Este martes, mientras el Congreso rechazaba con el voto negativo de PP, PSOE y UPyD la Proposición no de Ley de ERC que demandaba la transferencia a Catalunya de la competencia para autorizar la celebración de consultas por vía de referéndum (me referí a ello en el post titulado «Los arbitristas no triunfan«, publicado el 9.10.12), el primer ministro escocés y el premier británico, Carmeron y Salmond, alcanzaban un acuerdo histórico para celebración en Escocia de un referéndum de autodeterminación que tendrá lugar en 2014. El contraste es ostensible. El mismo día y, probablemente, a la misma hora, dos Estados miembros de la UE arbitraban respuestas muy distintas -en realidad son antagónicas- para problemas muy parecidos. Mientras el Reino Unido se mostraban dispuesto a escuchar la voz del pueblo de cara a definir el futuro político de Escocia, los España se negaban en redondo a permitir que la voluntad de los ciudadanos de Catalunya pueda imponerse a un dogma prepolítico y esencialista -cuasi religioso- como el de la unidad indisoluble de la nación española.

Se dan la mano pero responden de muy diferentes maneras a cuestiones semejantes. Cameron quiere escuchar la voz del pueblo. Rajoy se refugia en la Ley para ahogarla.
El contraste es palpable. Y nos sitúa ante el eterno dilema que se plantea entre el respeto a la ley y el respeto a la voluntad mayoritaria del pueblo, cuando no existe sintonía entre ambas. Unos dicen que democracia es, ante todo y sobre todo, respeto a la ley. Eso y sólo eso es -argumentan- lo que la cultura democrática occidental conoce como Estado de Derecho: el imperio de la ley. Pero los otros objetan, con razón, que la nota que distingue a la democracia de los regímenes autoritarios no es el obligado respeto a la ley -dado que también los regímenes dictatoriales imponen a los ciudadanos la más estricta observación de sus leyes- sino el hecho de que la norma -siempre de obligado cumplimiento- sea expresión de la voluntad mayoritaria de la sociedad. Un Estado sólo puede ser considerado de Derecho cuando las leyes que regulan el marco social y el funcionamiento de las instituciones, son reflejo de las mayorías democráticas. Si no lo son, el Estado en cuestión podrá contar con toda la articulación jurídica que se quiera, pero no podrá ser considerado, propiamente, como un Estado de Derecho. También el régimen de Franco descansaba sobre un sistema articulado de normas jurídicas de obligada observancia, pero a nadie se le ocurrió jamás calificarlo como un Estado de Derecho.
En Escocia, pronto tendrán ocasión de explorar la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos en torno a su status político futuro. Sus gestores políticos saben que en un régimen de carácter democrático, la ley debe adaptarse a la voluntad ciudadana y a ello se han entregado en los últimos meses. En el caso de Catalunya, por el contrario, se apela precisamente a la ley para seguir desconociendo esa voluntad. Se prefiere ahogar la voz del pueblo con la mordaza de la ley, que acomodar la ley a la voluntad popular.