El poder político siempre ha buscado su legitimación. Quien ejerce autoridad pública sobre otros, aspira a que éstos acepten de buen grado su dominio, sin ponerlo cuestión ni dudar de su justificación.
En el remoto pasado, la vía de legitimación más difundida era la teológica. El poder, como la vida misma, procedía del más allá. La tradición y la sangre han sido, también, fuente de legitimación de muchos sistemas de poder. Aunque un poco devaluadas ya, como mecanismos de mando real, las monarquías contemporáneas pretenden seguir descansando sobre este pilar. El carisma es otro cauce de legitimación muy extendido, que todavía goza de notable arraigo en los países que mitifican la figura de su líder. Pero la legitimación política por excelencia en las sociedades modernas, es la democrática, según la cual, el poder corresponde al pueblo, que delega en los gobernantes a través de las elecciones.