La reciente entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que instituye por primera vez la posibilidad establecer una política exterior propia de la Unión Europa (UE), formalmente diferenciada de la los Estados miembros, ha suscitado numerosas reflexiones en torno a la orientación que las instituciones comunitarias habrán de imprimir a su presencia en la comunidad internacional y a sus relaciones con el resto del mundo.
Cuando un Estado diseña e implementa su política exterior, lo hace, por regla general, atendiendo, sobre todo, a la defensa de sus intereses y de los intereses de sus ciudadanos. No es infrecuente, sin embargo, especialmente en las democracias occidentales -aunque no solo en ellas- que este objetivo principal se complemente con un segundo objetivo, relacionado con la difusión de los valores políticos que informan el régimen vigente en el Estado del que se trate: La paz, la democracia y el respeto a la dignidad de la persona y a los derechos humanos.