«La nación -escribió Renan- es un plebiscito cotidiano». Pero los nacionalistas españoles -esos que en Catalunya y Euskadi se hacen llamar no-nacionalistas-, han puesto tanto empeño en dejar a salvo su nación -perdón, quería escribir Nación- de los riesgos anejos a toda consulta plebiscitaria, que la han convertido en una amenaza cotidiana. Ellos no piensan, como Ortega que España deba ser un proyecto sugestivo de vida en común. Más bien al contrario, su trayectoria y actitudes de los últimos días reflejan que la consideran como un proyecto coercitivo de vida en común, cuya continuidad histórica no debe -ni puede- apuntalarse a base de atraer y seducir, sino a base de amenazar.
El vendaval político que se ha levantado en Catalunya desde la masiva manifestación del pasado Onze de Setembre, constituye un claro ejemplo de lo que digo. La histérica y estridente respuesta con la que muchos españoles están respondiendo -en Madrid, en Catalunya y hasta en Euskadi- al propósito declarado por Artur Mas de consultar a los catalanes si desean constituir un nuevo Estado en Europa, está poniendo un énfasis tan exagerado en la advertencia y la intimidación, que alcanza, por momentos, cotas auténticamente hilarantes. No se les escucha una sola palabra encaminada a cautivar o seducir a los catalanes con el fin de atraerlos hacia una convivencia sugestiva. Se conoce que no encuentran demasiados motivos para estimular el interés de los catalanes en seguir vinculados a una España encuadrada entre los PIIGS que no cotiza en el mercado de la seriedad y de la buena reputación. Todo son apercibimientos, advertencias y anticipos de grandes males. Es más, sus aspavientos amenazantes están empezando a ser tan desaforados que, como antes decía, arrancan la carcajada del observador imparcial. En su enfermiza obsesión amenazante han llegado a sostener recientemente que como los títulos académicos los otorga Madrid, los catalanes se quedarían sin bachilleratos y sin licenciaturas. Y sin doctorados, claro. Una aberración.