balance positivo de su gestión.
En lo económico, sus resultados son pavorosos. Sin paliativos. El crecimiento ha sido negativo, la actividad económica ha descendido hasta niveles ínfimos, el consumo se ha desplomado, el desempleo se ha disparado, la recaudación se ha hundido, el déficit se ha descontrolado y la deuda pública se multiplicado por diez. Por mucho que se urge en las fuentes, será difícil encontrar en la historia política comparada, algún caso en el que la diferencia negativa entre el modo en el que el Gobierno encontró las cosas cuando se hizo cargo de los asuntos y el modo en el que las dejó cuando las urnas le obligaron a retirarse, sea tan abismal como en el de López.
En lo que atañe al autogobierno vasco, no se puede decir que su balance sea mejor. López prometió acometer una reforma estatutaria -inspirada, se nos dijo, en el famoso Plan Guevara- que enterró en un cajón cerrado tan pronto como Basagoiti le advirtió de que no le iba a tolerar el más mínimo devaneo en ese terreno. Pero es que, además, su gabinete tampoco ha destacado precisamente por el empeño que ha puesto en el desarrollo y la defensa de las cotas de poder previstas en el Estatuto ya vigente. Las transferencias de servicios que han tenido lugar durante este período no han sido, como se sabe, logros alcanzados por el Gobierno vasco, sino realizaciones del Grupo Parlamentario vasco en Madrid, que se los tuvo que arrancar a Zapatero -pese a las reticencias y hasta resistencias de Patxi López, todo sea dicho- a cambio de apoyar sus cuentas públicas.