Los sesenta quilómetros escasos que separan a Tel-Aviv de Jerusalem, constituyen una sima que disocia dos mundos radicalmente diferentes. Todo lo que aquella tiene de cosmopolita, abierta y hedonista se convirte, en la capital de Israel, en rigorgorismo, ortodoxia y espiritualidad reconcentrada. El paisaje humano no puede ser más diferente. En las calles de Jerusalem, ni se exhiben sensuales trajes de baño, ni predomina el ligero atuendo playero. Todo lo contrario. Sus calles y avenidas -y hasta las paradas de autobús- se encuentran pobladas de judíos ultra-ortodoxos, ataviados a la usanza tradicional. Los hombres portan trajes negros, camisa blanca y largas barbas. Y cubren su cabeza con sombreros de ala ancha, también negros. Aunque su indumentaria no resulta tan llamativa para el visitante, también las mujeres ajustan su atuendo a las pautas tradicionales. Faldas largas, de colores tristes y poco lujo.

Imagen típica de una calle de Jerusalem. Un judío ortodoxo se pasea por una acera en la que juegan varias niñas con su singular atuendo