Esta semana hemos sabido que el diputado de Amaiur, Iñaki Antigüedad, abandona definitivamente el Congreso de los diputados para dedicarse a la Universidad. La Comisión del Estatuto del Diputado había dictaminado días antes que no podía compatibilizar la condición de miembro electo de la cámara baja con el ejercicio de la función pública docente en la Universidad del País Vasco. Estaba, por tanto, obligado a optar, según establece el artículo 19-3º del Reglamento del Congreso, entre «entre el escaño y el cargo incompatible». Y ha optado por el cargo incompatible, aunque dejando claro que no por ello dejará la política activa.
Es una pena. Antigüedad es inteligente, rápido y ocurrente. Reúne, sin duda, cualidades personales como para ser un buen parlamentario. Así lo atestiguan, por otra parte, quienes le han visto desempeñar funciones representativas en las Juntas Generales de Bizkaia y en el Parlamento vasco. Pero nada puede reprochársele por haber preferido seguir dedicándose a la academia. Se trata de una decisión legítima, que es preciso respetar. La vocación profesional, como la política, es algo que pertenece a la esfera más personal e íntima del ser humano. Si ha optado por quedarse en la Universidad, tiene pleno derecho a hacerlo.
Sin embargo, no puedo compartir el halo victimista con el que la izquierda abertzale ha rodeado la decisión. Al comunicar a la opinión pública las razones de su despedida, Antigüedad y sus compañeros de coalición han dejado entrever que su renuncia al escaño ha sido provocada por una lectura restrictiva del Reglamento de la cámara, concebida por el PP con el específico y malévolo designio de castigar a Amaiur. Pero creo, sinceramente, que no hay base objetiva para hacer una denuncia así.