Ayer tuve ocasión de disfrutar, por primera vez, de las fiestas de Bilbao de este año. La intensa agenda parlamentaria que la crisis y la proximidad de las elecciones nos ha impuesto a los diputados durante este mes de agosto, me habían impedido, hasta la fecha, aproximarme al recinto festivo de la Aste Nagusia. Era el día grande las fiestas. Lo que en nuestros tiempos mozos se conocía como el viernes gordo. La climatología era excelente, la concurrencia notable y el ambiente envidiable. No se respiraban aires de recesión. Las calles estaban a rebosar de gente apuntándose a las más diferentes atracciones del programa festivo. Un hostelero me confesó que, pese a la crisis, la recaudación de este año estaba siendo colosal. ¿Qué más se puede pedir para unas fiestas?
Sin embargo, no siempre han discurrido las cosas de esta manera. Durante varios lustros, el viernes gordo de Bilbao solía ser escenario de ruidosas batallas campales. Ese día, el Ayuntamiento tenía por norma colgar las tres banderas oficiales en la fachada de la casa consistorial, cosa que no ocurría en el resto del año. Aquello era tenido como una afrenta por determinados grupos y grupitos de conocida filiación política y, con ese motivo, se organizaban manifestaciones, revueltas y algaradas que concluían indefectiblemente frente a la sede del consistorio, con enfrentamientos y actos de violencia que se producían, en muchos casos, al grito de «PNV español». Solían ser episodios enconados y muy agresivo. Recuerdo que, en una ocasión, los manifestantes consigueron romper el cerco policial e irrumpieron en las dependencias municipales, donde provocaron múltiples estropicios: se rompieron ordenadores, se destrozó material de oficina y se arrojaron por las ventanas muebles, estanterías, expedientes y otros efectos similares. La consigna era -recuérdese- construir Euskal Herria, destruyendo todo lo que se encontrase sobre ella.