Múltiples voces, de las más diversas procedencias, vienen insistiendo, en estos últimos días, sobre la imperiosa necesidad de acatar la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional en relación con el Estatut. Unas y otras repiten hasta la saciedad la fatigosa cantinela del Estado de Derecho, el imperio de la ley, las reglas de juego, el papel esencial de los jueces, la imparcialidad de los tribunales, etcétera, etcétera. Nada tengo que objetar al hecho de que ese discurso candoroso y «correcto», venga formulado por teóricos del abstracto o gentes de la Academia que están obligadas a mantener la compostura. Pero el relato buenista e ingenuo no me parece tan admisible cuando lo escucho de boca de los que se han pasado los últimos años maniobrando arteramente para asegurarse que el Tribunal emita el juicio más favorable posible a sus respectivas posiciones políticas. Me parece un acto de cinismo supremo que, quienes han desarrollado todo tipo de esfuerzos para poner en el Tribunal a sus amigos más dóciles, cambiar las reglas de funcionamiento interno, impedir su renovación en tiempo y forma, recusar a los desafectos, presionar a los magistrados con artes burdas o sutiles y propiciar toda suerte de enjuagues y manipulaciones, se pongan ahora solemnes y nos exijan a todos los que hemos asistido perplejos a tan penoso espectáculo, que respetemos a pies juntillas el fallo dictado y dejemos de ver en el alto tribunal -permítanme la ironía- la escandalosa gallera en la que el PSOE y el PP han venido midiendo la fortaleza de sus respectivos espolones político-judiciales. Me resisto a dar por buena semejante pretensión. Si ayer, el Tribunal Constitucional era tan sólo un tablero -uno más- para que los socialistas y los populares echasen sobre él uno de sus inveterados pulsos político-partidistas, no puede ser que hoy, ese mismo Tribunal se haya convertido en un órgano digno del máximo respeto, cuyos veredictos, cargados de auctoritas y buen sentido, han de ser asumidos sin rechistar por las instituciones y los ciudadanos. Una reyerta partidista es, siempre, una reyerta partidista, aunque quienes participan en ella se presenten en el campo de batalla ataviados con toga y puñetas. La indumentaria negra y las formalidades jurídicas no alteran el sentido último de la confrontación.
Pero la sentencia es toda una cantera de acontecimientos chocantes y curiosos. Según parece, no todos los que nos exhortan a acatarla comparten la misma idea sobre lo que significar acatar las resolulciones de un tribunal. Veamos algunos