A partir de hoy se inicia en el Congreso el debate parlamentario sobre el proyecto de Ley que aborda la reforma del mercado del trabajo. Reconozco que no soy un experto laboralista. No tengo empacho en admitir que, por razones que no hace al caso precisar en este momento, el Derecho del Trabajo constituye un ámbito de mi formación jurídica en el que se dejan sentir notables lagunas. Creo, sin embargo, que ello no me desautoriza para expresar, en este humilde blog, alguna de las impresiones que me ha producido el análisis de la reforma que propone el Gobierno, que me he visto obligado a estudiar, a uña de caballo, de cara a su tramitación parlamentaria.
Uno de los puntos que más me ha llamado la atención, tiene que ver con la escasa importancia que, en general, se atribuye al modelo económico y a la cultura empresarial imperantes, a la hora de configurar jurídicamente la relación laboral. Se habla in abstracto del coste del despido, sin tener en cuenta que, un mismo régimen de extinción del contrato de trabajo puede producir efectos radicalmente distintos en contextos económicos diferentes. Me explico. En una economía industrializada y altamente tecnologizada, basada en el conocimiento y en una elevada productividad, el empresario no tiende a prescindir de sus trabajadores, que constituyen la base del éxito de su compañía, sino a mantenerlos vinculados a la empresa, con el fin de aprovechar su alto valor añadido y optimizar la inversión llevada a cabo en su formación y capacitación profesional. Ni con un despido de coste cero sería imaginable que, en unas condiciones como las descritas, el empleador fuera a renunciar al capital humano de su empresa y a dedicarse a despedir sistemáticamente a los miembros de la plantilla.