No a todo el mundo le es dada la posibilidad de tragarse un viaje de 7.000 kilómetros en dos días. Ni a todo el mundo, dicho sea de paso, le resulta atractiva la idea de intentarlo. Los diputados de la delegación parlamentaria que esta semana ha visitado el Líbano, hemos experimentado en nuestros propios huesos las penosas consecuencias que resultan de embarcarse en una aventura semejante. Pero la experiencia ha merecido la pena. Aunque sea en el marco de una visita fugaz, el contacto con el Líbano siempre resulta apasionante.
El régimen político del Líbano constituye un delicado andamiaje de equilibrios y balances, que fue instituido por los franceses en el momento en el que el país accedió a la independencia (1943), con el propósito de proteger a las minorías cristianas del país frente a la imparable hegemonía musulmana. La población del Líbano constituye un variado mosaico desde el punto de vista religioso. El régimen no es confesional, pero reconoce y de alguna manera protege hasta 18 confesiones diferentes. De entre ellas, destacan las de adscripción musulmana, que agrupan el 68% de la población -las dos terceras partes chiítas y el resto sunnita-, las cristianas -integrada, principalmente, por cristianos-maronitas, que constituyen el 25% del conjunto del país- y la minoría drusa, que escasamente alcanza el 7%.