Durante los debates parlamentarios que precedieron a la aprobación del Estatuto Gernika, el portavoz comunista en la Comisión Constitucional, Jordi Sole Tura, expresó una prevención que, aun cuando pasó desapercibida en aquel momento, el transcurso del tiempo ha ido poniendo de manifiesto que constituía un certero vaticinio. Al reflexionar sobre el inmenso desafío que representaba para el éxito del Estado autonómico la buena marcha del proceso de traspaso de poderes que la aprobación del Estatuto había de inaugurar entre las instituciones centrales y el naciente Gobierno vasco, advertía lo siguiente: “…es preciso que no exista aquí ninguna reticencia, ninguna cicatería en cuanto se refiere al traspaso de competencias y a la atribución real de facultades. Si esa cicatería existe, si el Estatuto se convierte en un tema de regateo o mercadeo, a partir de ese momento el Estatuto quedará tocado en sus mismas raíces y el proceso autonómico quedará seriamente comprometido…”.
Pese a las prevenciones de Sole Tura, pronto se puso de manifiesto que los temores expresados por el profesor catalán, no descansaban sobre prejuicios inconsistentes, sino sobre intuiciones bien fundadas. Las actitudes cicateras y obstaculizadoras del Gobierno central no se hicieron esperar. Y ya en los primeros años de la década de los ochenta, se hicieron patentes las primeras denuncias del Gobierno vasco contra la estrecha y restrictiva visión con la que los ejecutivos centrales afrontaban el proceso de transferencias a Euskadi. En una entrevista publicada en 1983, cuatro años después de aprobado el Estatuto, el entonces vicelehendakari del Gobierno vasco, Mario Fernández, se quejaba de que el Ejecutivo central había congelado unilateralmente el proceso de traspasos al País Vasco, en una actitud arbitraria y carente de toda justificación porque faltaba, todavía, “prácticamente tanto como lo que se ha conseguido (…) quedan(do) algunos temas que constituyen lo que podría denominarse la parte más sofisticada del desarrollo autonómico”.