El primer mandato de José María Aznar (1996-2000) discurrió sobre bases de equilibrio y moderación. Dentro -claro está- del carácter relativo que estas dos expresiones encierran cuando hablamos de política. Las urnas le habían dado el triunfo, pero no los escaños necesarios para alcanzar la mayoría absoluta del Congreso. Su acción de gobierno, por tanto, hubo de ser consecuada con otras formaciones del arco parlamentario, lo que le obligó a limar aristas y atenuar estridencias. La necesidad de pactar le obligó a ocultar la patita y a ofrecer un semblante abierto y tolerante.
Durante este período, el gobierno del PP -que, en el pasado, como hemos visto, impulsó varias iniciativas parlamentarias orientadas a promover la ilegalización de HB por la vía penal- no sólo no adoptó medida alguna para situar a la izquierda radical vasca al margen de la ley, sino que puso en marcha un proceso de diálogo con las miras puestas en el fin de ETA y en la definitiva regularización de las siglas que representan a ese espacio político. Todo el mundo recuerda aquella declaración solemne en la que Aznar afirmaba públicamente su disposición a hablar con el «Movimiento de Liberación Nacional Vasco». Y serán muchos los que recordarán, también, el efusivo aplauso que por ello le dedicó la prensa afín, cuyos titulares y editoriales se llenaron de epítetos elogiosos dedicados a ponderar el arrojo y la clarividencia del estadista visionario que sabe medir los riesgos y los tiempos cuando se encuentra ante coyunturas históricas.
El intento fracasó, como es sabido. Era la enésima tentativa frustrada, pero para el líder del PP fue la más importante, porque era la suya. Y al cabo de unos meses, la declaración de Lizarra, que se escapó de su control, sumió a Aznar en un estado de irritación y resentimiento, que se manifestaría con toda su crudeza a lo largo de su segundo mandato en la presidencia (2000-2004), al que accedió con una holgada mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado. Durate este periodo, sus fobias más patológicas no se proyectaron contra ETA, ni tan siquiera contra HB, sino contra el nacionalismo vasco democrático (PNV y EA), contra el que armó un agresivo discurso deslegitimador que difundió por todos los medios a su alcance, que eran muchos y muy poderosos.
Animado por este ofuscado impulso antinacionalista vasco, en las elecciones autonómicas del 2001, Aznar ensayó una intento de acumulación de fuerzas españolistas -envió al mejor de sus generales, Mayor Oreja, a la batalla del norte y sedujo a Redondo Terreros para que sumase todos sus efectivos a la legión imperial única- claramente orientado a apear, a las fuerzas abertzales, de todas las responsabilidades de gobierno en Euskadi. Pero no fue capaz de alcanzar el objetivo propuesto. Las urnas le negaron el cesarista triunfo al que aspiraba. Es entonces cuando se planteó en serio la posibilidad de alterar las bases electorales vascas, operando coercitivamente sobre el sistema de partidos a través del mecanismo de la ilegalización. En aquellas elecciones, Aznar comprobó que el voto de la izquierda radical vasca nunca pasaría en bloque a las candidaturas presentadas por las formaciones nacionalistas democráticas. «Si ilegalizamos sus siglas -pensó- y su voto alimenta la abstención o el apartado de los sufragios nulos, podrá ser posible alcanzar el triunfo que esta vez no ha sido posible».
Recuerdo que, una vez, especulando, con Iñaki Anasagasti, sobre la posibilidad de que el Gobierno de Aznar promoviese una iniciativa de este tipo, sacamos a colación la Ley de Defensa de la República, de 1931, que podía constituir un precedente muy peligroso de norma dictada en una etapa democrática con la intención de dotar a los poderes públicos de instrumentos muy expeditivos -entre los que se incluían algunos tan agresivos como el de la suspensión de Centros y Asociaciones- para combatir a los enemigos del régimen.
Y así fue. El mismo Aznar que cuatro años antes se había mostrado en radical desacuerdo con la ilegalización de HB argüyendo que constituía una medida «absolutamente estéril»; el mismo Aznar que un cuatrienio atrás se declaraba partidario de «actuar contra las personas que amparan, jalean o hacen apología del terrorismo, contra personas concretas, imputarles los delitos de los que son culpables, pnerles delante de un juez y que sean juzgados», pero consideraba, literalmente, «un camino equivocado» impulsar la ilegalización de un partido político, hacía pública, en mayo de 2002, su intención de tramitar un proyecto de Ley que iba a permitir «deslegalizar Batasuna a partir de junio».
Pero mucho más que el cambio de criterio de Aznar, que tiene a sus espaldas un larga trayectoria de metamorfosis y mudanzas en el terreno político -¿quién no recuerda al joven «falangista independiente» de los años sesenta o al nostálgico franquista de la Nueva Rioja?- sorprende el hecho de que tantos y tantos políticos, periodistas, profesores, analistas y tertulianos cayesen del caballo y descubriesen la necesidad de ilegalizar Batasuna exactamente el mismo momento en el que lo hizo el presidente popular del Gobierno. Súbitamente, una radiante luz pareció abrir los ojos de miles de ciudadanos a lo largo y ancho del territorio español, para hacerles ver, con meridiana claridad, no sólo que había que variar de posición en este tema, sino que, además, quien no lo hiciese era un cobarde, un inmoral o, sencillamente, un cómplice del terrorismo. Porque esta fue -recuérdese- la inflada retórica que se empleó contra el discrepante.
Javier Arenas, a la sazón secretario general del PP, intentó justificar el giro copernicano que dieron el Gobierno, y su presidente, con razones poco sólidas y bastante mal hilvanadas. Atribuyó el radical cambio de criterio al hecho de que «los últimos seis años han servido para certificar la identidad absoluta de ETA y un partido que se viste de democracia aunque es un partido violento».
El argumento no podía ser más chocante. Si el Gobierno hubiese estado, de verdad, en condiciones de acreditar la tesis de Arenas acerca de la «identidad absoluta» entre ETA y Batasuna ante un juez penal imparcial y en el seno de un proceso con todas las garantías, el dato hubiese servido para avalar la posición exactamente contraria a la adoptada por el PP: para sostener que había llegado ya el momento de aplicar con todo su rigor el Código Penal y de disolver una organización que, según repetían hasta la saciedad, era «lo mismo» que ETA. Conviene recordar a este respecto que el principal inconveniente con el que tropezaron en el pasado los intentos de promover la ilegalización de HB por la vía penal, radicaba precisamente en la dificultad de reunir pruebas de cargo suficientes como para dejar acreditado en sede judicial penal el carácter criminal de esta formación política. El curioso razonamiento gubernamental, sin embargo, venía a sostener que, precisamente en el momento en el que se disponía de base probatoria suficiente para acreditar sin ningún género de dudas que ETA y Batasuna «son lo mismo», en vez de recurrir al cauce penal, que es el que ha de utilizarse cuando se trata de combatir organizaciones delictivas, lo que procedía era soslayarla e instaurar una nueva vía que permitiera, también, ilegalizar Batasuna, aunque dejando libres a los que habían dirigido y gestionado durante años, una estructura que, siempre según la doctrina popular, era pura y exclusivamente delictiva.
Era demasiado evidente que las razones que se aducían para justificar la reforma legal, nada tenían que ver con las auténticas motivaciones que la animaban.
Ya entonces, alerté en un artículo que publiqué en la revista Hermes (número 7 publicado en noviembre de 2002), sobre la falsedad del discurso justificador de la reforma legal que apelaba a los principios y pretendía ampararla en la necesidad de defender a la democracia de sus enemigos. La Ley de Partidos Políticos, advertía entonces,
«Es muy oportuna para los intereses electorales del PP. Y son precisamente esos intereses electorales los que explican el radical cambio de criterio que Aznar ha impuesto en la política española con respecto a la actitud a mantener hacia Batasuna. La insistente invocación de los «principios»,no ha sido más que una hábil argucia dialéctica para impedir que la opinión pública reflexionase sobre la oportunidad de la Ley y descubriese -como inevitablemente se acaba descubriendo-, que el móvil que ha inducido al ejecutivo a impulsarla, entronca con el más descarado oportunismo partidista.
El PP lo ha intentado todo para neutralizar políticamente el nacionalismo democrático y arrebatarle el control sobre las instituciones autonómicas de Euskadi. En las elecciones del 13 de mayo de 2001, movilizó todos los recursos a su alcance para la consecución de dicho objetivo. Entre ellos, por supuesto, todo el aparato administrativo estatal: desde lso servicios de inteligencia hasta los fondos reservados, pasando por la red diplomática y consular. No sé si esto es muy respetuoso con los <<principios>> que deben imperar en democracia, pero así fue. Mas, como no ha podido obtener lo que pretendía, ensaya, ahora, el instrumento de la ilegalización, cuyos fines realmente oculta, cuidadosamente, tras el velo de los <<principios>>. Aquí está la clave del radical cambio de criterio auspiciado por Aznar en relación con Batasuna.
Si el frente españolista hubiese ganado las últimas elecciones autonómicas vascas -que nadie lo dude- ni se hubiese reformado la Ley de Partidos Políticos, ni se hubiesen invocado los <<principios>> para apoyar en ellos la ilegalización de una formación política. Ni el PP, ni el Gobierno, ni ningún otro de los que, al parecer, han encontrado en el cambio de criterio de Aznar la luz que ilumina su camino. Ahora, sólo resta comprobar en qué medida la artificial alteración que la aplicación de la Ley de Partidos Políticos va a suponer en el panorama electoral de Euskadi, contribuye a mejorar absoluta o relativamente las posiciones de los partidos que la impulsaron. Habrá que analizarlo con atención»
Estas reflexiones las escribí y publiqué hace siete años. No me digan que hoy, a la luz de lo ocurrido en las últimas elecciones autonómicas, no adquieren especial relieve. No tengo vocación de profeta. Y creo que tampoco cualidades. Pero me tocó participar muy de cerca en el proceso de gestación de la Ley de Partidos y siempre me pareció que aquello olía mal.
Aunque en un principio la iniciativa gubernamental tropezó con las reticencias del PSOE, lo cierto es que éstas no tardaron en disiparse. Los socialistas no fueron capaces de resistir los virulentos embates mediáticos que el Gobierno de Aznar lanzó contra los discrepantes. El líder de los populares llegó a amenazar a los socialistas, advirtiéndoles de que el proyecto se aprobaría en cualquier caso: con el apoyo del PSOE o sin él. Atenazados por esta presión, sus diputados negociaron con el Gobierno una serie de enmiendas que atemperaban los contenidos más corrosivos del proyecto y con este bagaje se lanzaron a una tramitación parlamentaria que no encontró más oposición que la de los nacionalistas vascos, los gallegos, ERC e Izquierda Unida. Las restantes formaciones del hemiciclo se plegaron sin condiciones ante la apisonadora alimentada por el acuerdo PP-PSOE.
Sin embargo, no todos los socialistas acogieron sin reparos aquel acuerdo. La inexorablem máquina propagandística que los populares y los socialistas pusieron en marcha para legitimar públicamente el acuerdo hizo que las suspicacias procedentes del PSOE se desarrollasen en la más estricta clandestinidad. Pero existieron. Podría citar muchos testimonios para acreditar este extremo, pero creo que basta con citar las palabras que Patxi López pronunció hace dos años en una entrevista concedida a Maria Antonia Iglesia, donde reconocía que el PP «les clavó» la Ley de Partidos Políticos sin que su representante en las negociaciones, Juan Fernando López Aguilar, fuese capaz de oponer resistencia. He aquí el testimonio de Patxi:
“Cuando estábamos cenando, llamó Juan Fernando López Aguilar por teléfono diciendo que el PP había propuesto la Ley de Partidos. Nos la habían clavado, porque Juan Fernando había dicho que sí sin discutirlo con nosotros. Había un cabreo generalizado en aquella cena, aunque luego públicamente tienes que salir poniendo buena cara, y especialmente Zapatero que tiene esa responsabilidad […] Fue una deslealtad absoluta. Lo entenderé así toda la vida. Además, aquella frase de Aznar de que la Ley se iba a hacer con o sin el PSOE”.
¿Quién sospechaba entonces que habría de ser, precisamente, el PSOE, el que más osadamente operase con la Ley de Partidos Políticos?
vaya lópez es un mentiroso compulsivo, se acordará de estas palabras o las decía porque era lo que tokaba? no se es verdad, pero su sra escribia los discursos de terreros? eran bastante frentistas.
ahora tenemos que pensar lo que nos espera para las municipales…………..volverán a intentar tomar las diputaciones el ppsoe? si es asi, si que nos va a doler que nos metan mano a la cartera.
Hola,
Interesante. Que nadie dude de la mendacidad de estos colectivos. No pararán hasta hacer olvidar a quienes tienen memoria lo que realmente ES.
Amaia, López tiene más declaraciones de desapego a la Ley de Partidos Políticos. No tan claras, probablemente, como la que reproduzco aquí, pero muy significativas, también. Como cuando decía, hace un par de años, que era evidente que «no era la mejor posible»