No siento simpatía alguna por el -hasta ayer mismo- presidente hondureño Manuel Zelaya. Elegido hace cuatro años por el Partido Liberal, recibió, súbitamente, una llamarada de luz similar a la que deslumbró a San Pablo en su camino hacia Damasco, y se pasó, con armas y bagajes, al frente populista que, bajo la égida prestigiosa de Fidel Castro y la dirección financiera de Hugo Chávez, pugna por promover una revolución de marca bolivariana, que conduzca a América Latina a la tierra prometida del Socialismo del siglo XXI.

Siguiendo los pasos de su mentor venezolano, Zelaya quiso reformar la Constitución vigente en Honduras para hacer posible su reelección en la presidencia. Y a tal fin, organizó un referéndum consultivo que había de celebrarse ayer. Es lógico. El impulso bolivariano no se conforma con abordar reformas sociales más o menos profundas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Aspira a transformar desde sus cimientos el sistema político, con el fin de orientarlo hacia un horizonte de corte socialista, aunque sean muchos los militantes de izquierda que no acaban de ver en la estrategia de Chávez y Morales un auténtico impulso progresista.