Trinidad Jiménez no es nueva en el Negociado de Exteriores. Ya pasó por el Ministerio cuando ocupó, no hace todavía demasiado tiempo, la Secretaría de Estado de Asuntos Iberoamericanos. No ignoraba, por tanto que, antes o después, el desempeño del cargo para el que acaba de nombrarle Zapatero le iba a conducir a enfrentarse al sempiterno dilema que atenaza a los responsables de la acción exterior de los países democráticos: la necesidad de optar entre los valores y los intereses cuando unos y otros se presentan como antagónicos y no resulta posible conciliarlos. Ya escribí, hace unos meses, sobre este particular, al hilo de los retos a los que se enfrenta la Unión Europea ahora que el Tratado de Lisboa le habilita para implementar una política exterior propia (Ver el post titulado «Valores e Intereses en la política exterior de la Unión Europea», que vio la luz el 30 de enero de 2010)
Seguramente, Trinidad Jiménez confiaría en seguir soslayando el crudo dilema entre los intereses y los valores –como otro lo han hecho antes que ella- refugiándose en el cómodo argumento de que no se le presentan reñidos, sino agarrados de la mano y en plena sintonía. A los altos cargos del Ministerio de Exteriores les hemos oído afirmar, en más de una ocasión, que “los valores y los intereses no divergen, sino convergen”. Una frase sugerente y llena de candor que, además, resulta muy útil en la dialéctica política. Pero todos sabemos que no siempre ocurre así. Todos sabemos que hay ocasiones en las que no queda más remedio que optar entre complacer -o, cuando menos, no incomodar- a aquel de quien depende la buena marcha de nuestros intereses o, alternativamente, cerrar filas -caiga quien caiga, moleste a quien moleste- en la defensa de determinados valores y principios que se consideran fundamentales, como el respeto a la democracia y a los derechos fundamentales.