El pasado 13 de agosto se cumplió el quincuagésimo aniversario del inicio de la construcción del muro de Belín. Y hace muy pocos días se completaban 20 años desde que fracasó el golpe de estado que los sectores más reaccionarios de la URSS promovieron contra el proceso de reformas y de apertura política integrado en la perestroika de Gorbachov. Pese a la aureola vacacional que le rodea, el mes de agosto está preñado de hitos históricos de extraordinaria fuerza alegórica. En un mes de agosto comenzó a erigirse lo que el transcurso del tiempo convirtió en el emblema plástico de la política de bloques y de la Guerra Fría. Y en otro mes de agosto, treinta años después, se produjo el acontecimiento político que representa, simbólicamente, el principio de la desintegración soviética.
El golpe de estado contra Gorbachov convulsionó la cancillerías de Europa y del mundo. Parecían apagarse de repente todas las tenues luces que durante los meses previos se habían ido encendiendo en las tinieblas soviéticas. Y en sintonía con las cancillerías, los medios de comunicación transmitieron a los ciudadanos inquietantes señales de alarma y preocupación. Las ilusiones depositadas en el esfuerzo aperturista que venía desarrollando el presidente de la URSS, empezaban a desvanecerse. Sin embargo, no tardaron en manifestarse los primeros destellos de esperanza. La imagen de Boris Yeltsin encaramado a lo alto de un carro de combate y hablando a la multitud a través de un megáfono dio la vuelta al mundo. Muchos le vieron como el bauarte simbólico de la resistencia al golpe. Alguno le reprochó, tiempo después, el hecho no haber sabido bajarse del machito con la misma dignidad con la que se subió a él en los momentos más delicados del conflicto, pero ese es un grano que no corresponde moler ahora. Lo cierto es que, en los días siguientes, todos fuimos viendo con alivio y satisfacción, que la iniciativa golpista fracasaba y que el pueblo llano iba apoderándose poco a poco de la calle, para expresar su deseo de no dar marcha atrás y de seguir avanzando por la vía reformas iniciada por Gorbachov.
Tampoco en aquel verano gozaron los diputados de especiales circunstancias para el descanso. El 29 de agosto de 1991, con el golpe aún reciente, tuvo lugar una comparecencia del ministro de Asuntos Exteriores -Francisco Fernández Ordóñez- ante la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. Fue una comparecencia extensa e intensa. A la altura de lo que exigía el momento histórico. La lectura del diario de sesiones en el que se recogen las intervenciones que tuvieron lugar en aquella sesión, resulta sumamente interesante, al día de hoy, no sólo porque nos retrotrae a aquél momento histórico y nos permite revivir las sensaciones que entonces tuvimos, sino además, porque nos permite conocer las posiciones que unos y otros mantuvieron en relación con el estallido de la URSS y la eclosión nacionalista a que dio lugar dentro de los confines de su vasto territorio. Su repaso arroja resultados curiosos. Todos parecían, en principio, dispuestos a respaldar la democratización interna de aquel anquilosado mastodonte político que era la URSS. Sin embargo, no todos compartían en la misma medida la conveniencia de impulsar, apoyar o bendecir los procesos de fragmentación territorial que había empezado a tener lugar en su seno. El imperio soviético se desmembraba a todas luces, y de su territorio acabarían surgiendo nada menos que quince Estados diferentes: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajstán, Kirguizistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucracia y Uzbekistán. Pero entre las fuerzas políticas que operaban en el Congreso, no todas eran partidarias, al menos en los momentos iniciales, de favorecer la emancipación nacional de todos estos territorios.
Pero el debate no era nuevo. Venía de atrás. Más de un año antes, tres grupos parlamentarios de la cámara baja -el PNV, CiU y el Grupo Mixto- habían presentado sendas iniciativas encaminadas a exigir al Gobierno al reconocimiento de Lituania, cuyo Parlamento había declarado la independencia el 11 de marzo de 1990. Para cuando se debatieron las proposiciones, el 9 de abril, las otras dos repúblicas bálticas -Estonia y Letonia- habían seguido el mismo camino que Lituania y se encuentraban ya en una situación análoga. Como cabe suponer, ninguna de las tres obtuvo la aprobación de la cámara. El PSOE se negó a apoyarlas, argüyendo que ello podría desestabilizar el camino iniciado por la perestroika. Pragmatismo rampante. Lo previsible, si se tiene en cuenta que en aquel momento era el partido del Gobierno. Sorpresivamente, el PP se mostraba partidario de «reconocer el derecho de autodeterminación de Lituania y de las demás repúblicas bálticas, sin paliativos». Y hasta citaba, para fundar su posición, los artículos de la Constitución de la Unión Soviética en los que se reconocía el derecho de cada República a «escindirse libremente de la URSS». Eso sí, apostillaba de inmediato que el reconocimiento de ese derecho no debía ser interpretado «como contrario a la estabilidad política de la URSS». Pero lo dicho, dicho quedaba. El PP apoyaba el derecho de autodeterminación de tres de las repúblicas integradas en un Estado miembro de la ONU. Por su parte, IU mostraba su adhesión, al menos en el terreno de los principios, al derecho de autodeterminación de los pueblos, pero precisaba a renglón seguido que «apostar hoy, unilateralmente, por una u otra de las partes en litigio es, en nuestra opinión, actuar desde una irresponsabilidad y una gravedad asombrosa y preocupante». Como se ve, todos modulaban sus posiciones en función de lo que la URSS representaba para ellos: el infierno o la gloria. Si se trataba de debilitar la URSS, hasta el PP se volcaba en la defensa del derecho de la autodeterminación. Y precisamente porque se trataba de la URSS, la meca del socialismo internacional, IU matizaba su posición de principio favorable a este derecho, apelando a la responsabilidad.
Este antecedente sobrevoló, como parece lógico, sobre la comparecencia del ministro. PNV y CiU reprocharon al ministro la extrema lentitud con la que había procedido el Estado español en el reconocimiento de las tres repúblicas bálticas y le advertían de que, tras ellas, vendrían muchas más. De hecho, tan sólo cinco días antes, el 24 de agosto, al ver que el golpe fracasaba, Ucrania había declarado unilateralmente su independencia. IU, siempre teóricamente partidaria del derecho de autodeterminación de los pueblos, hacía votos por la continuidad de «una Unión de repúblicas, libres, soberanas o soviéticas, como decían sus ciudadanos al nombrarse, pero, en definitiva, una Unión». Y aprovechaba la ocasión para rechazar el desmantelamiento iniciado en los balcanes, criticando los «hechos consumados, hechos producidos por la fuerza en el caso de Yugoslavia». Finalmente, el portavoz del PP, Javier Rupérez, furibundo nacionalista español, se mostraba dispuesto a aceptar la excepción báltica, pero ninguna más. En su caso, se anteponía el planteamiento nacionalista -español, obviamente- de respetar las fronteras tal y como están -no fuera que el cuestionamiento de alguna frontera en el continente contribuyera a poner en peligro las de España- a la posición conservadora de propiciar, desde la derecha, el desmantelamiento de la URSS. Las repúblicas bálticas podían optar por la independencia, pero solo ellas. «Para nosotros -sostenía- es importante que la evolución de las relaciones políticas, económicas, de seguridad o militares en la URSS debería ser compatible, en la medida de lo posible, y con la excepción mencionada de los Países Bálticos, con el mantenimiento de las fronteras actuales de la Unión Soviética». El plantemiento del PSOE no fue muy diferente. Tampoco le gustaba la idea de que la ola reivindicativa nacional trascendiera a Estonia, Letonia y Lituania.
Si por ellos hubiese sido, hoy no existirían, como Estados independientes, ni Armenia, ni Azerbaiyán, ni Bielorrusia, ni Georgia, ni Kazajstán, ni Kirguizistán, ni Moldavia, ni Tayikistán, ni Turkmenistán, ni Ucrania, ni Uzbekistán. Si estos países son independientes, es porque lograron emanciparse del imperio soviético a pesar de lo que esperaban de ellos o de lo que estaban dispuestos a apoyarles las fuezas políticas mayoritarias del Estado español. Claro que, aunque entonces no consideraran recomendable la constitución de estos Estados, hoy no oponen reparo alguno al hecho de que el España mantenga relaciones diplomáticas con todos ellos. Es la fuerza que los hechos tienen en el mundo diplomático.
Y sin embargo la URSS y España son paises muy diferentes.
En la URSS su Constitución reconocía el derecho de cada República a “escindirse libremente de la URSS”.
En España su Constitución define a España como «Patria común e indivisible de todos los españoles».
Solo un cambio de la Carta Magna auspiciado por los ·3/5 del arco parlamentario podría acercar a igualar posiciones tras un referéndum en todo el territorio.
Quizas haya similutudes entre el colapso sovietico a causa de la crisis del comunismo y el futro, esperemos cercano, colapso del estado espanol por la crisis de Deuda.
Ademas el colapso del estado espanol no es tan peligroso. No hay armas nucleares
Takolo3,
querer el colapso de España por la crisis de la deuda es desear el mismo colapso para Euskadi.
Haces bueno el dicho de la mili: «que se joda el sargento que hoy no como rancho»
La Constitución de la URSS fue una cárcel de naciones. La Constitución española de 1978 es una mazmorra de naciones, que aspira a ser un cementerio de naciones. De todas las naciones menos de la española, claro está, que recibe la consideración de algo cuasireligioso, que trasciende la capacidad de influencia del ser humano. Por eso somos miles los vascos que despreciamos una Constitución esencialista y prepolítica, que «se fundamenta en la unidad indisoluble de la Nación española». Algo insólito en la historia de la democracia, porque supone algo así como que los derechos fundamentales y los principios democráticos sólo se reconocen si se acepta y asume esa unidad indisoluble, que es su base y fundamento. Sin unidad indisoluble, no hay ni derechos, ni libertades, ni elecciones, ni participación ciudadana, ni nada de nada.
La izquierda abertzale haria lo mismo que IU en los debates que cita Erkoreka: mantener el principio teorico de la autodeterminacion, pero olvidarse de su aplicacion en la practica en nombre de la unidad de las izquierdas del mundo.
Borderías,
por curiosidad…¿cuantas naciones conoces tu que su constitución la unidad de la nación?.
Ninguna ¿verdad? pues eso…
Ya me gustaría a mí saber dónde han ido a parar las vidas y sus condiciones de quienes aparecen en esa foto con carteles.
Estarán viviendo a las afueras de Viena? En Cannes? En Cerdena? Quiénes de ellos tendrán una vida digna? Eso sí, digna o no, con libertad, libre de la bota comunista, claro.