Tras la formación del primer Gobierno de Zapatero, en la primavera de 2004, tuve ocasión de cursar varios viajes a Barcelona, por causas que no hace al caso detallar aquí. El tripartito progresista catalán, constituido en las postrimerías de 2003 bajo la presidencia de Pasqual Maragall, era, todavía, una iniciativa novedosa que generaba curiosidad y expectación. Por una parte estaba el hecho de que, tras varios lustros gobernando en Catalunya, CiU había sido apeada de la Generalitat, con la advertencia, más o menos explícita, de que en los próximos años podía ser expulsada también de otras plataformas institucionales. Aunque el cambio operado en la cabecera de cartel no le había impedido ganar las elecciones -hay que recordar que fue, precisamente, en aquellos comicios, cuando la federación nacionalista decidió sustituir la veterana candidatura de Jordi Pujol por la de Artur Mas-, lo cierto es que el compromiso suscrito por el PSC, ERC e ICV con el confesado propósito de promover el cambio político en Catalunya, le había arrojado a la periferia del espacio institucional. De suerte que, por primera vez en el reciente período democrático, el Gobierno catalán se iba a constituir sin el concurso de CiU; lo que constituía una novedad no desdeñable. Pero junto al arrinconamiento de la federación nacionalista, estaba, también, la incertidumbre que generaba la acción política de una alianza que actuaba por primera vez en el escenario autonómico. ¿Qué cabía esperar de ella? ¿Qué novedades iba a introducir en la trayectoria seguida por la Generalitat desde 1980?
Interesado, como estaba, por conocer el grado de aceptación social que tenía el recién estrenado tripartito, tanteé a varios ciudadanos barceloneses -de una manera absolutamente informal, por supuesto- con objeto de recabar información de primera mano sobre la opinión que les merecía aquél inédito ensayo gubernamental. Huelga decir que a los impenitentes místicos de la izquierda, la iniciativa les parecía soberbia; magnífica; ideal. Aplaudían sin ambages y con un entusiasmo digno de la mejor causa, el hecho de que, por primera vez durante mucho tiempo, Catalunya fuera a disfrutar de los beneficiosos efectos de un Gobierno progresista dispuesto a enterrar para siempre los tenebrosos tics de la derecha y aplicar, sin complejos, planteamientos laicistas, criterios igualitaristas, políticas sociales avanzadas etcétera.
Pero lo que más me sorprendió fue el hecho de que, hasta los que no compartían la fascinante mística de la izquierda, se mostraban esperanzados con la empresa política emprendida por el tripartito. Recuerdo que entre la mayoría de la gente a la que consulté, advertí una especie de optimismo ilusionado ante la nueva andadura del Ejecutivo autonómico. Una gran parte de las respuestas que me dieron, reflejaba, básicamente, la misma percepción: CiU había agotado un ciclo -con sus luces y sus sombras, como toda obra humana- y, el nuevo Gobierno, que descansaba sobre el doble pilar del catalanismo y la izquierda, ofrecía un discurso fresco, muchas promesas y un horizonte francamente esperanzador. «¿Por qué no darles una oportunidad?», sugerían la mayoría. A lo que uno de ellos, apostilló: «Con este tripartito, los catalanes tenemos poco que perder y mucho que ganar».
Me interesa señalar que, enntre quienes hacían este tipo de comentarios, no faltaban antiguos votantes de CiU que -imperativo democrático mediante- se mostraban dispuestos a dar un voto de confianza a la iniciativa.
Conviene precisar con todo que, para cuando el tripartito cuajó como una iniciativa de gobierno proyectada hacia la Generalitat, la colaboración entre las formaciones catalanas de izquierdas, ya llevaba algún tiempo ensayándose en las principales instituciones locales de Catalunya y en el seno de la candidatura conjunta concebida para el Senado bajo el nombre de Entesa Catalana de Progrès. La experiencia tripartita no era, pues, absolutamente novedosa. Lo era, sin duda, en el plano autonómico, pero no en otros ámbitos de actuación política e institucional. En cualquier caso, su irrupción en el nivel autonómico se nos vendió como un paso más en el eufórico y ufano avance de la progresía catalana unida hacia la plenitud de su expresión electoral.
Pero la positiva impresión inicial que el tripartito generó entre los ciudadanos de Catalunya, fue empeorando con el transcurso del tiempo, hasta adquirir, al término del segundo mandato, un tinte ostensiblemente negativo. Los enfrentamientos internos, las contradicciones e incoherencias que trascendían a la opinión pública, las llamativas meteduras de pata, los escándalos públicos, los negativos mensajes emitidos a los agentes económicos, las frustraciones acumuladas y los desaciertos en la gestión, hicieron que, poco a poco, el desencanto fuera apoderándose de los catalanes y que la valoración social del Gobierno fuera perdiendo enteros a pasos agigantados.
Con la presidencia de Montilla, a partir de 2007, el declinar de la imagen pública del tripartito se aceleró de manera irreversible. En un viaje que cursé al centro de Europa en el verano de 2010, coincidí con varios ciudadanos catalanes, con los que entablé frecuentes conversaciones de carácter político. Evidentemente, no pude evitar preguntarles por el escenario electoral que se abría en Catalunya de cara al fin de año. Recuérdese que los comicios estaban convocados para el otoño. Por las respuestas recibidas comprobé que las cosas habían cambiado mucho desde aquella lejana primavera de 2004 en la que llevé a cabo mi primer sondeo informal. Si en aquel momento se miraba al tripartito con esperanza e ilusión, seis años después, nadie quería hablar de él. Todos, sin excepción, consideraban que los dos gabinetes de izquierdas que se habían sucedido en la Generalitat durante el sexenio precedente, habían consituído un paréntesis rotundamente negativo en la trayectoria política de Catalunya. Una señora, socialista confesa, me dijo que esta vez no votaría al PSC, porque le había defraudado. Otro de los interlocutores llegó a confesarme que nunca había votado a CiU y que jamás había pensado que pudiera llegar a hacerlo; pero que consideraba tan necesario y apremiante poner fin a la nefasta experiencia del tripartito que, en aquella ocasión, estaba firmemente dispuesto a hacer lo que fuera preciso «con tal de impedir la reedición del tripartito». Los acontecimientos posteriores pusieron de manifiesto que, aun cuando fueron recogidas sin sujeción a un método científico, no eran impresiones anecdóticas. Se trataba de posiciones bastante representativas de lo que la sociedad catalana percibía en aquel momento.
Esta negativa imagen que lastró al tripartito durante su última etapa, fue propiciada de alguna manera por los propios miembros de la alianza que -con la excepción, quizás, de ICV, que nunca habló mal del acuerdo-, a partir de 2008, no dejaron de cruzarse críticas, expresar públicamente sus desavenencias, desmarcarse de la experiencia y proyectar todo tipo de sombras sobre su sentido y continuidad. Y si los artífices de la iniciativa no se mostraban satisfechos con la misma, no era de extrañar que los votantes la mirasen con una indiferencia y un desapego crecientes.
Llegaron las elecciones y, como cabía sospechar, el tripartito se hundió estrepitosamente. Sólo ICV, que cuenta con un electorado estable, consiguió salvar los muebles. Las otras dos formaciones que integraban la alianza -el PSC y ERC- perdieron votos, porcentajes y escaños. Ambas se desplomaron, alcanzando, en algún caso, umbrales de apoyo electoral inferiores aún a los que pronosticaban los peores augurios. El mensaje de las urnas fue tan claro como crítico con la gestión del tripartito: estaba claro que los catalanes no querían que la experiencia continuase.
Es preciso reconocer que el balance de su gestión, no era, precisamente, digno de aplauso y laudatio. Durante el lapso temporal en el que gobernó el tripartito, el endeudamiento de la Generalitat creció en más de un 200%, lo que situó a Catalunya entre las comunidades autónomas más endeudadas del Estado español. Este colosal incremento de la deuda se debió, en buena parte, al modelo de financiación institucional vigente en Catalunya, que detrae anualmente un porcentaje del PIB que nunca regresa a la comunidad, en forma de inversiones. Pero los catalanes más críticos con la gestión del tripartito acostumbran a señalar, también, otras causas adicionales. Recuerdan además que, aun cuando la presión fiscal subió, la recaudación bajó. Y como no se pudo o no se quiso contener el gasto público -antes al contrario, las formaciones del tripartito se enfrentaron, desde el principio, en una loca carrera demagógica, en la que intentaban demostrar cuál de ellas era más progresista y más creativa a la hora diseñar iniciativas públicas originales y socialmente avanzadas- el déficit se hizo estructural y las finanzas públicas se tornaron rigurosamente incontrolables. Los lodos financieros que ahora atenazan a la Generalitat, proceden, en buena parte, de aquellos polvos. El pasado mes de julio, un empresario catalán me resumía la gestión del tripartito en los siguientes términos: «Un Gobierno de izquierdas, entregado de una manera acrítica e irresponsable a todas las demagogias de la progresía, descontroló el gasto público y desequilibró seriamente las cuentas del Ejecutivo. El resultado está a la vista».
Como consecuencia de todo ello, la experiencia del tripartito catalanista y de izquierdas constituye, hoy, una evocación más bien negativa que muchos denuestan y casi nadie reivindica. Hasta tal punto es así que, cuando tengo ocasión de comentar a algún catalán, la fascinación que aquella experiencia genera todavía entre las formaciones políticas vascas que se dicen de izquierdas, me miran con sorpresa e incredulidad, cuando no con estupefacción. No pueden comprender que un episodio histórico que tan mal sabor de boca ha dejado entre los catalanes, pueda ser percibido en otros territorios, como una experiencia modélica, que deslumbra y seduce.
Pero lo cierto es que, en Euskadi, el tripartito catalán suscitó, desde el principio, una fascinación deslumbrante y seductora que, obviamente, enraizó de manera especialmente intensa entre las formaciones políticas que enarbolan la bandera de la izquierda. A los socialistas del PSE, siempre les pareció una iniciativa plausible y digna de ser importada a Vasconia, porque permitía, según ellos, superar el antagonismo nacional, sustituyéndolo por la confrontación política entre la derecha y la izquierda. La pena -decían- es que en Euskadi no haya un partido de adscripción nacional vasca dispuesto a jugar el rol netamente progresista que en Catalunya está desarrollando ERC. A EA, que soñaba, precisamente, con la idea de emparentar con ERC -aunque nadie, en Euskadi, le considerase como una partido de izquierdas- le seducía de manera especial la idea de servir de gozne para unir siglas de ideario progresista; el mismo papel que los republicanos catalanes habían desempeñado en El Tinell para asociar a los socialistas del PSE y los ecosocialistas de ICV. Pero el obstáculo, para ellos, radicaba en la falta de normalización política de Euskadi. Cuando esta tuviera lugar -sostenían- se hará posible el cada vez más necesario encuentro entre las izquierdas vascas. Tampoco Madrazo hizo ascos a la idea de explorar la posibilidad de ensayar la experiencia catalana en el escenario político vasco. La hemeroteca registra testimonios elocuentes de los dirigentes de Ezker Batua que apuntan en esa dirección. Su participación en el Gobierno vasco del lehendakari Ibarretxe no les impedía soñar con un tripartido alternativo, asentado sobre bases progresistas, en el que el auténtico sello de la izquierda no lo darían, ni EA ni el PSE, sino la delegación vasca de IU.
En fin, de la izquierda abertzale surgieron igualmente voces -supongo que autorizadas- que acariciaban con singular delectación la idea de una alianza transversal entre las izquierdas vascas. Un arreglo con el PSOE -fantaseaban- les permitiría izar la bandera progresista en las instituciones y hacerlo, además, en los cuatro territorios vascos peninsulares. Con lo que el logro sería triple: su plena normalización política, el añorado triunfo electoral de la izquierda y la consolidación de la territorialidad. Eso sí, el mundo de Batasuna -llamémosles así para entendernos- nunca ha concebido este entendimiento como una amalgama de siglas irrelevantes, sino como un acuerdo de tú a tú con el partido de Zapatero. Todavía recuerdo cuando los socialistas del PSE y los no menos socialistas de la órbita de Independentzia eta Sozialismoa se cruzaban guiños cómplices en torno a la hipótesis -¿o era algo más que una mera hipótesis?- de enviar al PNV a la oposición, haciendo palanca desde una alianza política semejante a la que había conseguido desbancar a CiU en Catalunya. Aquella idea se esbozaba como un entendimiento a dos, y no como un tratamiento de urgencia encaminado a evitar el ahogo por asfixia de siglas en estado terminal. La izquierda vasca se asentaba sobre dos patas: el PSE y Batasuna. El resto de las siglas, sobraban. Todas. Las realmente progresistas y, por supuesto, las que, como EA, predicaban una progresía que nadie reconocía. Hoy, a la vista del recorrido desarrollado por Bildu y Amaiur, resulta ilustrativo leer aquella frase en la que los socialistas revolucionarios de la liberación nacional acusaban al PNV de haberse coaligado con EA para «controlar a su socio y capitalizar una representación política e institucional». Ya se ve cual era su plan.
Sea ello como fuere, lo cierto es que el halo negativo que hoy lastra en Catalunya la imagen del tripartito catalán, no ha calado todavía en Euskadi. Y los que entonces suspiraron por importar la experiencia al tablero vasco, siguen -impasible el además- aferrados las mismas posiciones. Probablemente porque se han limitado a ver el escarmiento en cabeza ajena.
Hace ya algunos años que vengo escribiendo sobre este fenómeno (Cfr., entre otros, «Una trayectoria coherente«, publicado en este blog el 9.05.09), que estos días vuelve a adquirir notoriedad a la luz de las elocuentes palabras pronunciadas por Patxi Zabaleta, cuando afirmaba, en una entrevista concedida al diario DEIA, que no se debía descartar un pacto «EHBildu-PSE». Las razones que aducía para justificar la entente, no diferían, en exceso de las que hace ya casi una década, utilizaron en Catalunya los firmantes del pacto del Tinell para desbancar a CiU: la mística de la izquierda.
«Si el PSOE sigue en la oposición a nivel del Esado español sería más lógico que hubiera esa posibilidad de acuerdo con componentes de izquierda […] Para políticas de izquierda, EH Bildu tiene que encontrar comprensión en fuerzas políticas de izquierda»
Ya sabemos que, en Euskadi, cultivar la mística de la izquierda es perfectamente compatible con el desarrollo de unas prácticas vitales rigurosamente burguesas y casi aristocráticas -de hecho, en una hipotética entente entre EH Bildu y el PSE veríamos unirse a descamisados que se dedican a pagar su chalet de verano con fajos de 300 billetes de 500 euros, con famélicos activistas de vivienda unifamiliar y Audi, que se pasan el invierno consultando el estado de las estaciones de esquí, para desplazarse, el fin de semana, con su coche de alta gama y sus botas de Apreski– pero esa es otra cuestión. Lo que hoy interesa destacar es el hecho de que Patxi Zabaleta, hace votos por un acuerdo de EH Bildu con el PSE para hacer -dicen- políticas de izquierdas. Y digo que dicen, porque está por ver lo que son las políticas de izquierdas en un marco de recesión económica, recaudación declinante e inexorable consolidación fiscal. Lo que hasta ahora hemos visto es que Patxi López hace aspavientos mediáticos, pero a la hora de la verdad aplica escrupulosamente todos los recortes impuestos por el Gobierno central. Por no hablar de los rigurosos recortes que Bildu, con la coartada de Rajoy, está aplicando en todas las administraciones que gobierna. No hay más que preguntar a los empleados públicos que prestan servicios en ellas.
Así pues, no tengo duda alguna de que que en ambos lados -tanto en las filas del PSE como en las de EH Bildu- hay gente que suspira por un entendimiento de ese tipo. No es difícil encontrarla, rascando un poco tras la hierática y controlada pose inicial. A los primeros, el pacto con las izquierdas abertzales les permitiría expiar el pecado de haber suscrito, hace tan sólo tres años, un pacto españolista, sectario y excluyente con el PP. A los segundos, el acuerdo con Patxi López les permitiría afianzar su plena normalización política, convirtiéndose en la sigla de referencia del mundo nacionalista vasco. Y a ambos, en fin, les serviría para dar satisfacción a su inveterada aspiración de vencer y humillar al PNV; su secular contendiente político. En esto último, el paralelismo con el tripartito catalán sería perfecto. También allí, la unión de las izquierdas operó bajo un obsesivo impulso anti-CiU.
Sin embargo, personalmente creo que las cosas no están aún lo suficientemente maduras como para que esta alianza pueda cuajar. En ambas partes -insisto- bulle una pulsión incontenible por plasmar la mística de la izquierda en un proyecto compartido de gobierno que arrincone al PNV. Pero hoy por hoy, ese acuerdo sólo podría materializarse a través de un apoyo de los socialistas a la candidata de EH Bildu porque, en los próximos comicios, la coalición encabeza por Mintegi obtendrá, sin lugar a dudas, mejores resultados que las listas acaudilladas por Patxi López. Es cierto que, aun así, EH Bildu podría apoyar al candidato socialista. Ya lo apuntaba significativamente Patxi Zabaleta en la citada entrevista, cuando recordaba que, en 2007, él mismo estuvo dispuesto a votar al candidato del PSN, pese a haberle vencido en las urnas. Pero no creo que una operación como esa sea posible aquí y ahora. Y si la única opción realmente factible pasa por que los socialistas apoyen a la cabeza de lista del EH Bildu, podemos dar la hipótesis por descartada. Quizás no sea así dentro de cuatro años, pero en este momento, sí lo es. Rubalcaba no podría resistir, ahora, una campaña del PP y de su amplísimo entorno mediático, acusándole de facilitar el acceso de EH Bildu al poder. Y si a Rubalcaba le perjudica el acuerdo del Ebro para abajo, López y su entorno no serán capaces de suscribirlo del Ebro para arriba.
Y escision en el PSE ?…. el PSC ya esta con gente fuera
Interesante reflexión de Iñigo Bullain en Deia: «el abertzalismo vasco está dividido en dos proyectos ideológicamente irreconciliables: el europeísmo nacionalista de inspiración humanista y el socialismo revolucionario del MLNV. A pesar de la voluntad por soslayar esas diferencias, no debiera obviarse que el modelo de la izquierda abertzale no ha sido nunca la socialdemocracia europea, sino más bien el castrismo cubano o sus más recientes versiones bolivarianas antisistémicas. Esas fracturas ideológicas e identitarias que dividen a la sociedad vasca moderan el efecto del descrédito de la marca España pero no disminuyen el coste añadido de su debacle sobre la economía vasca. Como resulta cada vez más evidente, es un sinsentido mantener como referencia de futuro el modelo de la irremediable España cañí o inspirarse en el socialismo caribeño. Si no centra sus referencias en los mejores modelos europeos, Euskadi continuará en una posición secundaria, incapaz de avanzar, agotándose dando brazadas en un remolino»
Ja, ja, ja, Patxi López ha dicho esta mañana, que no pactará con Bildu. ¿Se acuerdan? «Jamás pactaré con el PP»
Bueno, estos días, López ha reconocido que viene manteniendo relaciones de «normalidad» con la izquierda abertzale. Es decir, que se vienen reuniendo en secreto, exactamente igual que cuando preparaban el camino para la mesa de 2006. Lo mas gracioso es que dice que son encuentros normales entre formaciones legales. Y yo me pregunto,
1.- ¿Desde cuando es legal Sortu? ¿No fue legalizado en el mes de mayo, o sea ayer?
2.- ¿No se reunían antes de la legalización de Sortu por el Tribunal Constitucional? ¿Solo se reúnen desde mayo?
3.- ¿No fue Rubalcaba, a la sazón ministro de Interior, el que denegó a Sortu la inscripción en el registro de partidos y pidió su ilegalización a los tribunales?
4.- O sea que… con una mano ilegalizaban y con la otra hablaban en encuentros secretos…
Ya, ya. Ya se ve por donde van las cosas.