He comenzado el mes de noviembre en Kiev, capital de la República de Ucrania y cuna, según reza una de sus tradiciones más arraigadas, de la cultura eslava y de lo más granado del credo ortodoxo. Aunque desde el extremo occidental de Europa la vemos como un enclave exótico y remoto, Kiev es una ciudad interesante y atractiva, que se esfuerza día a día en despertar del penoso e interminable letargo soviético -¿o sería más correcto llamarle pesadilla?- y en trazar un camino propio y viable para un país sin apenas pasado político -en los últimos seis siglos ha dependido de Polonia, del Imperio ruso y del Imperio Austro-Húngaro- y con el alma partida entre dos vocaciones -la rusa y la europea- que se expresan, respectivamente, en la lengua de Fedor Dostoievsky y en la de Tarás Shevchenko.
En su condición de capital de Ucrania, Kiev alberga la sede de las instituciones centrales de de la República: las legislativas, las ejecutivas y las de carácter judicial. Por razones obvias, mis -nuestros, más bien, porque en el viaje hemos participado varios parlamentarios- contactos se han producido, sobre todo, con gentes encuadradas en las primeras; las de carácter representativo. Es en ellas, por tanto, donde voy a fijar mi atención en las líneas que siguen.