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Posts Tagged ‘Izquierda autodenominada abertzale’

Hoy hemos dado fin a la tramitación del proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2012. Mañana, sin más demora, se remitirá su texto a la cámara alta, para que los senadores evacúen el trámite a uña de caballo. El paso del proyecto por el Congreso ha sido una marcha militar. Son las cosas de la mayoría absoluta. De las más de tres mil enmiendas parciales que los diferentes grupos registraron en tiempo y forma, la Comisión de Hacienda sólo aceptó tres. Dos anecdóticas y una simbólica. La simbólica, por cierto, tiene por objeto respaldar financieramente la lectura complaciente que el navarrerismo de UPN hace de la conquista del Viejo Reino por parte de Castilla.

En el Pleno, la actitud del grupo mayoritario ha sido un poco menos generosa. Desde el lunes hasta hoy hemos llevado a cabo más de quinientas votaciones -algunas enmiendas se votan conjuntamente- pero el Grupo Parlamentario popular no se ha desmarcado un ápice de su guión original. Ha votado que no a todas las enmiendas y ha votado que sí a todos los dictámenes. La experiencia ha suministrado abundante material para alimentar el -ya de por sí bastante rico- anecdotario del Congreso.

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No creo exagerar si afirmo que fui uno de los primeros que desarrolló de un modo ordenado y sistemático la argumentación tendente a defender, desde el ordenamiento jurídico español, la posibilidad de que las selecciones deportivas autonómicas puedan integrarse directamente en las estructuras deportivas supranacionales y participar, sin límite alguno, en las competiciones internacionales de carácter oficial.

Fotografía obtenida en la puerta del Congreso el 18 septiembre de 2007, tras el debate mantenido en el Pleno en torno al reconocimiento de las selecciones nacionales catalana, gallega y vasca. En ella se ve a diputados de varias formaciones nacionalistas

Fotografía obtenida en la puerta del Congreso el 18 septiembre de 2007, tras el debate mantenido en el Pleno en torno al reconocimiento de las selecciones nacionales catalana, gallega y vasca. En ella se ve a diputados de varias formaciones nacionalistas

El hecho tiene una explicación fácilmente comprensible. Mi primera experiencia profesional -bueno, en realidad, la segunda- tuvo lugar en la asesoría jurídica del Departamento de Cultura del Gobierno vasco y esa plataforma institucional me permitió profundizar en las espacialísimas singularidades del derecho del Deporte, entonces, aún, más desconocidas que ahora, y prestar atención al ordenamiento autonómico en su específica proyección sobre el hecho deportivo.

Por lo que a este último punto se refiere, pronto me dí cuenta de que, tras la aprobación del bloque de la constitucionalidad -básicamente la Carta Magna y los Estatutos de Autonomía- la intervención pública del Estado en el ámbito del deporte se llevaba a cabo sin base competencial ad hoc. Se trataba de una intervención fáctica, sin título competencial habilitante que, aunque nadie ponía en cuestión -debido, entre otras cosas, a la fuerza de la inercia- carecía de legitimidad jurídica directa. Pensé que aquella curiosa circunstancia, en la que nadie parecía reparar, había de ser puesta de manifiesto y sometida a contraste público. Y pensé también que, quien se aprestase a hacerlo, contribuiría a enriquecer la argumentación de quienes reivindicaban el pleno reconocimiento de las selecciones nacionales vascas, apelando exclusivamente a la voluntad mayoritaria de los ciudadanos y a un genérico e impreciso derecho de las federaciones deportivas vascas a participar en todo tipo estructuras y encuentros deportivos internacionales. Estaba convencido de que, a la razón política que, ya entonces, venía dando sustento a la reclamación de las selecciones deportivas autonómicas, podía añadírsele una más que sólida razón jurídica. Y me lancé a la tarea.

Mis reflexiones las expresé por escrito hace ya veinte años. O mucho me equivoco, o ESAIT no había nacido aún. Y las publiqué en la Revista Vasca de Administración Pública (RVAP) núm. 36, correspondiente al segundo cuatrimestre de 1993. El trabajo, escrito en euskera, llevaba por título “Autonomi-elkarteen eskuduntza esklusibo desitxuratu bat; kirolarena”.

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Junto a la tapia exterior del cementerio de Begoña luce una pintada reciente, ejecutada con pintura negra y excelente letra, que dice: «Iraultza ala hil». Es una calco textual, expresado en euskera, de la conocida consigna «Revolución o muerte», muy extendida entre los líderes y cabecillas de la izquierda iberoamericana más irredenta. Un amigo me refirió un día que, tiempo atrás, se había encontrado en Cuba con una pintada que llevaba ese mismo texto, junto a la cual, una mano furtiva había añadido la frase: «valga la redundancia». Evidentemente, no le creí. Me pareció imposible que un mensaje tan corrosivo para el régimen castrista pudiera permanecer expuesto en una calle de Cuba durante más de 24 horas.

Una canción revolucionaria de los heróicos tiempos de la Sierra Maestra, expresa una idea semejante a la que encierra este lema: «Primero dejar de ser/primero dejar de ser/primero dejar de ser/que dejar de ser revolucionario». La tonadilla tiene fuerza y ritmo. Es francamente atractiva. Pero seguro que más de uno de los que fueron excluidos por el régimen de Castro podrían darle la vuelta al argumento y objetar que a muchos cubanos se les obligó a dejar de ser, precisamente porque dejaron de ser revolucionarios.

Pintada en azul en las escaleras que conducen a la basílica de Begoña

Pintada en azul en las escaleras que conducen a la basílica de Begoña

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El pasado viernes dí una charla sobre temas de actualidad política en un batzoki de Bizkaia. Afuera llovía a cántaros -el mes de abril ha hecho justicia al refrán que pronostica «aguas mil»- pero en el interior del local se percibía el calor propio de una organización viva y pujante. Cuando concluí mi intervención, el presidente de la organización municipal abrió un coloquio en el que se me formularon muchas preguntas. La actualidad está henchida de noticias inquietantes que suscitan interés y preocupación. El toma y daca estuvo interesante. Todos hablamos con claridad y franqueza.

Al término del acto, un joven que había planteado varias cuestiones durante el coloquio, me retiró aparte y me preguntó cómo podía acceder a las enmiendas planteadas por Amaiur contra las principales iniciativas legislativas del Gobierno de Rajoy. Según me dijo, está elaborando un estudio politológico sobre la labor institucional de una formación política que ha hecho -y sigue haciendo- mucha política alternativa e incluso abiertamente anti-institucional. Por supuento que me presté a ayudarle. «¿Qué enmiendas son las que interesan?», le pregunté. «Para empezar -me respondió- las que han presentado contra las tres leyes que estos días acaparan los titulares de prensa: la de Estabilidad Presupuestaria, la reforma laboral y la de Presupuestos para 2012. Si no te importa -añadió- ya te iré pidiendo más material en el futuro». Quedamos en que haría la búsqueda y le remitiría los materiales que le interesaban tan pronto como diese con ellos.

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Hubo una época en la que los dirigentes de la izquierda abertzale reivindicaban el derecho de los presos de ETA a cumplir íntegramente  las condenas que les habían sido impuestas por los tribunales españoles. No estaba bien visto acceder a los beneficios penitenciarios. Se consideraba un signo de debilidad; de renuncia; de claudicación. Algo equivalente a mancillar la militancia dejándose seducir por los insidiosos guiños de complicidad del enemigo. Recuerdo el caso de un preso apodado Txomiñena, que llegó a denunciar el hecho de que las autoridades penitenciarias le hubieran concedido el tercer grado sin que él lo hubiese pedido. Eran otros tiempos, evidentemente. Cumplir íntegramente las penas impuestas por el régimen represivo era reputado como timbre de gloria; como la plausible expresión de una militancia firme, que no cedía ante las trampas tendidas por el Estado opresor.

Hoy no es frecuente que los presos de ETA desprecien los beneficios penitenciarios a los que se pueden acoger. Y menos aún que renuncien a los ya obtenidos. Antes al contrario, lo habitual es que se aferren a ellos como un clavo ardiendo. Así lo estamos viendo, entre otros, con todos aquellos que se han visto afectados por la conocida como doctrina Parot, que fue definida, como se sabe, en la sentencia del Tribunal Supremo 197/2006, de 28 de febrero.

Reconozco que cuando tuve conocimiento de la sentencia a través de los medios de comunicación, la música no me sonó bien. Sin ser especialista en Derecho Penal, me pareció que alterar in peius un criterio jurisprudencial tan arraigado como el que venía a modificar el Tribunal Supremo y en un ámbito tan relevante para la duración efectiva de las penas, no casaba bien con la cultura de las garantías y con la regla de la irretroactividad de las normas penales no favorables que había estudiado en la Universidad. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo que comenté el caso con Diego López Garrido, que por aquella época ejercía de portavoz de los socialistas en el Congreso. Su impresión coincidía con la mía. Aquello parecía un atropello sin cuento. Tenía todas las trazas de una arbitrariedad sacada de la manga con el propósito de obstaculizar el buen fin del alto el fuego que ETA iba a decretar en breve. No podía ser constitucional. Su comentario fue expeditivo: «Eso lo echará para atrás el Tribunal Constitucional». Esto último -huelga decirlo- yo no lo tenía tan claro.

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Esta semana hemos sabido que el diputado de Amaiur, Iñaki Antigüedad, abandona definitivamente el Congreso de los diputados para dedicarse a la Universidad. La Comisión del Estatuto del Diputado había dictaminado días antes que no podía compatibilizar la condición de miembro electo de la cámara baja con el ejercicio de la función pública docente en la Universidad del País Vasco. Estaba, por tanto, obligado a optar, según establece el artículo 19-3º del Reglamento del Congreso, entre «entre el escaño y el cargo incompatible». Y ha optado por el cargo incompatible, aunque dejando claro que no por ello dejará la política activa.

Es una pena. Antigüedad es inteligente, rápido y ocurrente. Reúne, sin duda, cualidades personales como para ser un buen parlamentario. Así lo atestiguan, por otra parte, quienes le han visto desempeñar funciones representativas en las Juntas Generales de Bizkaia y en el Parlamento vasco. Pero nada puede reprochársele por haber preferido seguir dedicándose a la academia. Se trata de una decisión legítima, que es preciso respetar. La vocación profesional, como la política, es algo que pertenece a la esfera más personal e íntima del ser humano. Si ha optado por quedarse en la Universidad, tiene pleno derecho a hacerlo.

Sin embargo, no puedo compartir el halo victimista con el que la izquierda abertzale ha rodeado la decisión. Al comunicar a la opinión pública las razones de su despedida, Antigüedad y sus compañeros de coalición han dejado entrever que su renuncia al escaño ha sido provocada por una lectura restrictiva del Reglamento de la cámara, concebida por el PP con el específico y malévolo designio de castigar a Amaiur. Pero creo, sinceramente, que no hay base objetiva para hacer una denuncia así.

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En alguna ocasión he escrito sobre las diferentes estrategias con las que el vasquismo y el catalanismo políticos han desarrollado su actividad política en Madrid. Como la guerra de sucesión arrumbó con el régimen foral de Catalunya, durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX, la política catalanista ha sido una política de carácter eminentemente proyectivo, empeñada en reformar la estructura institucional y territorial de España con el fin de que los catalanes pudieran sentirse más cómodos en su seno. Los vascos, por el contrario, disfrutamos de los fueros hasta 1876. Y aun después, hemos venido gozando de un régimen fiscal de raíz foral -el Concierto Económico- que sólo ha conocido el paréntesis excepcional que Franco abrió en 1937 con las dos provincias traidoras. La política vasquista ha sido, por ello, más bien defensiva; rigurosamente fuerista. Dicho sintéticamente: mientras los catalanes se afanaban en proponer reformas de carácter general con el propósito de reorientar la estructura del Estado hacia un modelo reformado en el que ellos pudieran tener un encaje más satisfactorio, los vascos nos dedicábamos a defender con uñas y dientes el tasado autogobierno que aún nos quedaba (ver, entre otros, «Catalanes y vascos en las Cortes españolas«, publicado en este blog el 21.09.09) Todo ello, claro está, sin perjuicio de que durante todo este dilatado período de tiempo, haya habido catalanes y vascos que, pese a su origen, hayan consagrado su vida pública a hacer política estrictamente españolista.

Estas diferentes trayectorias del catalanismo y del vasquismo políticos, han influido de modo no desdeñable en las estrategias políticas posteriormente implementadas por los correspondientes nacionalismos. Las inercias tienen su peso. El nacionalismo catalán ha seguido conservando mucho del carácter proyectivo que inspiró el catalanismo de los siglos precedentes. Y hasta tiempos muy recientes, sus planteamientos políticos estaban preñados de propuestas concebidas para reformar el Estado español con el fin de propiciar su mejor acomodo. Al nacionalismo vasco, por el contrario, siempre se le ha reprochado el hecho de carecer de un proyecto «para» España y de disponer, en todo caso, de un planteamiento «contra» España. El nacionalismo catalán nunca ha dudado de la conveniencia de participar en las elecciones generales y de integrarse -cuando la apertura democrática lo hacía posible, evidentemente- en las instituciones centrales del Estado. Todavía hay quien se sorprende cuando se entera de que el líder independentista catalán, Lluys Companys, posteriormente fusilado por las huestes de Franco, fue nada menos que ministro de Marina en la segunda mitad de 1933.

Entre los nacionalistas vascos, por contra, siempre ha habido reticencias en todo lo que tiene que ver con la participación en la política española. De hecho, no concurrimos a las Cortes hasta 1918. Y años después, tal como hice notar en otro post hace unas semanas (vide «Sopas sin sorber no puede ser», publicado el 05.01.12), todavía seguía el criterio de no implicarse en la política española más que en la medida en que ello fuera estrictamente indispensable para la defensa de los intereses vascos, en general y, más concretamente, para avanzar en el autogobierno. En aquella época, la participación en el Gobierno español era, sencillamente, inimaginable para el nacionalismo vasco. El caso de Irujo fue una excepción sólo explicable por la situación de guerra.

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Hace casi dos años, publiqué en este blog una entrada sobre el juez Garzón (ver «¿Todos somos Garzón?» que vio la luz el 22.04.10), en la que expresaba mis impresiones y opiniones apropósito de su trayectoria y de la campaña de exaltación de la que estaba siendo objeto en aquél momento. El transcurso del tiempo no ha alterado mi opinión. Aunque hoy modularía algunas expresiones, sigo pensando básicamente igual.

Nunca he creído que Garzón fuera un buen juez. Y tengo la impresión de que la opinión que abrigo a este respecto, no constituye, precisamente, algo único y excepcional. Son muchos los que, más allá de la presión de las modas del momento, tienen la misma o semejante percepción. Y no sólo entre el público menudo y lego en cuestiones jurídicas. Basta repasar los tirones de orejas que Garzón ha recibido por parte de la sala segunda de la Audiencia Nacional para darse cuenta de que, en opinión de los propios magistrados que han tenido que evaluar su trabajo, la labor que ha desarrollado como instructor ha sido manifiestamente mejorable.

Su fama trasciende fronteras, es evidente. Garzón es todo un icono en los países iberoamericanos. Pero no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que la ostensible notoriedad pública que le han dado algunas de las causas a las que más tiempo y esfuerzo ha dedicado, se ha nutrido, en buena parte, de actuaciones jurídicamente cuestionables y de interpretaciones de la ley, singulares, sorprendentes y, en ocasiones, hasta caprichosas. Y hay razones para sospechar que si ha optado por ese tipo de actuaciones judiciales e interpretaciones legales -cuestionables y caprichosas- ha sido, precisamente, porque lo que perseguía no era la ecuánime y ponderada aplicación de la ley, sino la relevancia mediática que aquellas le habían de dar. Son las inevitables ataduras del vocacional del estrellato. Es difícil saltar a la primera plana de los medios de comunicación con resoluciones grises y previsibles sobre asuntos rutinarios.

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La verdad es que no ha sorprendido a nadie. Ya lo anoté la semana pasada en este mismo foro. Estaba cantado que, antes o después, Rosa Díez iba a plantear en el Congreso alguna iniciativa encaminada a exigir al Gobierno la puesta en marcha de los mecanismos judiciales legalmente previstos para la ilegalización de Bildu y Amaiur. Los populares han insistido tanto, y durante tanto tiempo, en la necesidad de activar sin demora esos mecanismos, que la presidenta de UPyD ha querido ponerles a prueba.

Es cosa sabida que, cuando se trata de afrontar los problemas directa o indirectamente relacionados con ETA y su entorno, las poses de firmeza tienen muchos adeptos entre los electores españoles. Unos adeptos a los que resulta mucho más fácil satisfacer desde la libre demagogia del opositor que desde la obligada responsabilidad del gobernante. Y Rosa Díez ha querido aprovechar el acceso del PP al Gobierno para tensar la cuerda y tomarles la pedida a Rajoy y sus seguidores. Su estrategia era francamente redonda. Nada tenía que perder. Ocurriese lo que ocurriese, su formación salía ganando. Si conseguía empujar al Ejecutivo hacia la vía de la ilegalización, el mérito era suyo. Y si, por contra, el Gobierno se resistía a avanzar en esa dirección, el activo electoral que acompaña al discurso de la intransigencia, abandonaría automáticamente a los populares para pasar en bloque a respaldar a UPyD.

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Estaba cantado. No hacía falta ser demasiado sagaz para suponer que, antes o después, Rosa Díez iba a presentar alguna iniciativa instando al Gobierno a la adopción de las acciones necesarias para promover la ilegalización de las nuevas siglas que han nacido del seno de la izquierda abertzale: Bildu y Amaiur. Y, efectivamente, ha ocurrido. Ayer, miércoles, la portavoz de UPyD formuló una interpelación al ministro de Interior sobre «los propósitos del Gobierno en relación a la ilegalización de las coaliciones Amaiur y Bildu«. El PP ha hecho tanta demagogia con ese asunto durante el último año que, ahora que está en el Gobierno y le toca, por tanto, actuar con tacto, tiento y prudencia, es requerido por su antigua compañera de viaje para poner toda la maquinaria policial y jurídica del Ejecutivo al servicio de lo que conjuntamente exigieron al Gobierno socialista hasta el mismísimo 20-N.

Como el ministro -condicionado, como estaba, por el discurso que los populares han mantenido hasta ayer mismo- no podía discrepar de las valoraciones básicas sobre las que descansaba la interpelación de la diputada Díez -de hecho, ha dado comienzo a su intervención señalando a la interpelante que «a mí no me ha de convencer […] de lo que es ETA, de lo que es Bildu y de lo que es Amaiur»- ha optado por apelar a la prudencia. A lo que la interpelante ha respondido en tono hiriente que, a la prudencia, se le «podría llamar cobardía».

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