En su conocida obra Ética y Política, el profesor López Aranguren sostenía que «la moral no puede ser plenamente realizada al nivel colectivo más que por el Estado. La virtud sola -añadía- por muy social que sea, no basta ya para la producción de un orden colectivo justo. Este orden justo es impedido, o es hecho posible, por la fuerza de un sistema económico, por factores de orden técnico, por la primacía de determinados grupos sociales de presión o por decisiones de carácter administrativo político». Desde que asomaron, allá por el año 2008, los primeros síntomas de la crisis económica que tan punzantemente nos aflige en este principio de siglo, la reflexión de Aranguren que acabo de citar ofrece un excelente utillaje argumental para afrontar el debate político desde un planteamiento crítico. ¿Están los poderes públicos actuando con arreglo a esa eticidad positiva -y no meramente restrictica o negativa- que cabe exigirles? ¿Hasta qué punto las decisiones políticas de los últimos tiempos están contribuyendo al mantenimiento de un orden social justo y equitativo?
Con este espinoso debate como telón de fondo, el viernes pasado, el Gobierno central adoptó una decisión que nos situa en el centro mismo del dilema que el conocido sociólogo Max Weber planteó entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La primera apela estrictamente a los principios que deben guiar la acción del político. La segunda toma en consideración las consecuencias de las decisiones políticas y descansa sobre una ponderación razonable entre los medios y los fines, a fin de evitar que una resolución adoptada atendiendo exclusivamente a los dictados de la ética de las convicciones, comporte consecuencias desastrosas de cara a la consecución de los objetivos últimos hacia los que nos deberían conducir esas mismas convicciones.
Cuando hablo de una medida gubernamental que nos remite al corazón de este dilema ético, me estoy refiriendo, obviamente, a la amnistía fiscal que el Gobierno ha colado de matute en la Disposición Adicional Primera del Real Decreto-Ley 12/2012, de 30 de marzo, por el que se introducen diversas medidas tributarias y administrativas dirigidas a la reducción del déficit público. La medida es sencillamente insostenible desde el punto de vista de la ética de las convicciones. Nadie puede predicar in abstracto la moralidad de una decisión como la de perdonar generosamente a quien haya defraudado a Hacienda, a cambio de que compense a las arcas públicas con una aportación equivalente al 10% del valor de los bienes o derechos ocultados al fisco. Es algo -insisto en ello- rigurosamente inasumible desde una perspectiva ética. Algo radicalmente incompatible con la ética de los principios.