Todavía conservo el recorte de una entrevista que el profesor e investigador Juan Sisinio Pérez Garzón concedió, hace casi una década, al diario La Vanguardia, con motivo de la presentación de un libro colectivo en el que varios historiadores analizaban la importancia que el nacionalismo ha revestido en la elaboración de la historia de España. Una historia -decían- concebida y construida para desempeñar la relevante función social de hacer buenos españoles.

La bandera monárquica ondea sobre el islote de Perejil tras se reconquistado por el Ejército español.
Una de las afirmaciones del entrevistado que el medio elevaba a la categoría de titular, decía que “la característica dominante del nacionalismo español actual es que no se reconoce” [La Vanguardia, 29.03.01]. Con posterioridad tuve ocasión de consultar el libro -que adquirí, por supuesto, y obra en mi biblioteca, aunque no resulte fácil ya adquirirlo en el mercado- y comprobé que esta idea se desarrolla ampliamente en el interior, con abundancia de datos y sólidas argumentaciones. El rótulo que lo encabeza resulta sumamente gráfico: La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder. La elocuencia del mensaje inserto en el título y el subtítulo explica bien a las claras por qué la obra fue silenciada por los grandes medios y no contó con la generosa difusión que otros libros, mucho menos interesantes y rigurosos, reciben en el mercado bibliográfico.
Desde entonces -aunque esta era, obviamente, una percepción que ya albergaba de tiempo atrás- me he divertido mucho contemplando los intentos, tan patéticos como infructuosos, que los nacionalistas españoles más acendrados llevan a cabo para dejar patente ante el orbe todo su inequívoca condición de no-nacionalistas. Lo digo sin acritud. Resulta, de verdad, sugerente, entretenido y hasta ameno, encontrarse con gentes cuya conducta y trayectoria encajan perfectamente en el arquetipo del nacionalista exaltado pero que, sin embargo, viven obsesivamente la idea de presentarse ante la opinión pública como no-nacionalistas. Las acrobacias argumentales en las que a veces incurren para intentar demostrar lo indemostrable, se le hacen a uno realmente simpáticas, cuando no abiertamente cómicas.