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Posts Tagged ‘Tribunal Constitucional’

Si alguien abrigaba aún alguna duda, ya puede ir disipándola. Después de lo sucedido en estos últimos días, es evidente que, cuando Patxi López compareció con gesto solemne ante los medios de comunicación, para hacer saber a los ciudadanos que estaba en radical desacuerdo con el último paquete de recortes sociales que ha impuesto el Gobierno de Rajoy y que iba a hacer todo lo que estuviera al alcance de su mano para impedir que tuviera incidencia en Euskadi, se encontraba, en realidad, adoptando una pose electoral. Se trataba de hacer creer a los ciudadanos que pueden encontrar en él un  rompeolas sólido e indeleble, dispuesto a poner freno al violento tsunami que el Ejecutivo del PP ha puesto en marcha contra el Estado del bienestar y el autogobierno vasco.

 La admisión a trámite del conflicto de competencia planteado por el Gobierno central contra el Decreto del Gobierno vasco que pretendía inaplicar en Euskadi el copago farmacéutico impuesto por el Ejecutivo de Rajoy para todo el Estado español, ha llevado consigo la suspensión cautelar del citado Decreto, que deja así de surtir efectos jurídicos hasta el momento en que el Tribunal Constitucional dictamine lo contrario. De manera que todas las ínfulas que se había dado Patxi López, presentándose como el invicto superman comprometido a ultranza con la más férrea defensa del autogobierno vasco, han quedado reducidas a la nada. El Decreto fue aprobado el 26 de junio y, un mes después, se encuentra suspendido. Todas las expectativas que había generado entre los sectores sociales más menesterosos, se han desvanecido.

No hacía falta ser un jurista muy avezado para suponer que iba a ocurrir lo que finalmente ha sucedido. Y estoy absolutamente seguro de que los servicios jurídicos del Gobierno vasco advirtieron oportunamente a Patxi López sobre lo que previsiblemente iba a acontecer. Pero lo que a Patxi López le interesaba no era el resultado de la medida, sino la pose: «Yo soy el rompeolas que pondrá freno al tsunami desplegado por Rajoy contra el Estado del bienestar y el autogobierno vasco». Y cegado por el empeño, pasó por alto la advertencia de los letrados, con la obsesión de obtener su minuto de gloria ante las cámaras de televisión. Y lo tuvo, es evidente. Al inquilino de Ajuria Enea no le faltan medios dispuestos a alimentar su vanidad con elogios desaforados y loas sin tasa. Pero al final, todo ha quedado en nada. El suflé se ha desinflado en un mes.

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Ayer por la tarde, un amigo me hacía saber que en un diario vasco de intensas querencias chavistas, se me citaba como favorable a la doctrina Parot. Al principio pensé que se trataba de una tomadura de pelo. «No puede ser», me dije. Sólo desde la ignorancia o desde la mala fe se me puede clasificar de ese modo, porque siempre he hablado y escrito con bastante claridad en contra de la citada doctrina. En este mismo blog, sin ir más lejos, publiqué no hace mucho tiempo una entrada sobre la cuestión en la que, al hilo de los pronunciamientos que el Tribunal Constitucional ha dictado al respecto, me adhería entusiásticamente, al sólido razonamiento sobre el que descansan los votos particulares suscritos por la magistrada Adela Asua. Sigo convencido de que la lectura de esos votos debió resultar ruborizante para los magistrados que habían suscrito el texto principal de la sentencia.

Más tarde, consulté la edición digital del diario en cuestión y comprobé, con sorpresa, que era cierto. Un escritor del que no tengo constancia que sea jurista -lo que le da más enjundia a la cosa- se permitía el lujo de identificarme como favorable a la doctrina Parot, sin justificar su afirmación, ni aportar cita alguna que avalase sus palabras. La acusación me chocó, lo admito, pero no provocó en mí enojo alguno. Son las cosas de la precampaña. La gente se pone nerviosa y habla por hablar. Bueno, corrijo. No hablar por hablar, sino por denostar. Con razón o sin ella. Otra cosa es que lo consiga.

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Cuando escribo estas líneas no se conocen aún los nombres de las cuatro personas que el PP y el PSOE van a proponer para atender a la renovación parcial del Tribunal Constitucional que está pendiente desde hace un bienio. El plazo establecido por la Mesa del Congreso finaliza a las ocho de esta tarde y los entornos más dados a la intriga y el bisbiseo se han convertido en un auténtico hervidero de rumores y chismes. He recibido varias llamadas de gente que supone que debo estar informado sobre el particular, pero no he tenido más remedio que defraudarles a todos. No sé nada. Ni me importa, añado ahora. Hace ya más de dos años que escribí en este blog lo que pienso a propósito del modo en el que los socialistas y los populares gestionan el nombramiento de los magistrados del alto tribunal (Cfr. «Ya era hora», publicado el 02.05.10) y, visto lo visto, hoy no puedo sino reafirmarme, con más contundencia aún, si cabe, en las opiniones que entonces vertí.

El Tribunal Constitucional tiene encomendadas funciones de extraordinaria importancia en el sistema político español. Resuelve sobre la constitucionalidad de las leyes y dirime los conflictos de competencias que enfrentan al Estado y las Comunidades Autónomas. También conoce, por vía de amparo, de los recursos en los que se denuncia la violación de los derechos fundamentales y la libertades públicas. Su papel es, como se puede ver, de extraordinaria importancia en la resolución de algunos de los principales pleitos y controversias que pueden suscitarse en el marco constitucional. Vayan por delante algunos ejemplos. Tómese nota. Fue el Tribunal Constitucional el que dictó la sentencia que vació de contenido el Estatut de Catalunya (ver al respecto «Habemus sententia«, publicado el 29.06.10 y «Acatar la sentencia«,  publicado el 06.07.10), el que avaló la Ley Orgánica de Partidos Políticos, el que recientemente ha reconocido a Sortu el derecho a constituirse como partido político, el que rechazó la Ley vasca de Consulta y el que resolverá, entre otros muchos, los recursos interpuestos contra la Ley del matrimonio homosexual y la Ley de salud sexual y reproductiva y sobre la interrupción voluntaria del embarazo.

Sin embargo, la designación de las personas que van a formar parte de un órgano de tan relevante cometido, se está cociendo, a puerta cerrada, en un marco rigurosamente bilateral, en el que sólo tienen cabida el PP y el PSOE. Puede parecer chocante, pero es así. Todos los demás quedamos extramuros. El problema es que un Tribunal Constitucional cuyos miembros son elegidos a través de un método tan cerrado, opaco y excluyente, articulado con el inequívoco propósito de que los dos únicos invitados a la mesa del señor puedan contar con sus correspondientes correas de transmisión en el órgano que dirimirá los grandes conflictos políticos del Estado, es un Tribunal Constitucional cuya legitimidad queda tocada desde la propia raíz. Los socialistas y los populares no pueden pretender que después del espectáculo que han dado durante los dos últimos años, haciendo públicas sus desavenencias y enfrentamientos en torno a la idoneidad de las personas propuestas para integrarse en el Tribunal, los demás, a los que no se nos ha dado vela alguna en este entierro, aplaudamos con ahínco el turbio acuerdo que ellos puedan alcanzar tras los gruesos muros de su impenetrable torre de marfil. No señor.

Claro que luego nos hablarán, con gesto cínico, de la necesidad de respetar las instituciones y de acatar las sentencias. Esas instituciones que ellos han maltratado, zarandeándolas sin contemplaciones y esas sentencias que serán dictadas con apariencia de objetividad e imparcialidad por quienes ellos -y sólo ellos- han elegido para tomar decisiones muy importantes, que nos afectan a todos.

¿Alguna novedad?

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Acabo de escuchar en la radio unas declaraciones de Jesús Loza, recientemente nombrado por Patxi López como Alto Comisionado para la Convivencia y la Memoria, en las que afirma que la reinserción es un derecho constitucional y sostiene que, aun cuando la política penitenciaria es responsabilidad del Gobierno central, «la reinserción debe ser corresponsabilidad de los dos porque empieza en la cárcel y termina fuera de ella». No estoy de acuerdo. Sin entrar ahora a hacer consideraciones sobre la incorrección que supone elevar a la categoría de «derecho constitucional» lo que, según el artículo 25 de la Carta Magna, es un objetivo de la política penitenciaria -objetivo que, por otra parte, ya se ha ocupado en precisar el Tribunal Constitucional que no es el único- me veo en la necesidad de replicar a Loza, oponiendo, a su tesis, el argumento de que la política penitencia no es responsabilidad del Gobierno central. O no lo es, al menos, en su totalidad. Según el Estatuto de Gernika, la ejecución de la legislación penitenciaria corresponde en exclusiva a Euskadi. Una parte de la política penitenciaria, por tanto, es responsabilidad de las instituciones autonómicas vascas.

Más aún, se puede afirmar sin temor a exagerar que si el Alto Comisionado ha podido decir hoy, lo que ha dicho, y como lo ha dicho, es porque quien le nombró -que no es otro que Patxi López- ha incumplido de modo flagrante el compromiso electoral que asumió hace cuatro años, cuando presentó su candidatura a Lehendakari.

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Hubo una época en la que los dirigentes de la izquierda abertzale reivindicaban el derecho de los presos de ETA a cumplir íntegramente  las condenas que les habían sido impuestas por los tribunales españoles. No estaba bien visto acceder a los beneficios penitenciarios. Se consideraba un signo de debilidad; de renuncia; de claudicación. Algo equivalente a mancillar la militancia dejándose seducir por los insidiosos guiños de complicidad del enemigo. Recuerdo el caso de un preso apodado Txomiñena, que llegó a denunciar el hecho de que las autoridades penitenciarias le hubieran concedido el tercer grado sin que él lo hubiese pedido. Eran otros tiempos, evidentemente. Cumplir íntegramente las penas impuestas por el régimen represivo era reputado como timbre de gloria; como la plausible expresión de una militancia firme, que no cedía ante las trampas tendidas por el Estado opresor.

Hoy no es frecuente que los presos de ETA desprecien los beneficios penitenciarios a los que se pueden acoger. Y menos aún que renuncien a los ya obtenidos. Antes al contrario, lo habitual es que se aferren a ellos como un clavo ardiendo. Así lo estamos viendo, entre otros, con todos aquellos que se han visto afectados por la conocida como doctrina Parot, que fue definida, como se sabe, en la sentencia del Tribunal Supremo 197/2006, de 28 de febrero.

Reconozco que cuando tuve conocimiento de la sentencia a través de los medios de comunicación, la música no me sonó bien. Sin ser especialista en Derecho Penal, me pareció que alterar in peius un criterio jurisprudencial tan arraigado como el que venía a modificar el Tribunal Supremo y en un ámbito tan relevante para la duración efectiva de las penas, no casaba bien con la cultura de las garantías y con la regla de la irretroactividad de las normas penales no favorables que había estudiado en la Universidad. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo que comenté el caso con Diego López Garrido, que por aquella época ejercía de portavoz de los socialistas en el Congreso. Su impresión coincidía con la mía. Aquello parecía un atropello sin cuento. Tenía todas las trazas de una arbitrariedad sacada de la manga con el propósito de obstaculizar el buen fin del alto el fuego que ETA iba a decretar en breve. No podía ser constitucional. Su comentario fue expeditivo: «Eso lo echará para atrás el Tribunal Constitucional». Esto último -huelga decirlo- yo no lo tenía tan claro.

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Si alguna decisión de última hora no lo impide, la próxima semana debatiremos en el Congreso de los diputados, la toma en consideración de una Propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía, aprobada y remitida a la cámara por Les Corts de la Comunidad valenciana. Se trata de una reforma puntual que afecta exclusivamente a la Disposición Adicional Primera de su Estatut d´Autonomia. Puntual, sí, pero cualitativamente importante, porque es expresión de aquella controvertida previsión estatutaria que en su día fue bautizada como cláusula Camps, en honor al presidente de los trajes que la concibió y formuló: “cualquier modificación de la legislación del Estado que, con carácter general y en el ámbito nacional, implique una ampliación de las competencias de las comunidades autónomas será de aplicación a la Comunitat Valenciana, considerándose ampliadas en esos mismos términos sus competencias”.

Como ha hecho notar con gracia el profesor Francisco Balaguer, catedrático de Derecho Constitucional, la mejor manera de explicar el sentido de esta cláusula es recurriendo al cine, «a la famosa escena del restaurante de la película Cuando Harry encontró a Sally, reformulada: imaginemos que la persona que pide lo que estaba comiendo Meg Ryan la hubiera criticado previamente, después pidiera lo mismo y al final se fuera sin pagar la cuenta. Esa es la cláusula Camps: criticar primero, después pedir lo mismo y finalmente irse sin pagar».

En plena crisis económica y en el corazón mismo del debate planteado en torno al reparto territorial de los recursos existentes y el déficit comprometido con la UE, la Comunitat Valenciana irrumpe en el escenario con una propuesta encaminada a exigir que «la inversión del Estato en la Comunitat Valenciana», sea equivalente «al peso de la población de la Comunitat Valenciana sobre el conjunto del Estado por un período de siete años». El planteamiento, como se ve, tiene su miga. Pero la miga es más sustanciosa aún si se presta atención a los antecedentes de la norma.

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Hace casi dos años, publiqué en este blog una entrada sobre el juez Garzón (ver «¿Todos somos Garzón?» que vio la luz el 22.04.10), en la que expresaba mis impresiones y opiniones apropósito de su trayectoria y de la campaña de exaltación de la que estaba siendo objeto en aquél momento. El transcurso del tiempo no ha alterado mi opinión. Aunque hoy modularía algunas expresiones, sigo pensando básicamente igual.

Nunca he creído que Garzón fuera un buen juez. Y tengo la impresión de que la opinión que abrigo a este respecto, no constituye, precisamente, algo único y excepcional. Son muchos los que, más allá de la presión de las modas del momento, tienen la misma o semejante percepción. Y no sólo entre el público menudo y lego en cuestiones jurídicas. Basta repasar los tirones de orejas que Garzón ha recibido por parte de la sala segunda de la Audiencia Nacional para darse cuenta de que, en opinión de los propios magistrados que han tenido que evaluar su trabajo, la labor que ha desarrollado como instructor ha sido manifiestamente mejorable.

Su fama trasciende fronteras, es evidente. Garzón es todo un icono en los países iberoamericanos. Pero no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que la ostensible notoriedad pública que le han dado algunas de las causas a las que más tiempo y esfuerzo ha dedicado, se ha nutrido, en buena parte, de actuaciones jurídicamente cuestionables y de interpretaciones de la ley, singulares, sorprendentes y, en ocasiones, hasta caprichosas. Y hay razones para sospechar que si ha optado por ese tipo de actuaciones judiciales e interpretaciones legales -cuestionables y caprichosas- ha sido, precisamente, porque lo que perseguía no era la ecuánime y ponderada aplicación de la ley, sino la relevancia mediática que aquellas le habían de dar. Son las inevitables ataduras del vocacional del estrellato. Es difícil saltar a la primera plana de los medios de comunicación con resoluciones grises y previsibles sobre asuntos rutinarios.

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«Para saber como van las cosas -acostumbraba a decir un viejo amigo ya fallecido- es preciso mirar al lugar en el que están ocurriendo». Y no le faltaba razón. Si te preguntan por tiempo que hace y en lugar de asomarte a la ventana centras la mirada en el pasillo del fondo, difícilmente podrás responder con un mínimo de rigor a la interrogante que te han formulado. En política ocurre lo mismo. Por eso es importante girar la cabeza de vez en cuando y escrutar lo que ocurre a ambos lados y en la retaguardia. Sin olvidar, claro está, lo que sucede arriba y abajo. Sólo así resulta posible obtener la información necesaria para saber lo que realmente está ocurriendo. Porque no solo pasa lo que tenemos enfrente. Junto a lo que acaece delante nuestro, tienen lugar, también, otros acontecimientos que se desarrollan a nuestra derecha, a nuestra izquierda, atrás, arriba y abajo. Y una visión completa de las cosas exige tomar en cuenta todo ello.

Esta sencilla reflexión viene al hilo de cierta información que acabo de recibir a propósito de la selección del juez Fernando Grande-Marlaska para pesidir la sala de lo penal de la Audiencia Nacional. La sala segunda. Una vez agotado el segundo mandato de Javier Gómez Bermúdez al frente de este órgano judicial, se acordó, hace unas semanas, iniciar el procedimiento legalmente previsto para la cobertura de la vacante. Han sido siete los aspirantes registrados para participar en el concurso. Y el miércoles de la semana pasada se reunió la Comisión de Calificación del Consejo General del Poder Judicial con el propósito de seleccionar la terna sobre la que el Pleno del organismo ha de llevar a cabo el nombramiento. Como el acto fue público, hubo una nutrida presencia de medios. No era para menos. La cosa tenía su expectación. Entre los candidatos había alguno de esos prestan más atención a su personal proyección mediática que a las garantías del proceso penal.

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Yo sí me he leído la sentencia de la Sala Especial del artículo 61 del Tribunal Supremo que anula la proclamación de las candidaturas de Bildu. Y reconozco que me ha dejado estupefacto. Más que una resolución fundada y razonable, dictada por un órgano imparcial e independiente, me ha parecido un alegato de parte, obsesivamente empeñado en validar la tan conocida como simplista tesis que todo lo remite a ETA; una tesis que aflora desde los primeros fundamentos jurídicos, como si fuera el marco incuestionable en el que han de valorarse los elementos probatorios aportados por la parte demandante –casi exclusivamente constituidos por informes policiales y noticias publicadas en los medios de comunicación- y en cuyo contexto ha de tomarse en consideración la jurisprudencia sentada tanto por la propia Sala, como por el Tribunal Constitucional. De hecho, es tan servil su apego a la doctrina del “Todo es ETA”, que echa por tierra el notable esfuerzo de contención garantista que el Tribunal Constitucional ha desarrollado durante los últimos siete años para poner coto a los impulsos vulneradores de derechos que emanan de la Ley de Partidos y que han venido exhibiendo la gran mayoría de los que la han aplicado.

La Sentencia constata que la composición subjetiva de las candidaturas proclamadas en nombre de Bildu apenas encierran coincidencias apreciables con el colectivo humano que conforma lo que el Tribunal Supremo define como «entramado ETA/Batasuna». La Sala del artículo 61 reconoce que «las vinculaciones que proporcionan [las candidaturas impugnadas con el citado entramado] o bien son tan remotas que resultan prácticamente irrelevantes, o son inseguras en cuanto a su autenticidad […] por lo que carecen de solidez para tenerlas por indubitadas, o bien hacen referencia a situaciones personales o actividades que sencillamente no merecen ningún juicio de desvalor desde la perspectiva que nos ocupa». Las listas son, pues, «limpias». Intachables. No están «contaminadas», por decirlo con la terminología al uso. Es cierto -observa el Supremo- que en algún caso «el elemento subjetivo anotado sí parece transcendente». Pero se trata de casos que «carecen, incluso contemplados en su globalidad, de importancia suficiente como para construir sobre la base de ellos mismos la estimación del presente recurso».

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Desde que el pasado miércoles se hiciera público el fallo -ya que no la fundamentación jurídica- de la sentencia de la Sala del 61 del Tribunal Supremo que rechaza la inscripción de Sortu en el Registro de Partidos Políticos, el universo mediático se visto poblado por decenas de tertulianos y opinadores que dudan -o dicen dudar- sobre la existencia de tiempo material suficiente como para que el Tribunal Constitucional pueda pronunciarse sobre el asunto antes de que concluya el plazo legalmente establecido para la presentación de candidaturas de cara a las próximas elecciones municipales y forales. A juicio de muchos de ellos, la presencia de Sortu en esos comicios puede darse prácticamente por descartada porque, desde hoy hasta el día 18 de abril, que es la fecha para la que han de estar registradas las listas de candidatos, no habría margen temporal bastante como para que pudiera tramitarse ante el Tribunal Constitucional el recurso de Amparo que eventualmente pudiera presentar el nuevo partido político ante la sentencia que deniega su inscripción.

Es cierto que el margen de tiempo del que se dispone es muy estrecho. Y es cierto, también, que si se agotan todos los plazos previstos en la ley para la tramitación de este tipo de recursos, sería imposible llegar a tiempo. Pero aun admitiendo que eso es así, me gustaría incorporar al debate una experiencia personal que pone de manifiesto que, si se quiere, se puede.

Ocurrió con motivo del debate sobre la toma en consideración de la Propuesta de Nuevo Estatuto que el Parlamento vasco aprobó por mayoría absoluta el 30 de diciembre de 2004. La cámara de Vitoria acordó que su defensa, ante el Congreso de los diputados, correría a cargo del propio Lehendakari Juan José Ibarretxe. Y así fue, como todo el mundo recordará. Pero entre el 30 de diciembre de 2004 y el 1 de febrero de 2005, que es la fecha en la que el Congreso de los Diputados rechazó la toma en consideración de la Propuesta del Parlamento vasco, se produjo una situación muy semejante a la que ahora se da con Sortu. Semejante en las circunstancias y semejante, también, en la estrechez del marco temporal disponible. Empero, como a continuación explicaré, nada impidió que en aquella ocasión el Tribunal Constitucional se pronunciase en tiempo y forma sobre el fondo del asunto.

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