En alguna ocasión he escrito sobre las diferentes estrategias con las que el vasquismo y el catalanismo políticos han desarrollado su actividad política en Madrid. Como la guerra de sucesión arrumbó con el régimen foral de Catalunya, durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX, la política catalanista ha sido una política de carácter eminentemente proyectivo, empeñada en reformar la estructura institucional y territorial de España con el fin de que los catalanes pudieran sentirse más cómodos en su seno. Los vascos, por el contrario, disfrutamos de los fueros hasta 1876. Y aun después, hemos venido gozando de un régimen fiscal de raíz foral -el Concierto Económico- que sólo ha conocido el paréntesis excepcional que Franco abrió en 1937 con las dos provincias traidoras. La política vasquista ha sido, por ello, más bien defensiva; rigurosamente fuerista. Dicho sintéticamente: mientras los catalanes se afanaban en proponer reformas de carácter general con el propósito de reorientar la estructura del Estado hacia un modelo reformado en el que ellos pudieran tener un encaje más satisfactorio, los vascos nos dedicábamos a defender con uñas y dientes el tasado autogobierno que aún nos quedaba (ver, entre otros, «Catalanes y vascos en las Cortes españolas«, publicado en este blog el 21.09.09) Todo ello, claro está, sin perjuicio de que durante todo este dilatado período de tiempo, haya habido catalanes y vascos que, pese a su origen, hayan consagrado su vida pública a hacer política estrictamente españolista.

Estas diferentes trayectorias del catalanismo y del vasquismo políticos, han influido de modo no desdeñable en las estrategias políticas posteriormente implementadas por los correspondientes nacionalismos. Las inercias tienen su peso. El nacionalismo catalán ha seguido conservando mucho del carácter proyectivo que inspiró el catalanismo de los siglos precedentes. Y hasta tiempos muy recientes, sus planteamientos políticos estaban preñados de propuestas concebidas para reformar el Estado español con el fin de propiciar su mejor acomodo. Al nacionalismo vasco, por el contrario, siempre se le ha reprochado el hecho de carecer de un proyecto «para» España y de disponer, en todo caso, de un planteamiento «contra» España. El nacionalismo catalán nunca ha dudado de la conveniencia de participar en las elecciones generales y de integrarse -cuando la apertura democrática lo hacía posible, evidentemente- en las instituciones centrales del Estado. Todavía hay quien se sorprende cuando se entera de que el líder independentista catalán, Lluys Companys, posteriormente fusilado por las huestes de Franco, fue nada menos que ministro de Marina en la segunda mitad de 1933.
Entre los nacionalistas vascos, por contra, siempre ha habido reticencias en todo lo que tiene que ver con la participación en la política española. De hecho, no concurrimos a las Cortes hasta 1918. Y años después, tal como hice notar en otro post hace unas semanas (vide «Sopas sin sorber no puede ser», publicado el 05.01.12), todavía seguía el criterio de no implicarse en la política española más que en la medida en que ello fuera estrictamente indispensable para la defensa de los intereses vascos, en general y, más concretamente, para avanzar en el autogobierno. En aquella época, la participación en el Gobierno español era, sencillamente, inimaginable para el nacionalismo vasco. El caso de Irujo fue una excepción sólo explicable por la situación de guerra.
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