Recuerdo que en una larga conversación que hace algún tiempo mantuve con un prelado vasco en torno a las interferencias cruzadas que se producen entre la política y la religión, me dijo que, en su opinión, la política es, por su propia naturaleza, globalizante y envolvente de toda la vida social; de manera que todo aquello que de alguna manera puede servir a una determinada causa política, es automáticamente instrumentalizado y puesto a su servicio. «No es algo que ocurra solamente con la Iglesia», añadió. «Sucede, también, con la educación, con los medios de comunicación, con la economía, e incluso con el deporte. Se trata de una expresión más de la irrefrenable tendencia de la política a buscar la eficacia a cualquier precio. El político que tiene algún poder, siempre trata de utilizar la religión, la Iglesia y la fe para sus propios intereses partidistas».
Su comentario -no sabría decir por qué, dado que existen ejemplos más cercanos- me trajo a la mente la figura del dictador dominicano Leónidas Trujillo, gráficamente representado por Vargas Llosa en La fiesta del chivo, cuando buscaba, infructuosamente, en los momentos de mayor tensión, que la Iglesia católica le invistiera con el pomposo título de Gran Benefactor.
No voy a negar que la política tienda a encuadrar todo lo que ocurre en la sociedad con arreglo a sus estrictos parámetros ideológico/estratégico/partidistas. Pero no es menos cierto que la religión goza, también, de una vocación globalizante que afecta a todos los ámbitos de la vida de los seres humanos, incluido, por supuesto, el que afecta a su compromiso político. Y que no han sido pocos los esfuerzos que las organizaciones religiosas han llevado a cabo a lo largo de la historia para poner «sus poderes» al servicio del poder terrenal. Los «poderes» que el cardenal Cisneros exhibía con orgullo cuando ponía pie en pared, apelaban tanto a las energías trascendentes como a las realidades seculares. No es este, obviamente, el caso del cardenal Rouco Varela que, según refiere Zarzalejos en su imprescindible La destitución, tenía a su disposición un eficaz instrumento de influencia política –la COPE- pero, incluso en la etapa estelar de Jiménez Losantos, renunciaba a presionar sobre él, o a utilizarlo para las abyectas luchas seculares, limitándose a «rezar para que esta situación se supere pronto». Tenía «poderes», pero no era partidario de ponerlos al servicio de los reinos de este mundo. Almas edificantes.
Esta reflexión sobre las interactuaciones que tienen lugar entre la política y la religión, viene a cuento de una visita que he tenido ocasion de cursar al cuartel general que la Orden Teutónica, de origen alemán, tuvo en el lugar Malbork entre los siglos XIII y XV. Creada inicialmente para luchar en las cruzadas, esta Orden fue adquiriendo un poder inusitado, hasta convertirse en un auténtico Estado, con su autoridad, su ejército y su dominio territorial. Los caballeros de la orden -mitad monjes, mitad soldados- seguían una estricta disciplina monástica y concurrían a las batallas con un atuendo en el que destacaba una cruz negra sobre el manto blanco. La Orden llegó a ser un actor político muy relevante en la Europa bajomedieval. Su jurisdicción se extendió sobre amplios territorios de la actual Polonia, incluido el puerto de Gdansk, que era, por su ubicación estratégica para el comercio marítimo, una extraordinaria fuente de desarrollo económico y prosperidad. Los monjes castrenses no se andaban con chiquitas. Utilizaron todos sus «poderes» para defender, afianzar y ampliar su poder en la tierra. No era la Iglesia católica con su Estado vaticano. Era una Orden monástica convertida en Estado.
El imperio teutón tocó a su fin en la batalla de Grunwald, el 15 de julio de 1410. El imaginario polaco habla de un tremendo choque bélico que enfrentó a 14.000 jinetes teutones con 24.000 polacos y rutenios, del Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituanio. Los caballeros sufrieron una derrota inapelable, de la que no fueron capaces de recuperarse.
Algún historiador a llegado a sostener que, durante la Gran Guerra, el mariscal alemán Hindenburg eligió deliberadamente este lugar como escenario para derrotar a los rusos, porque deseaba disipar el recuerdo de la derrota infligida a los Teutones siglos atrás. Tras la II Guerra Mundial, aquel histórico campo de batalla no era más que una llanura fértil, en la que un campesino polaco, llamado Piátek, se instaló con su familia para dedicarse a la agricultura, en terrenos concedidos por el Estado. Kapuscinski habla de él en La jungla polaca, donde recoge una de las gráficas conversaciones que mantuvo con el colono. Piátek desconocía que en aquel lugar se había producido una de las más sonadas batallas medievales del centro de Europa. Tampoco sabía nada del episodio bélico atribuido al mariscal Hindenburg. Sólo le interesaban la tierra y sus frutos. Él era campesino y se dedicaba a lo suyo. Y tras varios intentos frustrados de hacerle ver la inmensa cantidad de historia que se condensaba en aquel predio, Kapuscinski observó:
«Pero Piátek no se dedica a la historia. Lo importante es la tierra. Hace siglos que su superficie ha sido testigo de guerras. La tierra retumba bajo los cascos de los caballos, cruje bajo las orugas de los tanques, perece bajo las bombas. Pero también engendra, multiplica sus espigas, da fruto. Las guerras pasan mientras que la savia de la tierra nunca deja de circular. La tierra acepta la lluvia cálida y el abono pestilente, los fosfatos polvorientos y la sangre a medio coagular. Lo recibirá todo, pero invariablemente corresponderá con una sola cosa: el grano. Ante el proceso de esa eterna metamorfosis y fructificación que le permite vivir a Piátek, no importa en qué lugar se libren las batallas. Ni cuándo ni por qué. La tierra de todos modos dará fruto. Y Piátek de todos modos lo recogerá».
En 1960 se erigió en el lugar un monumento que rememora la batalla que acabó con el Estado monástico de los caballeros teutones. En sus inmediaciones se encuentra un pequeño museo en el que se reúnen documentos históricos y hallazgos arqueológicos relacionados con la batalla. Y en Malbork se conserva -reconstruído, obviamente; como casi todo lo que se exhibe en Polonia- lo que fue el castillo medieval de la Orden Teutónica. Una visita que merece la pena.
Formidable el spot y las fotos de gran angular.
Una pregunta, Josu: ¿Cuál es el río que se ve a la izquierda del castillo?
Kaixo Tioanton. Asko poztuten naz zu hemen irakurteaz. Es, si no me equivoco, un afluente del Vístula, que cruza Polonia de sur a norte.
-El dictador dominicano Leónidas Trujillo que murió de un balazo en 1961. Asesinó a diestro y siniestro todo lo que pudo y más. Tenía un sicario (sin fronteras) que asesinaba por todo el mundo sin importarle el país dónde estuviera el opositor al que convertir en finado. Kapuscinski lo retrata muy bien en su libro de Cristo con un fusil al hombro.
-El político que tiene algún poder, siempre trata de utilizar la religión, la Iglesia y la fe para sus propios intereses partidistas”.(sic). A ver si el Sr. Erkoreka nos explica que hacían personajes como “Monseñor Setién” haciendo política en vez de hacer cumplir el 5º mandamiento.
-¡Ah! esa iglesia farisea que está a caballo entre la cruz y la ikurriña … ¿Cuando confesará sus pecadillos?