El miércoles por la noche, apenas dediqué unos minutos a ver -en televisión, por supuesto- la final de la copa que enfrentó al Real Madrid con el FC Barcelona. Dicen que la emisión rompió marcas de audiencia televisiva. Es posible. El partido prometía. Pero yo, insisto, sólo pude ver los últimos veinte minutos del segundo tiempo. Del resultado final fui informado por terceras personas después de concluida la prórroga. Sin embargo, en el breve tiempo del que dispuse para seguir el partido en directo, tuve ocasión de apreciar una interesante circunstancia simbólico-iconográfica: la hinchada madridista, al contrario que la catalanista, blandía numerosas -y, en algunos casos, enormes- banderas españolas. Y en la prensa de hoy he observado, no sin sorpresa, que el capitán del equipo vencedor, Iker Casillas, subió al palco a recoger la copa ornamentado con una bandera rojigualda, que llevaba estrechamente anudada a la cintura como si fuera una falda escocesa.
Si la bandera con la que Casillas cubrió sus muslos hubiese sido merengue, su imagen no hubiese ocasionado motivo alguno de extrañeza. Se supone que cada uno exhibe con orgullo los colores de su equipo. Tampoco hubiese resultado chocante verle exhibiendo la bandera de la Comunidad de Madrid, con sus siete estrellas blancas, o el emblema de la capital del Reino, con el escudo del oso y el madroño. Al fin y al cabo el equipo lleva el nombre de Madrid, aunque sean francamente pocos los madrileños que juegan en sus filas. También los seguidores del Barça blandieron senyeras, en una actitud que me parece lógica y comprensible, porque su equipo es catalán y el contrario no. Pero los tifosi del Madrid no enarbolaban banderas madrileñas, sino rojigualdas; un símbolo teóricamente compartido por los dos equpos.