Antes de abordar el estudio de las sentencias dictadas por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos en torno a la ilegalización de partidos políticos -y, en concreto, de la emitida en relación con la ilegalización de Batasuna- creo necesario identificar los ámbitos en los que, a mi juicio, la Ley de Partidos Políticos sigue siendo susceptible de reproches desde un punto de vista democrático. Lo siento, Donatien, pero tendrás que esperar un día más para llegar al último episodio de la serie.
En mi opinión, la Ley y sus efectos son censurables, básicamente, desde tres puntos de vista:
a) La Ley de Partidos constituye un atajo que defrauda las garantías materiales y procesales del derecho punitivo, con graves consecuencias en el terreno de las libertades.
Uno de los argumentos al que más férreamente se abrazan los valedores de la Ley cuando se proponen demostrar que se trata de una norma democráticamente impecable, consiste en afirmar que no censura ideologías, sino comportamiento violentos o de complicidad y confabulación con el ejercicio de la violencia. Pues bien, personalmente creo que, hasta cierto punto, no les falta razón. No me importa reconocerlo. Pero creo, también, que se equivocan los que piensan que esa -la de prohibir ideas- es la única tara que puede achacárseles a las normas que facilitan la ilegalización de partidos políticos. La Ley de Partidos Políticos no prohibirá ideas -salvo el racismo y la xenofobia, que ya estaban perseguidos por el Código Penal- pero incurre en otros excesos que resultan tan poco cohonestables con los principios democráticos, como el de situar al margen de la ley la profesión y defensa de determinados postulados idelógicos. Para explicarlo, repasaré, siquiera brevemente, el proceso de gestación de la Ley y el modo en el que se incorporaron a su texto estas deficiencias democráticas que ahora le aquejan.
El proyecto que el Gobierno de Aznar remtió a las Cortes Generales, en la primavera de 2002, vulneraba groseramente la libertad ideológica, la libertad de expresión y el derecho de asociación, porque permitía la ilegalización de un partido político por motivos estrictamente ideológicos.
En efecto, el artículo 9 del proyecto, establecía que podía declararse la ilegalidad de un partido cuando su actividad no respetase los «principios democráticos» y los «valores constitucionales» ¿En qué coinciden y en qué se diferencian los unos de los otros? En un régimen de libertades, los principios democráticos son -o, al menos, deben ser- también, valores constitucionales, pues no cabe concebir una Constitución democrática que no incluya aquellos principios entre los principales valores que la informan. Sin embargo, no todo lo que una norma constitucional pueda adoptar como valors propios son, necesariamente, principios democráticos. En el Estado español hay valores constitucionales -como el de la monarquía, por ejemplo, o el de la unidad indisoluble de la Nación española- que no puede decirse que sean principios democráticos porque no vienen inexorablemente impuestos por la idea democrática. Son, por supuesto, opciones legítimas del constituyente, pero no exigencias ineludibles del principio democrático. La prueba más elocuente de lo que digo es la existencia de regímenes inequívocamente democraticos que, sin embargo, no los hacen suyos. La repúblicas, por ejemplo, no incorporan la idea monárquica a acervo de valores constitucionales, pero no por ello dejan de ser democráticas o se convierten en democracias de bajo nivel.
En el proyecto del Gobierno, la conjunción copulativa <<y>> que unía ambas expresiones, venía a reflejar que, a juicio de sus redactores, existían valores constitucionales distintos de los principios democráticos, cuya inobservancia podía acarrear la ilegalización y consiguiente disolución del partido que lo hiciese. Y en un sistema político como el español, donde ningún contenido de la Constitución está excluido de la posibilidad de ser reformado, lo que permite a los partidos políticos defender con plena legitimidad planteamientos contrarios a todos los contenidos de la Carta Magna, exigir, bajo sanción de ilegaliación, que los partidos políticos respeten los valores constitucionales distintos de los principios democráticos, constituye, sin duda, una seria quiebra de la libertad ideológica y del pluralismo político. Un esquema así, por otra parte, resultaría contrario a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según el cual, «pertenece a la msma esencia de la democracia el permitir la propuesta y discusión de proyectos políticos diversos, incluso aquellos que cuestionan el modo de organización actual de un Estado siempre que no tiendan a atentar contra la misma democracia».
Las enmiendas que el Gobierno pactó con el PSOE en sede extraparlamentaria -aquella reunión en la que López Aguilar cedió a las presiones de Michavilla provocando la irritación de Patxi López- contribuyeron a corregir estos defectos iniciales del proyecto, procurando reconducir los supuestos de ilegalización hacia el estricto terreno del apoyo político al terrorismo y la violencia. Sin embargo, pese a los retoques de los que fue objeto el texto del proyecto, la Ley sigue penalizando contenidos ideológicos, aun cuando haya de reconocerse que no lo hace tan groseramente como el proyecto original. Contenidos ideológicos que repugnan a la sensibilidad humana, y que pueden ser consideradas inmorales y hasta abyectas, pero que encuentran un amparo inequívoco en la libertad ideológica y de expresión. ¿Qué sino penalizar elementos ideológicos es, por ejemplo, ilegalizar a un partido político por el análisis que hace cuando se posiciona ante un atentado terrorista? Me interesa aclarar que no estoy hablando de aplaudir públicamente el hecho ni de ensalzar a sus autores o humillar a las víctimas porque, en el Código Penal vigente, esos son actos delictivos y susceptibles de persecución criminal. Estoy hablando de conductas como la de expresar un rechazo genérico a todo tipo de violencia -sin alusiones explícitas a la violencia terrorista de ETA- o la de limitarse a lamentar las muertes producidas y los daños generados, sin dar el paso de condenar el hecho y despreciar a sus autores. La democracia que no confía en su superioridad moral y en la consiguiente capacidad de imponerse sobre este tipo de tomas de posición -infames, insisto, pero cubiertas por la libertad ideológica y de expresión- y se lanza histéricamente a ilegalizar a los partidos que las defienden, es cualquier cosa menos madura y sólida. La democracia que recele de que, ante la existencia de este tipo de partidos, los ciudadanos no acaben reaccionando con cordura y poniendo a cada uno en su sitio, es una democracia que no cree demasiado en la fuerza persuasiva de los valores que la inspiran.
Pero las enmiendas pactadas entre el PP y el PSOE no sólo no fueron capaces de corregir en su totalidad las penalizaciones ideológicas que preveía el proyecto, sino que introdujeron en su texto un nuevo vicio. El propósito de circunscribir los supuestos de ilegalización a las conductas de respaldo político al terrorismo, hizo que aquéllos se deslizasen hacia un terreno que estaba ya sobradamente ocupado por la norma penal. Para el año 2002, la experiencia policial y judicial acumulada durante largos años de lucha contra ETA, se habá plasmado ya, en un Código Penal que es particularmente incisivo en la tipificación, no ya de las actividades estrictamente criminales de las organizaciones terroristas, sino también de las manifestaciones de apoyo social y político a las mismas. El respaldo explícito al terrorismo, su apoyo público, enaltecimiento o justificación, hace ya años que se encuentran rigurosamente criminalizados por la legislación penal. El legislador carecía, pues, de margen de actuación en ese ámbito. Pero al pretender, pese a todo, incidir sobre él, acabó instituyendo un atajo que, a la postre, es todo un fraude a los principios constitucionales que rigen el derecho punitivo. Me explico.
Como se sabe, el Derecho penal se rige con arreglo a unos principios que, básica y muy resumidamente, persiguen rodear al ciudadano de un sólido cuadro de garantías frente a los excesos en los que eventualmente pudiera incurrir la acción sancionadora de los poderes públicos. Hoy, los principios de legalida y tipicidad, así como el derecho a un juicio equitativo, forman parte inescindible de la cultura de la libertad y son ya, de imprescindible asunción por parte de las Constituciones democráticas. Pues bien, la Ley de Partidos Políticos constituye un fraude a esos principios, porque permite que las mismas conductas para las que el Código Penal contempla la disolución de un partido político, pero a través de un cauce escrupulosamente respetuoso con las garantías materiales y procesales que rigen el derecho punitivo, puedan recibir la misma sanción, pero siguiendo un procedimiento bastante menos riguroso desde el punto de vista de las garantías. Disolver un partido político por algunos de los hechos que se relacionan en la Ley de Partidos, era ya posible, antes de su entrada en vigor, en base a la norma penal y a través de un proceso en el que se acreditase, con todas las garantías, que concurren todos los elementos del tipo penal de asociación ilícita. Lo que la Ley de Partidos viene a establecer es que los mismos hechos, imputables a los mismos sujetos, puedan recibir la misma sanción, pero sin respetar las garantías materiales y procesales del derecho punitivo. En resumen, un atajo poco respetuoso con la cultura de las garantías, tan cara a la democracia y la tradición constitucionalista.
Al optar por ahorrarse garantías y cautelas esenciales ena conciencia democrática contemporánea , le Ley de Partidos ha generado un efecto perverso que resulta, tambié, enormemente chocante.
En el derecho punitivo, la responsabilidad -penal, sancionadora o disciplinaria- recae siempre sobre las personas concretas que protagonizan los tipos -penales, sancionadores o disciplinarios- previstos en la norma. Es a ellas a quienes se impone la pena o sanción correspondiente. La ilegalización de las organizaciones -asociativas, societarias o del tio que fuere- de las que esas personas se han servido para cometer sus infracciones, constituye una medida complementaria orientada a desactivar los instrumentos utilizados para infringir la ley. Pero el orden lógico y legal es siempre el mismo. Primero se sanciona a los responsables y luego se hace desaparecer los instrumentos societarios de los que se hubiesen servido para delinquir. Piénsese, por ejemplo, en la sociedad anónima utilizada como tapadera de una trama de blanqueo de dinero o de trata de mujeres.
Pues bien, al instituir el atajo al que acabo de referirme, la Ley de Partidos Políticos subvirtió radicalmente este esquema. Hizo posible la ilegalización de un partido político, pero dejando libres y sin menoscabo alguno de sus derechos civiles y políticos, a todos sus miembros y dirigentes.
Ahora bien, una vez ilegalizada la formación, lo que deviene delictivo y, por tanto, perseguible, es la pertenencia al partido previaamente ilegalizado. Es así como nos encontramos con ciudadanos que son perseguidos, detenidos, encarcelados, procesados y condenados por el mero hecho de haber desarrollado una actividad estrictamente política -nada se les ha podido probar en el terreno de la acitividad terrorista- en el seno de un partido que ha sido previamente ilegalizado. Como se ve, el atajo abierto por la Ley de Partidos ha hecho que todo esto se desarrolle al revés. La ilegalización deja de ser la medida complementaria que acompaña a la previa sanción individualizada de los responsables personales de los actos punibles, para convertirse en el foco mismo de irradicación de ilegalidad; de suerte que los militantes y dirigentes que nunca han cometido un sólo delito asociado al terrorismo, su apoyo o exaltación, pueden ser penados por el mero hecho de pertenecer a una organización que ha sido ilegalizada. La creatividad del legislador español ha inventado la figura del terrorista pacífico.
b) La Ley de Partidos Políticos es pontencialmente vulneradora del derecho de participación política de los ciudadanos.
En un acto público celebrado el 17 de mayo de 2007, el fiscal general del Estad0 Cándido Conde Pumpido expresó su temor a que la Ley de Partidos Políticos pudiera generar una especie de «Guantánamo electoral», que dejase sin opción de voto a un porcentaje de no desdeñable de ciudadanos de las comunidades autónoma vasca y foral de Navarra. Creo que lo expresó con tanta claridad y acierto, que me ahorra muchas explicaciones. Con el dato añadido de que no lo dije yo, sino él.
Es cierto que, como ya señalé anteriormente, el Tribunal Constitucional, sobre todo en su sentencia sobre la candidatura denominada Iniciativa Internacionalista-Europa de los Pueblos, ha ido depurando progresivamente sus criterios de aplicación y poniendo coto a una aplicación de la Ley que, bajo el trazo grueso de los violentos y sus cómplices, ocultase una vulneración masiva de los derechos de participación política de miles de ciudadanos. Pero el problema sigue ahí. Y si en el pasado ha dado lugar a «Guantánamos electorales», en el futuro, una gestión poco atinada de la Ley puede seguir generando situaciones semejantes, por mucho que el Gobierno se encuentre sumido en estrategias muy diferentes.
c) La aplicación de la Ley de Partidos se ha llevado a cabo con arreglo a un criterio tan partidista y electoralista que ha quedado completamente deslegitimada.
Ya apunté, en el primero de esta serie de comentarios sobre la ilegalización de partidos políticos, que, tanto el debate doctrinal como en el estrictamente político, frente a la ilegalización de partidos políticos existen dos posiciones encontradas, con sus respectivos argumentos y razones.
Desde la posición tolerante y abierta que procuro mantener ante las cuestiones opinables y controvertidas, pienso que tan legítimo es acogerse a las tesis favorables a la ilegalización como a las contrarias. Siempre, claro está, que la adhesión a las unas o a las otras no se lleve a cabo en términos tales que supongan una marginación in toto de la cultura de los derechos y de las garantías.
Lo que, sin embargo, considero sumamente deleznable, es mostrarse partidario de la ilegalización de partidos políticos con el propósito de hacer un uso calculado e interesado de los instrumentos legales previstos para tal fin, gestionando la norma ad beneficium proprium, según las conveniencias electorales de cada momento.
La Ley de Partidos Políticos se aprobó durante el segundo mandato de Aznar. Sin embargo, han sido los gobiernos socialistas de Zapatero, que accedió al poder en marzo de 2004, los que más ocasiones han tenido para aplicarla.
¿Cual es el balance?
La experiencia demuestra que su actuación en este campo ha venido guiada por el más descarado tacticismo electoralista. Las ilegalizaciones se han promovido donde y cuando interesaba a las expectativas electorales de los socialistas vascos. Es más. El cumplimiento de la secular aspiración de los socialistas vascos por instalar a su líder en Ajuria Enea, sólo ha sido posible merced a una calculada utilización de la citada norma, que les ha permitido alcanzar unos objetivos que de ninguna manera hubiesen podido alcanzar al margen de la «ayuda» que les proporcionó ese instrumento. Esta es, a mi juicio, la tacha más corrosiva de cuantas aquejan a la Ley de Partidos; la que con más fuerza deslegitima sus postulados y planteamientos. Es lícito que el Gobierno sea partidario de ilegalizar partidos políticos -se comparta o no, este es un planteamiento que mucha gente defiende en las democracias occidentales- lo que resulta de todo punto inadmisible es aprovecharse de las ilegalizaciones para manipular el mapa electoral y obtener réditos que de otro modo resultarían de imposible consecución.
Fuimos muchos los que, cuando se aprobó la Ley, denunciamos la vocación estrictamente electoralista con la que fue alumbrada por sus progenitores. Ya he reproducido más arriba lo que escribí por aquellas fechas. El tiempo nos ha dado la razón. Lo ocurrido el pasado 1 de marzo es prueba inequívoca de lo que digo. El calculado recurso a la ilegalización, ha permitido al PSOE y al PP, alcanzar el objetivo que Mayor Oreja y Nicolás Redondo no pudieron conseguir en las elecciones de mayo de 2001. Y esta mácula acompañará a la Ley por los siglos de los siglos.
Información Bitacoras.com…
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Muchas gracias, señor Erkoreka, por tomarse la molestia de haber ido desgranando todas estas reflexiones en sus posts, a cada cual más interesante. Que un político se tome la molestia de explicar sus posiciones a los lectores/ciudadanos con reflexiones de cierto calado es un regalo en los tiempos que corren (se esté de acuerdo o no con sus posiciones).
Bien, espero otro día, pero este capítulo de transición ha sido ya bastante jugoso, sobrio pero de textura inapelable, así que el postre debe de ser de aupa el Erandio.
Pero creo que aunque nuestro jurista bizkaino titular de este grato Blog hubiera acompanado a su no menos brillante colega navarro Araiz u otros de la autodenominada, reconocida e inconfundible Izquierda Abertzale en la defensa de la denuncia contra Espana, los resultados, tan lamentables para la paz (como los acontecimientos de la realidad nos aclaran con estrépito) hubieran sido los mismos.
Yo, elector guantanemero del Golfo de Bizkaia, tengo muy claro cuál es mi problema. Por ello me siento tan satisfecho y seguro por la democracia a la que se adscribe mi pasaporte. Allí donde puedo, del Danubio a Vancouver, la defiendo y describo con orgullo. Viva la democracia a la espanola!
Menos mal, Unicornio, que hay gente que valora el esfuerzo ajeno. Se lo agradezco mucho. Una serie como esta no se improvisa. Requiere tiempo y dedicación. Un saludo.
No tengas duda alguna, Donatien, de que los que llevaron el recurso sabían tanto o más que yo de estos asuntos. Se podrá estar de acuerdo con ellos o no, pero la izquierda abertzale cuenta, sin duda, con buenos juristas.
No sé tú. Nos lo tienes que aclarar, josu, pero yo no me creo que López no le gustará la ley. Creo que pensaría algo así como:
– Bien. Hemos cometido un error. Nos la han metido doblada pero vamos a ver como nos podemos beneficiar de eso.
¿ No crees, josu?. Seguramente estará tan contento en el palacete que se le habrá olvidado, gracias a que, ha llegado hasta allí.
Saludos.
Bueno, en realidad López ha sido un hombre de convicciones tan profundas y arraigadas, que en las Ejecutivas del PSOE le recuerdan porque hoy decía que Maragall le había convencido y mañana sostenía que estaba totalmente de acuerdo con Ibarra y Bono. Y todo el mundo sabía que Maragall y Bono defendían posiciones antitéticas.
Respecto al sistema de Cupo y Concierto Económico vasco-hispano, si defendían posiciones contrarias Bono y Maragall era porque Maragall se sugirió públicamente su abolición siendo ‘president’, algo que aún el morlaco manchego no ha llegado a hacer.
Las cosas como son.