Todo aquel que ha tenido ocasión de vistar el Congreso de los diputados durante los últimos meses, habrá podido comprobar que su entorno inmediato -y de manera muy especial la Carrera de San Jerónimo, que es su flanco más conocido y emblemático-, está siendo sometido a una profunda remodelación, mediante un conjunto de interminables trabajos que han exigido, entre otras cosas, levantar el piso, ampliar los garajes subterráneos y reinstalar la abigarrada red de infraestructuras que se despliegan en el subsuelo.
Cuando las obras concluyan, todos saldremos ganando, no lo dudo; estéticamente y, sobre todo, funcionalmente. Pero he de decir también que durante el -ya dilatado- tiempo que llevan ejecutándose, los trabajos han sido y todavía siguen siendo una inagotable fuente de incomodidades, tanto para los usuarios habituales del edificio, como para los numerosos visitantes y turistas que se pasean por las inmediaciones. El acceso al palacio era un laberinto cambiante, que circulaba sobre un barrizal tan difícil de salvar, que nos dejaba a los diputados -y diputadas, claro- el aspecto de haber llegado a Madrid cruzando el Pagasarri. El impacto visual de las obras ha sido también notable. Los leones del Congreso están cubiertos con varias placas de madera y la Carrera está literalmente ocupada por las grúas, los camiones, las vallas de protección, los carteles que recogen la ficha de la obra y los avisos de peligro. Parece una escombrera. Todo está patas arriba y proyecta una imagen de caos y desconcierto.