Salía del debate de investidura cuando Gorka me espetó secamente: «¿Ya sabes lo de Manu?». «¿Lo de Manu?», le respondí extrañado. «¿Qué Manu?», añadí con alarma creciente. «El cocinero», me respondió de inmediato. «Lo han encontrado muerto en el local en el que iba a abrir el nuevo restaurante». La noticia, tan abrupa y súbita, me dejó turbado; lo reconozco. Y no pude dejar de darle vueltas al asunto durante el vuelo de regreso a Bilbao. No le había visto desde el verano, pero nada permitía augurar un desenlace tran trágico y repentino.
Manu era una especie de oasis gastronómico para los vascos que habitan en Madrid o frecuentamos la Villa y Corte. Un auténtico vocacional de la cocina, que disfrutaba viendo disfrutar a los comensales en torno a la mesa. Tenía tras de sí una biografía apasionada e inequívocamente volcada hacia lo culinario. Su entorno más genuino tenía dos frentes: el mercado -que cuidaba sobremanera para garantizar la calidad de la materia prima- y el fogón. Su atuendo habitual, el blanco que distingue a los cocineros. Y su máxima satisfacción, la sobremesa entre camaradas, ponderando las cualidades del menú y hablando interminablemente sobre Euskadi, que amaba y añoraba con delirio.