La primera revolución egipcia de la era contemporánea fue la que el grupo de los “Oficiales libres” protagonizó en los albores de los años cincuenta -del siglo XX, obviamente- para derrocar al rey Faruk, poniendo fin a miles de años de monarquía en el valle del Nilo. Según explicó tiempo después uno de sus principales promotores, aquella operación les costó menos que la destitución de Mubarak. Gamal Abdel Nasser confesó en una entrevista que el golpe de Estado del 23 de julio lo habían preparado “en dos días”. La insurrección que culminó ayer con el cese de Mubarak ha costado, cuanto menos, dos semanas.
Cuenta Luis Carandell en un libro de memorias titulado Mis Picas en Flandes, que la revuelta de los “Oficiales libres” encontró tan fuertes resistencias entre la aristocracia vinculada al régimen feudal de Faruk y entre algunos partidos políticos -no hay que perder de vista el hecho de que, aun cuando contribuyó a acabar con un régimen autoritario y despótico, se trataba, en última instancia, de una iniciativa impulsada desde el Ejército- que se demoraron todo un año en la proclamación de la República. Esta prolongada indecisión del Consejo Revolucionario, íntegramente compuesto por militares, sirvió de inspiración a un periodista francés que por aquel entonces estaba como corresponsal de Le Monde en la capital de Egipto, Jean Lacouture, para escribir un libro titulado Revolución, ¿para qué? “Daba, en efecto, la sensación –observa Carandell- de que no sabían qué hacer con lo que habían conseguido”. Y de aquellos polvos han venido los lodos actuales.
Si el horizonte hacia el que se quiere avanzar no está claro o es objeto de disputa entre los que se encuentran al volante, a veces se acaba llegando a donde nadie quiere o a nadie conviene.