En marzo de 2010, un oscuro convoluto enviado sigilosamente desde La Moncloa al Congreso de los diputados, instaba al Grupo Parlamentario socialista a hacer todo lo -parlamentariamente- posible para asegurar la incorporación del contenido material de las dos enmiendas que venían cuidadosamente plegadas en su interior, al texto de un proyecto de Ley que en aquel momento se estaba tramitando en la cámara baja. Fue una maniobra turbia y opaca. El proyecto en cuestión tenía por objeto transponer el contenido de varias directivas comunitarias relacionadas con la legislación societaria y mercantil. Y las enmiendas misteriosamente enviadas desde La Moncloa, pretendían aprovechar la circunstancia para modificar un aspecto de la legislación de sociedades que estaba en vigor desde los años cincuenta. Me hice eco de todo ello en un post que publiqué por aquel entonces, bajo el título «Defender al pequeño accionista, defendiendo los intereses vascos«.
Muy resumidamente, la regla histórica que las enmiendas pretendían alterar, establecía que las sociedades que así lo quisieran, podían limitar, estatutariamente, el número máximo de votos que un sólo accionista o las sociedades integrantes de un mismo grupo pueden utilizar en su Junta General. Se trataba, con ello, de evitar que grupos minoritarios pero bien organizados, pudieran llegar a controlar una compañía e incluso a modificar algunos de sus aspectos básicos, en detrimento de los pequeños accionistas, cuya amplitud y dispersión se expresa, por regla general, a través de una radical atomización del voto. Obviamente, la limitación no era absoluta. No impedía la materialización de OPAs que afectasen a una amplia mayoría de acciones.