Jacinto Miquelanera fue un escritor bilbaino de vocación periodística y vida viajera, que murió en los años sesenta, arrollado por el tren, en una estación del metro de París. Aunque en su juventud cultivó un cosmopolitismo liberal de fuerte sesgo antinacionalista vasco, acabó, como la gran mayoría de la inteligentsia bilbaina que frecuentaba las tertulias del Lion d´Or, seducido por la estética fascista de la Falange y aplaudiendo desaforadamente el régimen liberticida del general Franco. Durante la II República, mantuvo una estrecha relación personal con Primo de Rivera. Fue contertulio asiduo de «La Ballena Alegre» y comensal en las cenas de Carlomagno. También contribuyó a redacción la letra del «Cara al Sol».
Aficionado al periodismo deportivo, dirigió, durante años, el diario Excelsior, que el grupo Euzkadi editaba en Bilbao, bajo la batuta del PNV. Su furibundo antinacionalismo vasco no le impidió, al parecer, dirigir una empresa informativa auspiciada y sostenida económicamente por gentes que obedecían a esa órbita ideológica. Después, cuando pasó a trabajar en el diario ABC, se despacharía a gusto con ellos, zahiriéndoles con sus mordaces ironías.
Durante los primeros años de la guerra civil, padeció los rigores propios de la vida de un refugiado en la sede una embajada iberoamericana en Madrid. Su experiencia la dejó escrita en dos relatos autobiográficos titulados Cómo fui ejecutado en Madrid (Ávila, 1937) y El otro mundo (Burgos, 1938).
Aunque su producción escrita fue muy desigual, Miquelarena escribía bien. Era un hombre leído y culto, muy inclinado al estilo irónico y humorístico. En el artículo que hoy reproduzco, que se publicó en el diario ABC de Sevilla hace ahora setenta y cinco años, hace gala de ambas cosas: de cultura y de sentido sarcástico. La guerra civil se encontraba en pleno fragor. Bilbao había caído en manos del Ejército franquista, y los rebeldes, amparados por la aviación alemana y el apoyo terrestre de los Flechas negras, avanzaba inexorablemente en dirección a Asturias. Y Miquelarena, liberado ya de su forzado encierro en Madrid, vuelca su pluma en legitimar la causa de los sublevados y avalar su glorioso avance a lo largo de la costa vasca.