El primer mandato de José María Aznar (1996-2000) discurrió sobre bases de equilibrio y moderación. Dentro -claro está- del carácter relativo que estas dos expresiones encierran cuando hablamos de política. Las urnas le habían dado el triunfo, pero no los escaños necesarios para alcanzar la mayoría absoluta del Congreso. Su acción de gobierno, por tanto, hubo de ser consecuada con otras formaciones del arco parlamentario, lo que le obligó a limar aristas y atenuar estridencias. La necesidad de pactar le obligó a ocultar la patita y a ofrecer un semblante abierto y tolerante.
Durante este período, el gobierno del PP -que, en el pasado, como hemos visto, impulsó varias iniciativas parlamentarias orientadas a promover la ilegalización de HB por la vía penal- no sólo no adoptó medida alguna para situar a la izquierda radical vasca al margen de la ley, sino que puso en marcha un proceso de diálogo con las miras puestas en el fin de ETA y en la definitiva regularización de las siglas que representan a ese espacio político. Todo el mundo recuerda aquella declaración solemne en la que Aznar afirmaba públicamente su disposición a hablar con el «Movimiento de Liberación Nacional Vasco». Y serán muchos los que recordarán, también, el efusivo aplauso que por ello le dedicó la prensa afín, cuyos titulares y editoriales se llenaron de epítetos elogiosos dedicados a ponderar el arrojo y la clarividencia del estadista visionario que sabe medir los riesgos y los tiempos cuando se encuentra ante coyunturas históricas.