La reciente entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que instituye por primera vez la posibilidad establecer una política exterior propia de la Unión Europa (UE), formalmente diferenciada de la los Estados miembros, ha suscitado numerosas reflexiones en torno a la orientación que las instituciones comunitarias habrán de imprimir a su presencia en la comunidad internacional y a sus relaciones con el resto del mundo.
Cuando un Estado diseña e implementa su política exterior, lo hace, por regla general, atendiendo, sobre todo, a la defensa de sus intereses y de los intereses de sus ciudadanos. No es infrecuente, sin embargo, especialmente en las democracias occidentales -aunque no solo en ellas- que este objetivo principal se complemente con un segundo objetivo, relacionado con la difusión de los valores políticos que informan el régimen vigente en el Estado del que se trate: La paz, la democracia y el respeto a la dignidad de la persona y a los derechos humanos.
Como el papel lo resiste todo, nada impide, en principio, que las relaciones de un Estado con los demás sujetos de Derecho Internacional sea capaz de conciliar la defensa a ultranza de sus intereses –incluidos los más prosaicos- con la apuesta por promover los valores democráticos en el escenario internacional. Y hay ocasiones en las que no sólo es posible armonizar intereses y valores, sino que unos y otros se retroalimentan eficazmente haciendo posible una política exterior sólida y coherente. A nadie se le oculta que las relaciones con Suecia, por ejemplo, un país próspero y de cuidadas maneras democráticas, han de resultar fructíferas tanto en el plano de los valores como en el terreno de los intereses. Suecia es, sin duda, un buen socio, tanto para las relaciones bilaterales como para las multilaterales.
El problema surge cuando valores e intereses no discurren por el mismo sendero. El conflicto se plantea cuando el Estado ha de optar entre los valores y los intereses, porque las razones económicas le empujan a entablar o mantener relaciones bilaterales con países de dudosa -o nula- calidad democrática cuyo compromiso con los derechos humanos es, por decirlo de una manera eufemística, manifiestamente mejorable. ¿Qué ha de prevalecer en esos casos, los valores o los intereses? Omito deliberadamente los ejemplos, porque no es mi intención provocar un debate sobre si Venezuela es más democrática que Colombia o si China, Irán o Marruecos son, en estos temas, mejores compañeras de viaje que Dinamarca, ahora que la detención de Juan López de Uralde ha centrado las críticas de los movimientos ecologistas en las expeditivas formas en las que este país ejerce la autoridad sobre el orden público. Tengo mis propias percepciones al respecto, obviamente -prefiero, con mucho, vivir en Dinamarca que a la Venezuela de Chavez- pero no es eso lo que quiero destacar en este post. Tampoco persigo propiciar un contraste de opiniones en torno a la autenticidad de la democracia española y la sinceridad de su compromiso con los derechos humanos. Lo que ahora me propongo es mucho más modesto. Sólo pretendo llamar la atención sobre los retos que se le presentan a la UE a la hora de diseñar su política exterior en relación con aquellos países que ofrecen oportunidades y expectativas más que notables para la relación económica -porque disponen de materias primas, grandes mercados, mano de obra barata o cualquier otra ventaja comparativa- pero no se muestran muy comprometidos con la apertura democrática, la transparencia y el respeto debido a la dignidad humana.
La Unión, según reza el Tratado de Lisboa, “se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías”. Y en sus relaciones con el resto del mundo –añade el punto 5 del artículo 1º- “afirmará y promoverá sus valores e intereses y contribuirá a la protección de sus ciudadanos”.
Más concretamente, el artículo 10 A establece que:
“1. La acción de la Unión en la escena internacional se basará en los principios que han inspirado su creación, desarrollo y ampliación y que pretende fomentar en el resto del mundo: la democracia, el Estado de Derecho, la universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, el respeto de la dignidad humana, los principios de igualdad y solidaridad y el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho internacional”.
No creo exagerar si afirmo que estos preceptos -y otros que podría citar en la misma línea, aunque no lo haga por no extender demasiado el comentario- recogen una base de valores compartidos por los Estados miembros de la UE. La cuestión -o si se prefiere, la duda- radica en si la acción exterior de la UE será capaz de aferrarse a estos principios incluso cuando ha de relacionarse con terceros países cuya organización y proceder se inspira en valores antagónicos a los que “pretende fomentar en el resto del mundo”.
Los dilemas entre la política exterior y los derechos humanos han sido tratados en más de una ocasión por Amnistía Internacional que, al menos en el caso español, ha llevado a cabo análisis y valoraciones sumamente interesantes.
A mí, personalmente, estos dilemas me traen a la memoria las profundas cavilaciones que la representación diplomática hacía en el país de Tirano Banderas, en la novela del mismo título que Vallen Inclán publicó a su regreso de Méjico. Siempre he considerado que esa obra recoge magistralmente -con el genial talento que siempre exhibió el escritor gallego para la prosa concisa y desabrida- las insalvables disyuntivas que se le presentan a quien ha de trabajar, simultáneamente, en la defensa de intereses y en la promoción de valores.
También allí, el sanguinario dictador de Tierra Firme, sofocaba la resistencia con métodos enérgicos, pero sabía que “el caucho, las minas, el petróleo, despiertan las codicias del yanqui y del europeo”; y que ni el uno ni el otro iba a renunciar a participar de sus beneficios en nombre de unos valores espirituales tan biensonantes como etéreos. El tirano consideraba que el Honorable Cuerpo Diplomático no era más que “una ladronera de intereses coloniales”, que podía resultar molesta, pero no fatal para su futuro como gobernante.
Y no erraba en su diagnóstico, por supuesto. Cuando el enfrentamiento entre el Gobierno y los insurgentes empezó a elevar el tono trágico, el decano del Cuerpo Diplomático -el británico Sir Jonnes Scott- reunió a todos los embajadores en la Legación Inglesa, para expresarles su preocupación:
“Inglaterra ha manifestado en diferentes actuaciones el disgusto con que mira el incumplimiento de las más elementales Leyes de Guerra. Inglaterra no puede asistir indiferente al fusilamiento de prisioneros, hecho con violación de todas las normas y conciertos entre pueblos civilizados […] Un sentimiento cristiano de solidaridad humana nos ofrece a todos el mismo cáliz para comulgar en una acción conjunta y recabar el incumplimiento de la legislación internacional al respecto de las vidas y canje de prisioneros. El Gobierno de la República, sin duda, no desoirá las indicaciones del Cuerpo Diplomático: El Representante de Inglaterra tiene trazada su norma de conducta, pero tiene al mismo tiempo un particular interés en oir la opinión del Cuerpo Diplomático”.
Todos asentían con gestos aparentes y protocolarios, pero los comentarios cruzados en tono confidencial iban por otros derroteros. El Embajador de los EEUU observó en voz baja a los ministros alemán y austríaco:
“El Honorable Sir Jonnes Scott ha expresado elocuentemente los sentimientos humanitarios que animan al Cuerpo Diplomático. Indudablemente, ¿Pero puede ser justificativo para intervenir, siquiera sea aconsejando, en la política exterior de la República? La República, sin duda, sufre una profunda conmoción revolucionaria, y la represión ha de ser concordante. Nosotros presenciamos las ejecuciones, sentimos el ruido de las descargas, nos tapamos los oídos, cerramos los ojos, hablamos de aconsejar… Señores, somos demasiado sentimentales. El Gobierno del General Banderas, responsable y con elementos suficientes de juicio, estimará necesario todo el rigor ¿Puede el Cuerpo Diplomático aconsejar en estas circunstancias?”
Tras largas deliberaciones, el cónclave concluyó pariendo un ratón. Representantes de veintisiete países firmaron una nota que se limitaba a aconsejar el cierre “de los expendios de bebidas” y exigía “el refuerzo de guardias en las Legaciones y Bancos Extranjeros”.
Los comentarios ulteriores, ya en la terraza del Club, resultan del todo elocuentes. Los embajadores, en tono confidencial, comparten su escepticismo con respeto a la iniciativa. El ministro de Ecuador y el de Uruguay intercambian puntos de vista: “Sir Jonnes, tan cordial, tan evangélico, sólo persigue una indemnización de veinte millones para la West-Company Limited. Una vez más, el florido ramillete de los sentimientos humanitarios esconde un áspid”; “el Gobierno de Santa Fe, en esta ocasión, probablemente no se dejará coaccionar: sabe que el ideario de los revolucionarios está en pugna con los monopolios de las Compañías. Tirano Banderas no morirá de cornada diplomática. Se unen para sostenerlo los egoísmos del criollaje, dueño de la tierra y las finanzas extranjeras”.
El Ministro del Japón comparte estas inquietudes:
“El Ministro inglés actúa bajo el imperativo de los sentimientos humanitarios, pero este generoso impulso acaso se vea cohibido. Las Colonias Extranjeras, sin exclusión alguna, representan intereses poco simpatizantes con el ideario de la Revolución. La Colonia Española, tan numerosa, tan influyente, tan vinculada con el criollaje en sus actividades, en sus sentimientos, en su visión de los problemas sociales, es francamente hostil a la reforma agraria, contenida en el Plan de Zamalpoa. En estos momentos –son mis informes- proyecta un acto que sintetice y afirme sus afinidades con el Gobierno de la República ¿No ocurrirá que se vea desasistido en su humanitaria actuación el Honorable Sir Scott?
La sentencia del doctor Esparza, el diplomático uruguayo, resume gran parte de las impresiones de todos ellos: “convengamos en que las relaciones diplomáticas no pueden regirse por las claras normas del Evangelio”
Hoy, varias décadas después de que don Ramón escribiese esta excelente obra –que dio inicio a una soberbia saga de relatos sobre dictadores iberoamericanos, de la mano de plumas tan relevantes como las de García Márquez, Francisco Ayala, Vargas Llosa o Carpentier- nos preguntamos si las relaciones diplomáticas de la UE podrán regirse, todas ellas, por las “claras normas” que recoge el Tratado de Lisboa.
J’ai toujours dit que la destinée d’Erkoreka est le CD.
Una reflexión interesante, sin duda. El dilema entre los valores y los intereses es uno de los grandes temas de la política internacional de nuestros días.
Kaixo Josu,
Estoy recogiendo comentarios de politicos de Euskalherria sobre el tema de las persecuciones y tauromaquia que esta pasando en Euskadi en estos momentos. Tengo una escultura de la que te mando un link y esta relacionada o es la imagen de un toro en un marco supuesto, no se si lo veras bien pero esta marcado sobre la mesa.
Voy a presentarsela a John Molineux de socialist workers que esta recogiendo material de arte.
[…] que pretendía legitimar la continuidad en el poder de Tirano Banderas (Ver el post titulado “Valores e intereses en la política exterior de la Unión Europa” publicado el 30.01.10) comentando que las relaciones internacionales no podían guiarse por las […]