Si el Lehendakari Aguirre levantara la cabeza y viese lo que está ocurriendo en Europa, comprobaría, con satisfacción, que se van cumpliendo buena parte de sus vaticinios que en su día formuló a propósito de la evolución que había de experimentar la estructuración política del continente. Y encontraría motivos para expresar, una vez más, y con el entusiasmo que en él era habitual, el encendido europeísmo que inspiró el grueso su trayectoria política.
Aguirre anticipó que el proceso de unificación europea, imprescindible en un mundo crecientemente globalizado e entrelazado, iba a forzar la transformación del vetusto modelo de Westfalia -formado por una pléyade de Estados independientes, soberanos y formalmente iguales entre sí- en un modelo radicalmente distinto, en el que la soberanía de los Estados iba a verse minimizada, como consecuencia de la presión ejercida sobre ellos por la globalización económica y los procesos de integración. La inevitable cesión de soberanía a Europa, en el marco de una unión política que por aquel entonces empezaba ya a adquirir una entidad no desdeñable, constituyó la base argumental desde la que Aguirre formuló sus augurios y expresó su fervoroso europeísmo.