Las consideraciones críticas sobre la calidad de la democracia española pertenecían, hasta hace muy poco tiempo, al dominio casi exclusivo del nacionalismo vasco. Rara vez se escuchaban tachas o descalificaciones del modelo constitucional español o de su plasmación práctica, procedentes de otros colectivos o entornos políticos. Existían -no lo niego- pero eran pocas y poco audibles. Lo habitual era más bien lo contrario: que frente a los reproches que emanaban del nacionalismo vasco -cada vez que denunciaba la baja calidad de la democracia española poniendo al descubierto la legislación restrictiva de derechos, las ilegalizaciones de partidos políticos, los cierres de periódicos, la inexistencia de un modelo de auténtica división de poderes o las magras garantías que amparan a los detenidos en el marco de la legislación antiterrorista- se cerrasen filas en torno a la consigna de que la transición fue modélica y de que el rendimiento actual de la democracia española se sitúa en niveles homologables a los que cualquier otro país de la órbita occidental.
Pero en cuestión de semanas, lo que hasta ayer era un fenómeno casi exclusivo del nacionalismo vasco, se ha convertido en un lugar común compartido, al parecer, por amplísimas capas de población. Todo el mundo parece admitir ahora que la democracia española tiene fallas, defectos y lagunas. Que es mejorable, vamos. Algunos -que han contado, por cierto, con un extraordinario respaldo mediático- hasta han llegado a sostener que la democracia española no es una democracia real. Ahí es nada. Más aún, los mismos que hasta ayer rechazaban con aspavientos muy aparentes los ecos procedentes de Euskadi que hablaban, en tono crítico, de la baja calidad de la democracia española, parecen dispuestos ahora a promover un intenso plan de reformas para retocarlo casi todo: la participación ciudadana, el sistema electoral, los derechos fundamentales, la división de poderes, etcétera. Resulta sumamente curioso observar la facilidad y rapidez con la que determinados debates que hasta ayer estaban proscritos y hasta anatematizados, se han situado hoy en el corazón mismo de la atención pública. Ayer no eran más que una coartada al servicio de los antisistema y los terroristas. Hoy, son la expresión más pulcra de la corrección política, que debe “escuchar” lo que pide el pueblo.