Durante la oscura y prolongada noche franquista, los partidos políticos -a excepción de los que el Caudillo unificó, en 1937, para situarlos bajo su supremo mando- hubieron de optar entre el exilio o la clandestinidad. El antipluralismo alcanzó, en esta época, su máxima expresión. Todas las formaciones políticas se encontraban fuera de la ley -tan sólo, insisto, la FET y de las JONS contaba con carta de legitimidad- y el mero hecho de militar en ellos -y no digmos ya participar en sus órganos de dirección- era perseguido por el régimen con especial saña. A donde no llegaba el Código Penal, que criminalizaba sin fisuras todas las expresiones de pluralismo discrepante, alcanzaban las zarpas de la policía política franquista, con sus delicados y civilizados métodos de seducción.
La sombra de esta brutal experiencia, muy poco presentable -ciertamente- en la Europa del Mercado Común, planeó, vergonzantemente, sobre quienes pilotaron la transición, llevándoles a compensar las libertades negadas en el pasado, con el establecimiento de un régimen sobre los partidos políticos que pusiera especial énfasis en su liberalización.
Es así como, en vísperas de la aprobación de la Constitución de 1978, las Cortes aprueban una Ley de Partidos Políticos -la Ley de 4 de diciembre de 1978- que restringe al máximo los controles legales sobre los mismos. Los trabajos parlamentarios previos dejan bien patente que, el principal propósito que perseguían sus promotores, consistía en liberalizar el régimen de partidos hasta el extremo de declarar, tan sólo, fuera de la ley, los que, por sus objetivos o actuaciones, se situasen claramente en el terreno delictivo. La eventual ilegalidad de una formación política, por tanto, se circunscribía, en exclusiva, a las que persiguiesen fines o utilizasen medios tipificados como delito. Todo ello -claro está- siempre que así lo declarase un tribunal del orden jurisdiccional penal, en el seno de un procedimiento tramitado con todas las garantías y sin menoscabo alguno del derecho fundamental a un juicio justo.
En la sesión plenaria del Congreso de los diputados que puso fin a su tramitación, el protavoz de la UCD afirmó hasta tres veces que el régimen de control que el nuevo texto establecía sobre las asociaciones políticas, se limitaba al terreno estrictamente penal. La Ley -aseguraba Meilán Gil al inicio de su intervención- preveía un control estricto «exclusivamente judicial, cuyos límites están en las fronteras del Derecho Penal». Al aludir a las causas legales que legitimaban las intervenciones públicas de control sobre los partidos, afirmaba nuevamente que, en el proyecto, «los motivos para ello están también tasados. Es la ilicitud penal y no cualquier otra ilicitud considerada genéricamente». Finalmente, al reseñar las aportaciones que los diferentes grupos parlamentarios habían efectuado para mejorar el texto original del proyecto, destacaba las realizadas de cara a «la fijación y concreción de qué ilicitud se trata: de la ilicitud penal, no de una contravención genérica del Derecho». Como se ve, estas intervenciones del diputado ponente ponen de manifiesto que, según el criterio cosensuado en la cámara, las asociaciones políticas no podían ser ilegalizadas más que cuando actuasen como instrumento para la comisión de delitos.
En este contexto se aprueba la Constitución de 1978, que dedica dos artículos a la regulación de los partidos políticos. El artículo 6 y el artículo 22 que se ocupa, genéricamente, del derecho fundamental de asociación. Resumiendo mucho todo lo que puede dar de sí la exégesis conjunta de estos dos preceptos, podemos destacar, a los efectos que ahora interesan, que la única regla sustantiva que contemplan de cara a la eventual ilegalización de un partido político es la recogida en el apartado 2º del artículo 22, que establece:
«Las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales».
Como se ve, el régimen constitucional de 1978 arranca, en el Estado español, sobre la idea de que los partidos políticos sólo pueden ser prohibidos o ilegalizados cuando sus objetivos o sus actuaciones penetran en el terreno delictivo. Esta constatación viene avalada por el hecho de que, durante la tramitación del proyecto constitucional, se intentó, sin éxito, introducir en el texto del artículo 6, una cláusula equivalente a la que, en Constitución alemana autoriza al Tribunal Constitucional a acordar la ilegalización de los partidos políticos que contravengan el orden fundamental libre y democrático. Su rechazo -en realidad, la enmienda fue retirada- pone en evidencia que, para las Cortes Constituyente, sólo el ilícito penal podía dar lugar a la ilegalización de un partido político.
Durante mucho tiempo, estos criterios han sido compartidos de modo prácticamente unánime por parlamentarios, autoridades gubernativas y jueces. Y quienes hacían votos por la ilegalización de un partido político, denunciaban, siempre, su carácter delictivo y su plena participación en hechos y actuaciones de carácter criminal y exigían a la fiscalía el inicio del procedimiento correspondiente. Recuerdo ahora, por ejemplo, la interpelación y consiguiente moción que Coalición Popular presentó en el Congreso, a principios de 1988, para instar al Gobierno a que «…interese del Fiscal General del stado, que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público presuntamente alterado por la actuación ilícita de la Coalición Herri Batasuna». La iniciativa arrancaba de unas declaraciones hechas por Felipe González en la tribuna del Congreso, en las que aseguraba «poder afirmar sin temor a equivocarse la interrelación entre ETA y Herri Batasuna». La moción fue rechazada con el voto negativo, entre otros, de los diputados socialistas. Pero lo que quisiera destacar ahora es que la pretensión se situaba estrictamente en el terreno del derecho penal. Los populares -y los que les apoyaron- deseaban que la fiscalía actuase contra HB por la vía penal, probando, en el seno de un procedimiento ad hoc, el carácter netamente criminal de la organización.
A finales de 1991, el Grupo Popular presentaba otro par de iniciativas en la misma dirección. Ante unas declaraciones de Rafael Vera, en las que se responsabilizaba públicamente a los dirigentes de HB de participar en la dirección de ETA, Alvarez Cascos preguntaba al ministro de Interior por las «acciones que ha emprendido el Gobierno» contra los mismos. La respuesta de José Luis Corcuera, resume gráficamente el razonamiento con el que los gobiernos socialistas de González rechazaron este tipo de iniciativas: «…lo que venimso haciendo desde hace mucho tiempo, y espero que no lo hagamos nosotros solos: continuar trabajando en la búsqueda de pruebas suficientnes para poderlos poner a disposición de la autoridad judicial».
En definitiva, no había pruebas de cargo suficientes como para plantear, con posibilidades de éxito, un proceso penal contra HB bajo la acusación de constitución una organización delictiva. En cualquier caso, nadie -ni Gobierno ni oposición- sugería la posibilidad de ilegalizar esta formación política por un cauce distinto al penal.
Estos planteamientos acabaron siendo compartidos por José María Aznar quien, en una entrevista concedida a varios medios de comunicación en vísperas de las elecciones generales de 1996 -recuérdese que fueron las que le llevaron por primera vez a la presidencia del Gobierno- afirmaba que la ilegalización de HB era una medida «absolutamente estéril». Lo que a su juicio procedía era «actuar contra las personas que amparan, jalean o hacen apología del terrorismo, contra personas concretas, imputarles los delitos de lso que son culpables, ponerlos delante de un juez y que sean juzgados». Pero el de ilegalizar a todo un partido político sobre la base de su presunta naturaleza delictiva era, para él, «un camino equivocado».
Este tipo de apreciaciones, de fuerte carácter jurídico, se completaban con argumentos de naturaleza más política que apelaban a la grandeza y la magnanimidad con las que había de actuar el sistema democrático para integrar al discrepante y ejercer sobre él una pedagogía atractiva, seductora e incluyente. Y este discurso no era privativo de la izquierda. Alguien tan representativo de la opinión de la derecha española como José Antonio Zarzalejos, se felicitaba, por ejemplo, en 1986, por la legalización de HB como partido político, afirmando que era «una bonísima noticia». Al permitirse la legal constitución de esta formación política -sostenía Zarzalejos-
«el Estado de derecho muestra su arraigo y consolidación permitiendo que un grupo político que rechaza la Constitución y el Estatuto se integre, con todas las garantías, en el juego político nacional […] El Estado se legitima con la garantía que presta al disidente, con el amparo al discrepante, con el respeto, en fin, a los derechos de los que difieren. Esta circunstancia -tarde o temprano- obligará a Herri Batasuna a un replanteamiento».
Este principio básico de ofrecer al disidente todas las garantías del Estado constitucional, asegurándole el respeto de todos sus derechos y libertades, no debía ceder, en opinión de Zarzalejos, ni cuando el partido recientemente legalizado se resistía a desmarcarse de la accdión violenta de E TA. En ello estaba en juego -sostenía- nada menos que la coherencia del sistema democrático. ´
Así, al comentar la multitudinaria manifestación que el 19 de marzo de 1987 acompañó el homenaje al ex etarra Txomin Iturbe, Zarzalejos expresaba estas ideas como sigue:
«…todo ello hay que digerirlo porque un régimen de libertades como el nuestro no tiene alternativas pra reprimir con la ley en la mano estas manifestaciones. Esa es la ventaja con la que cuenta ETA y su entorno: la coherencia de la democracia consigo misma. Y más vale que no se pierdan los nervios. Y que esa coherencia, esa lógica interna del sistema, se mantenga, aunque haya que ver y escuchar espectáculos como los del domingo en Mondragón […]. Si HB es persistente y tenaz en sus denuncias, en sus reivindicaciones y en sus objetivos, la democracia está siendo, por lo menos, tán sóllida, tan amplia y tan coherente como para admitir esos embates. Veremos quien, a la postre, sale ganando. Si ellos o la democracia. Este tipo de acontecimientos sólo puede enjuiciarse rigurosamente con la perspectiva del tiempo»
Repasar estos epidodios históricos a la luz de lo que ha ocurrido en Euskadi durante el último lustro, resulta sorprendente y, en ocasiones, hasta chocante. Pero no es exagerado afirmar que -matiz arriba, matiz abajo- durante los ochenta y los noventa, el estado de la cuestión se mantuvo en el Estado español en los términos que acabo de describir. La coherencia de la democracia consigo misma, obligaba a aplicar a los partidos políticos un régimen de máxima libertad, que sólo conocía limites cuando aquellos se convertían en un instrumento para la comisión de delitos. Según la percepción más general, los partidos sólo podían ser ilegalizados cuando -al igual que una sociedad anónima, una cooperativa o cualquier otra fórmula de sociedad o asociación- se limitaban a disfrazar, con apariencias de legalidad, una misión netamente delictiva. Y ello exigía, por supuesto, la tramitación de un proceso penal y la plena acreditación, en su seno, de los hechos delictivos que se le imputaban.
Lo que queda claro es que Aznar fue sincero en su pasado. No creía en la Constitución de 1978 y lo dijo (envió una carta al director del actual diario «La Rioja» cuando se llamaba «Nueva Rioja» y no se imprimía en Zamudio como ahora, siendo inspector de hacienda en la logronesa calle de Víctor Pradera, el fundador del navarrerismo que no se atrevió a negar la vasquidad de Navarra como hacen hoy ridículamente sus absurdos discípulos). No creía en la ilegalización de partidos y lo dijo, según nos reporta nuestro diputado Erkoreka. Incluso reconocía la existencia del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, y lo dijo.
Dijo todo lo contrario de lo que hizo desde su poderosa atalaya. Zapatero, con su inicial ímpetu, sólo ha continuado su obra. Así tenemos el problema donde lo tenemos.
Nada como tener memoria. Queda patente.
Querido Erkoreka, te he visto y oido, en actuaciones publicas y en radio euskadi, ¡me gusta tu estilo!, tambien es de agradecer, el que hayas resumido, un poco, el tema sobre la ilegalizacion de los partidos, haciendo un poco de historia
¿ que quieres que te diga?, que lo que mas me ha extrañado es que no lo hayan echo antes. Siempre he mantenido publicamente y ha quien me ha escuchado, que la ¡Ley de Partidos, es una ley tramposa echa por tramposos!, gracias a ella estan gobernando los descamisados, o PSE, o mejor dicho PSOE, porque el Sr. Lopez, ( en la politica de fondo), hara lo que le mande su jefe.
¡Dicho esto!, te dire, que al Sr. Urkullu Renteria, le envie, una carta certificada a la sede del partido en Bizkaia, el 12/III/2008, este parrofo, que te envio, es el final de la carta-
((((((!No te fíes del griego que te quiere regalar un caballo`¡.
Y ya solo faltaría que el Atletic de Bilbao, bajase a segunda y el Lehendakari fuese socialista, joder que panorama)))).
¡Por lo menos, el atletic, no bajo a segundo, sino seria la hecatombe!
Para mi es un axioma, ¡que los socialistas no son de fiar!, y me baso que en toda su historia, se ha visto de todo, la mentira es su fe, y desconocen lo que es la palabra, honor y principios, ¡antetodo, y a toda costa, mantener puesto y privilegios!.
Para mi, el PP, son autenticos, estos son los alevines de Franco, no se esconden, ¡o me aceptas como soy, o que te den!, odia y persigue con saña, a todo vasco, que no se siente español, y de gobernar ellos, terminarian por destruir el arbol de Guernica, como lo quisieron hacer, sus ancestros.
Pero los socialistas, son unos descamisados, ¡no se quien dijo esto, pero los describio a la perfeccion.
Agur, voy a desayunar
Las declaraciones de Zarzalejos, Corcuera y Aznar que has reflejado son verdaderas «joyas». Es evidente que quienes acusan al PNV de «equidistancia» y «colaboracionismo» (con una postura o la contraria) no gozan de buena memoria, no digamos ya de coherencia. Es el rigor de la política española, que tanto buen nombre ha dado a su democracia a lo largo de la Historia…
José Antonio Zarzalejos Nieto, representante de la «derecha fraguista»
Donatien, Vïctor Pradera reiteró su condición vasca con toda la fuerza de su dialéctica que era muy poderosa. Es más. Se reivindicó vasco completo: De esta y de la otra parte de los Pirineos. Su casa original está en Etxalar pero una de sus líneas ascendentes procedía de Iparralde.
Librepensador, no he escrito antes estas cosas, porque requieren tiempo y no siempre dispongo de todo el que quisiera. Pero el esfuerzo le parece útil, lo doy por bien invertido. Por cierto, lo de los descamisados era de Alfonso Guerra. Pero ahora no andan por ahí precisamente descamisados, sino con trajes elegantes y zapatos caros.
Edu, gozan de mala memoria y la complicidad de la prensa que «olvida» lo que a ellos no les interesa recordar. Así cualquiera.
Pero quién no procede de Iparralde en Etxalar o de Hegoalde en Makea? Pero es igual, como si se procede de Italia en alguna línea. No se trata de eso. Si Nafarroa toda -garaia ala beherea- no es vasca entonces tampoco lo es Bizkaia, es así de simple.
El caso es que, en efecto, Pradera (ascendiente del thinker del PSOE del que escribía en tu artículo sobre Eguillor, por anadidura), sentiría como un insulto a la decencia intelectual las zarandajas y patranas de los que han tomado el testigo de la vía navarrera que fundó, desde Rodezno hasta Aizpun para acabar con la alcaldesa burgalesa de Pamplona o el ínclito Sanz.
No sé como me vino a la memoria que en la calle Víctor Pradera está la delegación provincial de la hacienda común para La Rioja. Cosas de la materia gris. Pero es que es así. Cerca del Espolón, donde se halla la célebre estatua ecuestre de Espartero (ya sabe, el «Príncipe de Vergara», el que iba a defender los fueros vascos con su espada, según juró).
D.