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Posts Tagged ‘BOLTXEs’

No es la primera vez que escribo en este blog sobre el ambigüo -o, cuando menos, enrevesado- criterio que guía a los diputados de Amaiur a la hora definir el alcance y contenido de su participación en las cámaras legislativas que, según el artículo 66 de la Constitución, «representan al pueblo español». Ya lo hice antes de ahora en, cuando menos, dos entradas que llevaban por título «Sopas sin sorber, no puede ser» y «Criterio inextricable«. En este último, cuyo enunciado resulta particularmente elocuente, me confesaba incapaz de comprender el sentido de su participación, que acostumbra a distinguir, sin objetividad aparente, entre supuestos idénticos y a equiparar sin justificación explicable, supuestos claramente distintos.

Hoy vuelvo sobre el asunto, al hilo de una moción que el diputado Sabino Cuadra sometió ayer a debate y votación en el Congreso de los diputados. La moción traía causa de una interpelación que el mismo diputado formuló hace unas semanas en el pleno de la cámara, sobre «la necesidad de abordar una política que impulse decididamente el reparto de las riquezas y rentas existentes en nuestra sociedad». Se trataba de una iniciativa divida en seis puntos, en los que se instaba al Gobierno -al Gobierno central, evidentemente- a adoptar otras tantas medidas de carácter laboral, social y fiscal con las que se supone que se activa el decidido impulso del «reparto de riquezas y rentas» que el diputado planteaba en la interpelación.

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A lo largo de la campaña electoral he expresado en más de una ocasión la enorme perplejidad que me ha producido ver a los partidos políticos que han dirigido las riendas del Gobierno vasco durante los últimos tres años y medio, chapoteando irresponsablemente en el discurso de las dos comunidades y acogidos a lemas dicotómicos que distinguen radicalmente entre «ellos» y «nosotros». Accedieron al Ejecutivo prometiendo acabar con la división y poner fin al enfrentamiento identitario y han concluído su mandato recurriendo con más énfasis que nunca al discurso dual de los orígenes, los acentos y los apellidos. Pobre balance el suyo, que el pueblo ha sabido censurar en las urnas.

No he sido yo quien ha agitado el espantajo de la exclusión para despertar entre los votantes el estímulo del miedo. Pero si nos atenemos al esquema conceptual con el que ha operado el PP -y en buena medida también el PSOE- a lo largo de la campaña, parece evidente que ayer ganamos «ellos». Y en consecuencia, perdieron «nosotros». Sólo confío en que, a partir de ahora, «nosotros» se dejen de demagogias y sectarismos y sean capaces de trabajar en serio en la tarea colectiva de conformar un demos vasco único e integrador, capaz de conciliar con sabiduría y ponderación el obligado respeto a las mayorías democráticas con el no menos obligado respeto a los derechos de las minorías.

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En los sistemas democráticos, las grandes decisiones políticas -entre las que se encuentra, por su puesto, la de elegir a las personas que asumirán la tarea de gobernar- se adoptan en las urnas. Es en ellas donde más claramente se expresa la voluntad popular. Pero además de la esencial función decisoria que desempeñan en el funcionamiento del sistema, las citas electorales suelen servir, también, para medir realidades sociales y evaluar tendencias políticas.

Al término de la jornada de hoy tendremos ocasión de medir tres cosas, que de alguna manera han estado presentes -y muy presentes- a lo largo de la campaña.

1.- Ellos y nosotros.

Evaluaremos, en primer lugar, si ganamos «ellos» o ganan «nosotros». Después de tres años y medio dando sustento a un Gobierno que -según nos dijeron todo tipo de cantaores, guitarristas, cabeceras y palmeros- iba a poner fin, como por ensalmo, a las diferencias identitarias que secularmente han dividido a la sociedad vasca, el PSOE y el PP han centrado buena parte de su discurso de campaña en pedir el voto para «nosotros» -un «nosotros» que Patxi López ha llegado a perfilar groseramente aludiendo a los acentos y a los apellidos- y en alertar sobre el peligro que entrañaría un hipotético triunfo de «ellos».

El viernes por la tarde, justo el día en el que se cerraba la campaña electoral, los buzones de correos de las viviendas situadas en el ensanche de Bilbao recibieron la masiva afluencia de unos sobres en cuyo anverso se urgía a los destinatarios a que fueran abiertos antes del domingo. El tono de la admonición era tan alarmante –Muy importante: abrir antes del domingo– que hubo quien llegó a pensar que se trataba de una notificación municipal que daba cuenta de un corte en el suministro de agua o de electricidad. Se equivocaba en la mitad y otro tanto. Era el remate de la campaña del PP, que venía a subrayar, por enésima vez, la importancia de ir a votar para evitar el triunfo de «ellos». Cuando leí el papel me dí cuenta de que yo, al igual que muchos de los vecinos de Bilbao que habían recibido el inquietante mensaje de los populares vascos, era «ellos». Es decir, de los que, si ganaban, iban a provocar el apocalipsis.

Esto es, por tanto, lo primero que se va a medir hoy: si ganamos «ellos» o si ganan «nosotros». En cualquier caso, gane quien gane esta litis, la sociedad vasca siempre tendrá pendiente una deuda de gratitud con el PP -y con el  PSOE que, aun con otras palabras, ha utilizado igualmente la misma estrategia de las dos comunidades- por la extraordinaria aportación que con este mensaje han hecho a la integración social y política de Euskadi.

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El sábado por la mañana estaba citado en Algorta para participar en un acto de publicidad electoral que iba a tener lugar en la puerta y las inmediaciones del conocido mercadillo local. Me trasladé a mi destino en metro, que es, con diferencia, el medio de transporte más cómodo para desplazarse por el Gran Bilbao. Junto a la puerta de salida, ya en la plaza de Algorta, había un panel electoral de esos que habilitan los ayuntamientos para que los partidos políticos puedan exhibir su publicidad, a lo largo de la campaña sin dañar, grave e irreversiblemente, la estética del municipio. En ese momento -la campaña no llevaba abierta mucho más de 24 horas- sólo dos formaciones políticas habían colocado carteles: EH-Bildu y el PNV.

La publicidad de EH-Bildu estaba impoluta. La del PNV, por el contrario, sañudamente emborronada. Una mano diestra había pasado por allí portando un rotulador negro de punta gruesa y se había dedicado a dibujar cruces gamadas sobre el rostro de Iñigo Urkullu y a escribir todo tipo de improperios y descalificaciones contra el PNV y su candidato a las elecciones del 21-o. El contraste era patente. Mientras la cartelería de EH-Bildu lucía con todo su esplendor, la del PNV ofrecía una imagen descuidada y sucia.

Ya sabemos que estas cosas, en Euskadi, suceden solas. Nadie las hace. Es la fuerza telúrica del azar, la causa por la que la cartelería de EH-Bildu consigue librarse de los ataques de los alegres y combativos gudaris del rotulador y la del PNV, por el contrario, es, siempre, uno de los principales objetivos de su fraternal pulsión estetizante.

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Aunque Aznar y Acebes seguieron repitiendo con la tenacidad de un soldado napoleónico, que la única hipótesis solvente apuntaba hacia ETA, todos supimos que el atentado del 11-M no había sido cometido por esta organización terrorista, cuando vimos a Arnaldo Otegi condenar el ataque. No había error posible: si Otegi condenaba, no había sido ETA.

En Euskadi han sido muy habituales las condenas selectivas de hechos violentos y/o vulneradores de derechos. Se condenaban sin remisión los atentados cometidos por los oponentes políticos, pero se disimulaban o disculpaban los perpetrados por los afines, con argumentaciones forzadas y frases ininteligibles. Y me temo que siguen siendo muchos los que, todavía, rechazan las agresiones y atropellos con arreglo a un esquema rigurosamente asimétrico: excusando -cuando no celebrando- los propios y repudiando acremente los ajenos.

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Siempre me ha llamado la atención el hecho de que la invocación formularia del Estado de Derecho, como una cláusula de estilo de obligada utilización cuando se hace referencia a la lucha contra el terrorismo, la hubiera patentado entre nosotros  un ingeniero agrónomo. Cuando oigo a Mayor Oreja argumentar que el Estado de Derecho es y debe ser el único protagonista admisible en la batalla contra ETA, no puedo evitar -a pesar de los años transcuridos desde que empezó a hacerlo- un punto de estremecimiento. Porque conociendo su trayectoria, no puedo dejar de preguntarme por la idea que puede tener alguien como él de algo que es radicalmente ajeno al ámbito de conocimiento en el que se sitúa su formación académica.

Afortunadamente, la estridente controversia que ha provocado en el seno del PP la resolución adoptada por el Ministerio de Interior en relación con el preso de ETA Josu Uribetxeberria -a quien buena parte de la prensa española se refiere ridículamente por su segundo apellido: Bolinaga- ha contribuido a poner al descubierto la rústica concepción que Mayor tiene del Estado de Derecho. Una concepción tan tosca y agreste que permite comprender un poco mejor su tan dilatada como criticada trayectoria política.

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Tras la formación del primer Gobierno de Zapatero, en la primavera de 2004, tuve ocasión de cursar varios viajes a Barcelona, por causas que no hace al caso detallar aquí. El tripartito progresista catalán, constituido en las postrimerías de 2003 bajo la presidencia de Pasqual Maragall, era, todavía, una iniciativa novedosa que generaba curiosidad y expectación. Por una parte estaba el hecho de que, tras varios lustros gobernando en Catalunya, CiU había sido apeada de la Generalitat, con la advertencia, más o menos explícita, de que en los próximos años podía ser expulsada también de otras plataformas institucionales. Aunque el cambio operado en la cabecera de cartel no le había impedido ganar las elecciones -hay que recordar que fue, precisamente, en aquellos comicios, cuando la federación nacionalista decidió sustituir la veterana candidatura de Jordi Pujol por la de Artur Mas-, lo cierto es que el compromiso suscrito por el PSC, ERC e ICV con el confesado propósito de promover el cambio político en Catalunya, le había arrojado a la periferia del espacio institucional. De suerte que, por primera vez en el reciente período democrático, el Gobierno catalán se iba a constituir sin el concurso de CiU; lo que constituía una novedad no desdeñable. Pero junto al arrinconamiento de la federación nacionalista, estaba, también, la incertidumbre que generaba la acción política de una alianza que actuaba por primera vez en el escenario autonómico. ¿Qué cabía esperar de ella? ¿Qué novedades iba a introducir en la trayectoria seguida por la Generalitat desde 1980?

Interesado, como estaba, por conocer el grado de aceptación social que tenía el recién estrenado tripartito, tanteé a varios ciudadanos barceloneses -de una manera absolutamente informal, por supuesto- con objeto de recabar información de primera mano sobre la opinión que les merecía aquél inédito ensayo gubernamental. Huelga decir que a los impenitentes místicos de la izquierda, la iniciativa les parecía soberbia; magnífica; ideal. Aplaudían sin ambages y con un entusiasmo digno de la mejor causa, el hecho de que, por primera vez durante mucho tiempo, Catalunya fuera a disfrutar de los beneficiosos efectos de un Gobierno progresista dispuesto a enterrar para siempre los tenebrosos tics de la derecha y aplicar, sin complejos, planteamientos laicistas, criterios igualitaristas, políticas sociales avanzadas etcétera.

Pero lo que más me sorprendió fue el hecho de que, hasta los que no compartían la fascinante mística de la izquierda, se mostraban esperanzados con la empresa política emprendida por el tripartito. Recuerdo que entre la mayoría de la gente a la que consulté, advertí una especie de optimismo ilusionado ante la nueva andadura del Ejecutivo autonómico. Una gran parte de las respuestas que me dieron, reflejaba, básicamente, la misma percepción: CiU había agotado un ciclo -con sus luces y sus sombras, como toda obra humana- y, el nuevo Gobierno, que descansaba sobre el doble pilar del catalanismo y la izquierda, ofrecía un discurso fresco, muchas promesas y un horizonte francamente esperanzador. «¿Por qué no darles una oportunidad?», sugerían la mayoría. A lo que uno de ellos, apostilló: «Con este tripartito, los catalanes tenemos poco que perder y mucho que ganar».

Me interesa señalar que, enntre quienes hacían este tipo de comentarios, no faltaban antiguos votantes de CiU que -imperativo democrático mediante- se mostraban dispuestos a dar un voto de confianza a la iniciativa.

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Ayer por la tarde, un amigo me hacía saber que en un diario vasco de intensas querencias chavistas, se me citaba como favorable a la doctrina Parot. Al principio pensé que se trataba de una tomadura de pelo. «No puede ser», me dije. Sólo desde la ignorancia o desde la mala fe se me puede clasificar de ese modo, porque siempre he hablado y escrito con bastante claridad en contra de la citada doctrina. En este mismo blog, sin ir más lejos, publiqué no hace mucho tiempo una entrada sobre la cuestión en la que, al hilo de los pronunciamientos que el Tribunal Constitucional ha dictado al respecto, me adhería entusiásticamente, al sólido razonamiento sobre el que descansan los votos particulares suscritos por la magistrada Adela Asua. Sigo convencido de que la lectura de esos votos debió resultar ruborizante para los magistrados que habían suscrito el texto principal de la sentencia.

Más tarde, consulté la edición digital del diario en cuestión y comprobé, con sorpresa, que era cierto. Un escritor del que no tengo constancia que sea jurista -lo que le da más enjundia a la cosa- se permitía el lujo de identificarme como favorable a la doctrina Parot, sin justificar su afirmación, ni aportar cita alguna que avalase sus palabras. La acusación me chocó, lo admito, pero no provocó en mí enojo alguno. Son las cosas de la precampaña. La gente se pone nerviosa y habla por hablar. Bueno, corrijo. No hablar por hablar, sino por denostar. Con razón o sin ella. Otra cosa es que lo consiga.

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Junto a la tapia exterior del cementerio de Begoña luce una pintada reciente, ejecutada con pintura negra y excelente letra, que dice: «Iraultza ala hil». Es una calco textual, expresado en euskera, de la conocida consigna «Revolución o muerte», muy extendida entre los líderes y cabecillas de la izquierda iberoamericana más irredenta. Un amigo me refirió un día que, tiempo atrás, se había encontrado en Cuba con una pintada que llevaba ese mismo texto, junto a la cual, una mano furtiva había añadido la frase: «valga la redundancia». Evidentemente, no le creí. Me pareció imposible que un mensaje tan corrosivo para el régimen castrista pudiera permanecer expuesto en una calle de Cuba durante más de 24 horas.

Una canción revolucionaria de los heróicos tiempos de la Sierra Maestra, expresa una idea semejante a la que encierra este lema: «Primero dejar de ser/primero dejar de ser/primero dejar de ser/que dejar de ser revolucionario». La tonadilla tiene fuerza y ritmo. Es francamente atractiva. Pero seguro que más de uno de los que fueron excluidos por el régimen de Castro podrían darle la vuelta al argumento y objetar que a muchos cubanos se les obligó a dejar de ser, precisamente porque dejaron de ser revolucionarios.

Pintada en azul en las escaleras que conducen a la basílica de Begoña

Pintada en azul en las escaleras que conducen a la basílica de Begoña

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En alguna ocasión he escrito sobre las diferentes estrategias con las que el vasquismo y el catalanismo políticos han desarrollado su actividad política en Madrid. Como la guerra de sucesión arrumbó con el régimen foral de Catalunya, durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX, la política catalanista ha sido una política de carácter eminentemente proyectivo, empeñada en reformar la estructura institucional y territorial de España con el fin de que los catalanes pudieran sentirse más cómodos en su seno. Los vascos, por el contrario, disfrutamos de los fueros hasta 1876. Y aun después, hemos venido gozando de un régimen fiscal de raíz foral -el Concierto Económico- que sólo ha conocido el paréntesis excepcional que Franco abrió en 1937 con las dos provincias traidoras. La política vasquista ha sido, por ello, más bien defensiva; rigurosamente fuerista. Dicho sintéticamente: mientras los catalanes se afanaban en proponer reformas de carácter general con el propósito de reorientar la estructura del Estado hacia un modelo reformado en el que ellos pudieran tener un encaje más satisfactorio, los vascos nos dedicábamos a defender con uñas y dientes el tasado autogobierno que aún nos quedaba (ver, entre otros, «Catalanes y vascos en las Cortes españolas«, publicado en este blog el 21.09.09) Todo ello, claro está, sin perjuicio de que durante todo este dilatado período de tiempo, haya habido catalanes y vascos que, pese a su origen, hayan consagrado su vida pública a hacer política estrictamente españolista.

Estas diferentes trayectorias del catalanismo y del vasquismo políticos, han influido de modo no desdeñable en las estrategias políticas posteriormente implementadas por los correspondientes nacionalismos. Las inercias tienen su peso. El nacionalismo catalán ha seguido conservando mucho del carácter proyectivo que inspiró el catalanismo de los siglos precedentes. Y hasta tiempos muy recientes, sus planteamientos políticos estaban preñados de propuestas concebidas para reformar el Estado español con el fin de propiciar su mejor acomodo. Al nacionalismo vasco, por el contrario, siempre se le ha reprochado el hecho de carecer de un proyecto «para» España y de disponer, en todo caso, de un planteamiento «contra» España. El nacionalismo catalán nunca ha dudado de la conveniencia de participar en las elecciones generales y de integrarse -cuando la apertura democrática lo hacía posible, evidentemente- en las instituciones centrales del Estado. Todavía hay quien se sorprende cuando se entera de que el líder independentista catalán, Lluys Companys, posteriormente fusilado por las huestes de Franco, fue nada menos que ministro de Marina en la segunda mitad de 1933.

Entre los nacionalistas vascos, por contra, siempre ha habido reticencias en todo lo que tiene que ver con la participación en la política española. De hecho, no concurrimos a las Cortes hasta 1918. Y años después, tal como hice notar en otro post hace unas semanas (vide «Sopas sin sorber no puede ser», publicado el 05.01.12), todavía seguía el criterio de no implicarse en la política española más que en la medida en que ello fuera estrictamente indispensable para la defensa de los intereses vascos, en general y, más concretamente, para avanzar en el autogobierno. En aquella época, la participación en el Gobierno español era, sencillamente, inimaginable para el nacionalismo vasco. El caso de Irujo fue una excepción sólo explicable por la situación de guerra.

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