Me inicié en el estudio del Estado de Derecho a través de la conocida -y ya clásica- obra de Elías Díaz Estado de Derecho y sociedad democrática. Corrían los años setenta y, por aquel entonces, no había, entre nosotros, mucha literatura disponible sobre el particular. Durante los años siguientes tuve ocasión de completar aquella lectura inicial, casi ingenua, con los manuales oficiales de Derecho Público, que me aproximaron de un modo más sistemático a la idea de la norma jurídica como expresión de la mayoría y quicio nuclear de toda organización política democrática.
Varios lustros después, cuando escuché la expresión en boca de Mayor Oreja, confieso que una sacudida eléctrica me recorrió el espinazo. Me dio la impresión de que algo -o mucho- de lo que aprendí en torno a este concepto en mi etapa de estudiante, estaba siendo descaradamente adulterado. Las cosas no cuadraban. A partir de aquel momento, el Estado de Derecho se convirtió, en cuestión de semanas, en una de los principales baluartes del discurso más ortodoxo y correcto del PP. Cuando se proyectaba una tropelía, el Gobierno y sus altavoces invocaban el Estado de Derecho y hasta la iniciativa más perversa se tornaba inmacualada. Mis peores sospechas se vieron confirmadas. El Estado de Derecho sirvió para cerrar periódicos, ilegalizar partidos políticos, prologar gratuita e impunemente las detenciones preventivas, atribuir carácter retroactivo a las medidas restrictivas de derechos individuales, vulnerar la legalidad penal, incumplir sentencias y legitimar cualquier exceso o abuso de los poderes públicos que viniese articulado como norma jurídica. De tanto manosearlo con fines espurios, han acabado pervirtiendo el Estado de Derecho, que ha pasado de ser una garantía del ciudadano a constituir una coartada del poder.
Durante las últimas semanas se ha vuelto a invocar el Estado de Derecho en vano. Esta vez lo han hecho en relación con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, y para reclamar, precisamente, su más estricto cumplimiento. «Es preciso acatarla», se nos ha dicho y repetido, por activa y por pasiva. «No es lícito incumplirla», se nos ha advertido, «y menos aún defraudarla». «Las sentencias son para ser cumplidas», se ha pontificado. «Forman parte de las reglas de juego», han apostillado. Aunque el tono suena más estridente en boca de los populares, lo cierto es que, en este, como en otros puntos, su retórica no es muy distinta a la que esgrimen los socialistas. Tanto los unos como los otros comparten la ampulosa correcta prédica «nuestro Estado de Derecho». Ambos están muy bien de teoría. Como ironizaba un arzobispo recientemente fallecido, les faltarán las ideas, pero nunca les faltan las palabras. Ahora bien, el discurso es una cosa y la realidad otra bien distinta. Las florituras conceptuales van por una lado y la práctica cotidiana por otro.
Hago esta reflexión, porque el énfasis que unos y otros han puesto en la necesidad de respetar escrupulosamente el fallo sobre el Estatut, me ha hecho recordar el largo rosario de sentencias del Tribunal Constitucional que, ambas formaciones, en un sublime ejercicio de hipocresía, vienen mantenido incumplidas de mutuo acuerdo, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello. Voy a citar un par de ejemplo que, sin duda, podrían multiplicarse con un análisis más exhuastivo de la situación.
1.- La sentencia 136/1999, de 20 de julio, sobre la Mesa Nacional de Herri Batasuna. En este cardinal pronunciamiento, tan patente como silenciado, el alto tribunal postuló que la pena impuesta por el Tribunal Supremo a los dirigentes de la formación, vulneraba su derecho a la legalidad penal, porque no respetaba la proporción que ha de darse entre los hechos llevados a cabo y las sanciones recibidas. El origen de la contravención radicaba, según la sentencia, en el artículo 174 bis) a del Código Penal de 1973, que contemplaba un abanico sancionador excesivamente amplio para un tipo penal -el de colaboración con banda armada- que, por su genérica formulación, podía incluir conductas de muy diferente gravedad. En semejantes condiciones normativas, no era difícil que los tribunales acabasen imponiendo, como era el caso de la Mesa Nacional, penas desproporcionadamente graves por conductas de enorme levedad.
Aunque el reproche tenía por objeto un concreto precepto del Código Penal de 1973 -que en aquel momento ya estaba derogado- afectaba de igual manera al artículo 576 del Código de 1995, que reproducía literalmente el texto de aquél. La sentencia hacía votos por una reforma de la ley penal vigente, que corrigiese este defecto. Así lo entendió el propio Gobierno que, tras el verano, remitió a la cámara un proyecto de Ley Orgánica de reforma del artículo 576 del Código Penal. Su exposición de motivos no dejaba lugar a dudas en torno al sentido que el Ejecutivo atribuyó al fallo del alto tribunal. Decía textualmente lo que sigue:
«La sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de julio de 1999 pronunciado en el Recurso de Amparo número 5459/1987, obliga a revisar la configuración legal del delito de colaboración con banda armada al objeto de ajustarla a la interpretación que del derecho constitucional a la legalidad penal desde la perspectiva del principio de proporcionalidad ha realizado al alto tribunal»
El Gobierno, como se ve, estaba convencido de que la sentencia «obligaba» al legislador a «revisar la configuración legal» de este delito. No se limitaba a sugerirlo o a plantear la conveniencia de hacerlo, no. «Obligaba» a acometer la «revisión» del tipo penal.
Aquél proyecto de Ley no prosperó. Se quedó varado y maltrecho entre los peligrosos salientes del Congreso de los diputados. Alguna fuerza astral, no sé si física o sobrenatural, hizo que su tramitación se paralizase y que la parálisis se mantuviera firme hasta la conclusión de la legislatura. En el mandato siguiente, todo siguió igual. Y en la primera de Zapatero, cuatro años después, el Grupo Parlamentario vasco (EAJ-PNV) retomó el asunto a través de una Proposición No de Ley que se debatió en el Pleno del Congreso el 4 de octubre de 2005. Sólo pedíamos al Gobierno que diese cumplimiento a una sentencia del Tribunal Constitucional, remitiendo a la cámara, tal y como exigía la sentencia, un proyecto de Ley Orgánica para reformar el artículo 576 del Código Penal. La iniciativa fue rechazada con el voto en contra de los diputados socialistas y populares: computaron 33 a favor y 272 en contra. Y así hasta hoy. El PSOE y el PP, siempre dispuestos a acatar las sentencias de los tribunales, como instrumentos que son, de «nuestro Estado de Derecho», hace ya más de diez años que desatienden la «obligación» de «revisar» la configuración legal del delito de colaboración con banda armada que el Tribunal Constitucional les impuso en 1999. Ya ven todo el recorrido que tiene su firme e indeclinable vocación de acatar, siempre, digan lo que digan, nos pronunciamientos de los tribunales.
2.- Las sentencias 96/1996, de 30 de mayo y 235/1999, de 20 de diciembre, sobre competencias autonómicas en materia de crédito, banca y seguros. En estas dos resoluciones, el alto tribunal encomendó al legislador estatal la tarea de reformar la legislación básica a fin de dar cabida a las competencias legislativas que las comunidades tienen asignadas en esta materia en virtud de sus Estatutos. En el debate sobre el estado de la nación del año 2006, una Moción del PNV exigía la revisión de la legislación del Estado a ese propósito. Fue inesperadamente aprobada con el voto favorable del Grupo Parlamentario socialista. Pero una cosa es apoyar una Moción y otra, muy distinta, impulsar su aplicación. Y el Gobierno de Zapatero dejó concluir la legislatura sin cumplir el mandato parlamentario. Este año, hemos vuelto a registrar una iniciativa semejante. Pero esta vez se han opuesto a su aprobación tanto los socialistas como los populares. Catorce años después de dictada una sentencia del Tribunal Constitucional, todavía siguen votando en contra de su ejecución. Ese es todo el acatamiento que nuestros ilustres constitucionalistas prestan a los fallos del máximo intérprete de la Carta Magna. ¡Viva «nuestro Estado de Derecho»!
Menos mal que son ellos los que se reparten el nombramiento de los magistrados del alto tribunal. Si, como nos ocurre a nosotros, tuvieran que acatar los fallos dictados por tribunales designados por terceros, con arreglo a sus intereses políticos, me temo que aplicarían a las sentencias el paso foral sistemático: se obedece pero no se cumple.
Pues yo llevo dándole vueltas a la cabeza un par días con el asuntillo éste de la prohibición por parte del parlamento catalán de las corridas de toros.
No ha habido telediario, tertulia o programa de variedades que no haya tratado el asunto (las cadenas de TV han sido bastante insistentes con el tema). La razón principal que esgrimen los protaurinos, en su enojo, es que en una democracia no se debería prohibir nada. Que si los toros han de «morir», que sea de forma natural por falta de demanda o apoyo. Prohíbido prohibir dicen exaltados,… aquellos que se indignan por la ilegalización en una CCAA de un espectáculo que algunos consideran arte.
No es que su argumento carezca de lógica o lo considere falto de fundamento. Lo que me entristece sobremanera es que se monte todo este lío por una bocanada de opio y sin embargo aplaudan complacientes las clausuras, cierres e ilegalizaciones de partidos políticos, periódicos,… o la censura de ciertas proyecciones cinematográficas (y ésto sí que es arte) sólo porque no se expresan cómo deberían (aunque otros hagan lo mismo pero en otro sentido), o no vociferen el mensaje que nos gustaría.
Los toros están camino de dejar de ser el emblema nacional, en vez de conejos (como debería) quizás deberían ponerse cangrejos (por lo de ir o caminar hacia atrás).
Hola corruptillo:
«… El Estado de Derecho sirvió para cerrar periódicos, ilegalizar partidos políticos, prologar gratuita e impunemente las detenciones preventivas, atribuir carácter retroactivo a las medidas restrictivas de derechos individuales, vulnerar la legalidad penal, incumplir sentencias y LEGITIMAR CUALQUIER EXCESO O ABUSO DE LOS PODERES PÚBLICOS que viniese articulado como norma jurídica. De tanto manosearlo con fines espurios, han acabado pervirtiendo el Estado de Derecho, que HA PASADO DE SER UNA GARANTÍA DEL CIUDADANO A CONSTITUIR UNA COARTADA DEL PODER».
Un olvido. Nimio, pero olvido: ‘censurar exposiciones no convenientes’.
Una somera descripción de la coartada: lapidar artistas ‘molestos’ con cientos de falsedades inconexas (de tal incoherencia que han necesitado reiterada ‘ayuda’).
¿A quién que no lo quiera vais a engañar?. ‘Para conocer al hombre hay que derribar la máscara’, advirtió Melville.
Hola corruptillo:
Olvidé destacar en mayúsculas la milonga de los DERECHOS INDIVIDUALES: olvidé que, en casos ‘necesarios’, os gusta exigir firmar al personal ‘silencios’ de por vida. Quizá así, tras máscara, libertad de expresión y derechos humanos queden disipados en cualquier cuarto oscuro.
Sr Erkoreka, tranquilo, que tampoco esta vez las cosas van a cambiar mucho tras la sentencia del Estatut. Ya verá como el Estatut va a seguir adelante, se adaptará alguna cosilla sin importancia y se modificará alguna ley estatal para darle acomodo constitucional. La sangre no va a llegar al río por las leyes y reglamentos en Cataluña.
Lo que molesta mayormente, como ya le he dicho en anterior ocasión son los términos NACIÓN y lengua. La lengua es la que hay en Cataluña, en buena convivencia y la NACIÓN es un término tan ambiguo, polivalente, antiguo, absurdo e inconcreto que podemos seguir matándonos por él indefinidamente.
Lo de España es vergonzoso. No es un Estado de Derecho, sino un Estado de Deshecho. ¡Independentzia!