Lo recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana. Cursábamos segundo de Derecho en la Universidad de Deusto. El profesor -un hombre singular, muy amigo de la dramatización- hizo una pausa en su densa disertación sobre las consecuencias jurídicas del incumplimiento de las leyes, repasó con su mirada la masa de alumnos, esobozó una sonrisa pícara y nos preguntó con delectación si éramos partidarios de la cadena perpetua.
Corría el año 1979. Eran tiempos de irrefrenable progresía. El principio pro-libertate lo invadía todo. En nuestra candorosa percepción de jóvenes nacidos durante la dictadura, las medidas represivas formaban parte de las pesadillas del pasado. Y un sordo rumor desaprobatorio cruzó el aula. Estimulado por nuestra reacción, el profesor insistió:
– A ver, que levanten el brazo los que están a favor de la cadena perpetua.