En este complicado fin de año, los teletipos nos han dado cuenta, casi simultáneamente, de la muerte de dos hombres de Estado. Disculpen, pero, pese a su ambigüedad e inexactitud no encuentro una expresión mejor para referirme conjuntamente a ambos: hombres de Estado. Uno de ellos ha sido Václav Havel, escritor, dramaturgo, resistente al comunismo y, tras la revolución de terciopelo, presidente, primero, de la República de Checoslovaquia (1989-1992) y después -tras la división del Estado, pacífica y acordada, entre Chequia y Eslovaquia-, de la República Checa (1993-2003). El segundo ha sido el presidente de de Corea del Norte Kim Jong-Il; hijo del presidente eterno de la República democrática, Kim Il-Sung y progenitor del hombre que él mismo designó para que le sucediese en la cabeza del país, Kim Jong-Un.
«La muerte iguala a todos», reza la grotesca canción del entiero de la sardina con la que en algunos pueblos celebran el fin del carnaval. Y no le falta razón. Todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, soberbios y humildes, hemos de cruzar antes o después por el ese umbral que empareja y nivela a todos los seres humanos, con independencia del periplo vital de cada uno. Pero para los que nos quedamos a este lado de la frontera, la estela biográfica de los cruzaron la raya y fueron equiparados por el óbito, ofrece, con frecuencia, perfiles muy diferentes. De ahí que no recordemos a todos de la misma manera. Y de ahí, también, que la memoria discrimine.
Este es, sin duda, el caso de Václav Havel y de Kim-Jong-Il. El primero sufrió persecución y cárcel por exigir dignidad, transparencia y libertad. El segundo hostigó con ferocidad a todos los que planteaban ese tipo de reclamaciones, bajo el pretexto -habitual y sobradamente conocido, por otra parte, en los regímenes totalitarios- de que atentaban contra la seguridad del Estado y la estabilidad del régimen de Pyongyang. El primero combatió el comunismo liberticida del siglo XX. El segundo lo cultivó, lo desarrolló en el plano teórico con el llamado Juche y lo practicó implacablemente hasta el final de sus días. Havel fue un presidente elegido por el pueblo. A Kim-Jong-Il lo eligió su padre, con la misma fe en la transmisión genética de la sangre azul con la que operaban los emperadores de la Edad Media o los monarcas absolutos preilustrados. Havel abrió Chequia al mundo tras cuarenta grises años de oscurantismo y oclusión. El «Querido líder» cerró con siete llaves las puertas de Corea del norte con el propósito de asegurarse el control social interno y conjurar el peligro de la contaminación cultural.