El Gobierno del Estado ha encontrado un excelente aliado jurídico para avanzar con pie firme en la cruzada centralizadora que se ha propuesto. Me refiero al título competencial recogido en el artículo 149-1-13º de la Constitución, que reserva al Estado la facultad de fijar las bases y coordinar la planificación general de la actividad económica.
Hace ya mucho tiempo que el Tribunal Constitucional -cuyos miembros, conviene no olvidarlo, son, siempre, elegidos por el PSOE y el PP, con arreglo a criterios estrictamente idológicos y partidistas- impulsó una lectura expansiva de este precepto, que habilitaba al Estado para intervenir a su antojo en cualquier ámbito de la economía, incluidos aquellos sectores económicos que los Estatutos de Autonomía había reservado a la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas como -por poner un ejemplo- es el caso del Turismo.
Los años noventa del siglo pasado constituyeron la época en la que más claramente se hizo patente el esfuerzo del alto tribunal por ampliar el perímetro de esta competencia del Estado. Recuerdo que algunas de las medidas de ajuste que los poderes centrales adoptaron con motivo de la crisis económica de 1992 y la necesidad de respetar los criterios de convergencia fijados en el Tratado de Maastritch, proporcionaron al Tribunal el pretexto idóneo para tirar sin remilgos de ese título competencial, convirtiéndolo en una suerte de norma habilitante de carácter universal que apoderaba al Estado para todo lo que pudiera tener alguna relación con la economía. De hecho, la sutil y muy calculada interpretación del tribunal fue haciendo que, poco a poco, esta competencia pasase de circunscribirse a las «bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica», a constituir un titulo mucho más amplio y global sobre la «ordenación general de la economía». La diferencia, como puede verse, es notable.