Reconozco que me produce perplejidad la imagen de los socialistas vascos presentándose ante los ciudadanos como el último reducto -el más firme y consecuente- de la conciencia fiscal de la izquierda. Me resulta desconcertante verles gesticular ante los medios de comunicación intentando colar en la opinión pública la -falsa- especie de que siempre han sintonizado con los más exigentes postulados fiscales del progresismo político y, en consecuencia, nunca han dejado de reclamar una profunda revisión del sistema tributario con el fin de elevar la carga fiscal de los ricos, de las empresas y de las rentas de capital.
Su pretensión me resulta chocante, porque se contradice abiertamente con lo que yo he visto que han hecho en el Congreso durante los casi ocho años que ha durado el mandato de Zapatero. Y tengo para mí que lo que vale, cuando se trata de evaluar la coherencia de una formación política, no es lo que haya podido plantear, a título meramente especulativo, en foros distintos a los que tienen atribuida la competencia de aprobar las medidas que propone, sino lo que, de hecho, ha impulsado y aprobado, allí donde ha gozado de mayoría suficiente para gobernar y controlar la agenda legislativa.
Bajar impuestos es de izquierdas (2004-2010)
Fue Zapatero el que formuló, hace años, la célebre máxima de que “bajar impuestos (también) es de izquierdas”. No recuerdo que, en aquel momento, su tesis fuera objetada -ni tan siquiera matizada- por los socialistas vascos que ahora se nos presentan como los paladines de la fiscalidad exigente y progresiva. Pero más allá de lo que Zapatero dijese en aquel momento para justificar, desde la izquierda, las rebajas impositivas que se proponía llevar a cabo, lo que ahora me interesa destacar es lo que de hecho hizo con el sistema tributario entre 2004 y 2011, con el apoyo, siempre fiel y entusiasta, de los diputados y senadores socialistas elegidos en las circunscripciones vascas: reducir la fiscalidad de los ricos, de las empresas y de las rentas de capital. Es decir, justo lo contrario de lo que ahora predica Patxi López.
En 2006, dos años después de empezar a gobernar, impulsó una reforma del IRPF que no dudo en calificar de sustancial. La nueva norma reducía la progresividad del impuesto -la escala de gravamen disminuyó, de cinco a cuatro, en número de tramos-, atenuaba la presión fiscal de las rentas más altas -el tipo marginal bajó del 45% al 43%- y beneficiaba ostensiblemente a las rentas del capital -a las que se sujetó a un tipo fijo del 18%- frente a las procedentes del trabajo. Nada que ver, como se ve, con la equidad tributaria y la progresividad que ahora postulan como norte de su política fiscal.
Poco después, el Gobierno socialista abordaba una reforma del Impuesto de Sociedades, que reducía el tipo general del 35% al 32,5%, para los ejercicios iniciados a partir de 2007, y al 30% para los iniciados en 2008. Se podrá discutir si conviene o no reducir la tributación de las empresas de cara a estimular el crecimiento de la economía. Pero no es eso lo que ahora deseo subrayar, sino el hecho de que fueron los socialistas, con el devoto respaldo de los diputados y senadores de la sucursal de Patxi López, los que rebajaron las presión fiscal sobre los beneficios empresariales de las grandes corporaciones. Más adelante, avanzaron un poco más en la misma dirección, establecieron un régimen fiscal para la “reducción de ingresos procedentes de determinados activos intangibles”, que reconocía a las sociedades una exención parcial del 50% de los ingresos de carácter eminentemente tecnológico procedentes de la cesión de patentes. Suya fue, igualmente, la decisión de suprimir la modalidad societaria de los impuestos de transmisiones y de actos jurídicos documentados, prevista para la constitución de sociedades o para el aumento de capital y fondos propios de los socios y accionistas.
También se redujo el impuesto sobre la renta de los no residentes, cuyas plusvalías rebajaron su tributación del 35% al 18%.
Y por si todo lo anterior no hubiera sido suficiente, en abril de 2008, cuando la crisis económica empezaba ya a hacer efectivos sus devastadores efectos -aunque los socialistas lo negasen, arguyendo, hasta el ridículo, que se trataba de una simple desaceleración- el Ejecutivo de Zapatero eliminó, vía Real Decreto-Ley, el Impuesto sobre el Patrimonio que, desde su implantación, en los años setenta, fue la máxima expresión de la tributación de los hacendados en el sistema fiscal español. La medida suponía una reducción de la presión tributaria que beneficiaba, exclusivamente, a los colectivos económicamente más pudientes.
Pero las rebajas de la presión fiscal no concluyeron ahí. Ese mismo año se aprobó una nueva deducción de 400 €, aplicable, sin excepción, a todos los contribuyentes con rentas de trabajo o rendimientos procedentes de actividades económicas.
El tímido giro electoralista del último momento (2010-2011)
Sólo al final del segundo mandato, cuando empiezan a hacer mella en las finanzas públicas las generosísimas rebajas made in PSOE aplicadas en los años precedentes a la fiscalidad de las rentas de capital, de los beneficios de las empresas y de los ciudadanos más acaudalados, comienza el Gobierno socialista a cambiar el rumbo de su política tributaria y a considerar seriamente la posibilidad de que subir impuestos pueda ser también de izquierdas. Pero su giro es lento, titubeante y cauteloso, porque nunca es fácil desandar el camino andado con tanta alegría y convicción como las que derrocharon los socialistas rebajando impuestos a diestro y siniestro durante todo un sexenio.
El cambio comenzó con las rentas de capital, cuyo gravamen volvió a subir aunque, todo sea dicho, con mucho tiento y escasa convicción; sin molestar demasiado a los afectados. Su tributación sólo subió un punto porcentual para las rentas de hasta 6000 euros. También se suprimió la incomprensible deducción universal de 400€. Luego vino la subida del IVA, que elevó el tipo general y el reducido. Pero el IVA es un impuesto indirecto que, como todos los de su naturaleza, se aplica por igual a ricos y pobres. Cuando los socialistas optaron por subirlo, no se puede decir que estuvieran apostando, precisamente, por elevar la tributación de los más pudientes y garantizar los principios de equidad y progresividad.
Avanzando un paso más por la senda de deshilvanar en el ocaso del mandato, todo lo hilvanado a lo largo del mismo, en 2011 se retocó tímidamente el IRPF, incrementando levemente el gravamen de las rentas superiores e introduciendo dos nuevos tramos en la escala de la base general.
Finalmente, ya en plena precampaña electoral, el Gobierno acordó rescatar el Impuesto de Patrimonio aunque, también en este caso, con extrema cautela: con un carácter estrictamente temporal -es decir, tan sólo para los años 2011 y 2012- y elevando considerablemente los umbrales exentos y no sujetos a la obligación de tributar.
Lo anecdótico y aparente de estos guiños izquierdistas con los que los socialistas quisieron acabar la legislatura, quedó patente cuando el Ejecutivo de Rajoy aprobó las primeras subidas de impuestas de su mandato, que resultaron ser mucho más ambiciosas y progresivas que las que los socialistas impulsaron tímidamente al olor de las elecciones.
Esto es lo que yo he visto durante ocho años de Gobierno socialista en Madrid, sin que las huestes de Patxi López expresasen la más mínima protesta o discrepancia. Por eso me deja estupefacto el teatral énfasis con el que los socialistas vascos reivindican ahora su -fingido- papel de acérrimos defensores de la ortodoxia fiscal izquierdista, progresiva y progresista.
Lo de los socialistas vascos es increíble. ¿Han dicho alguna vez la verdad? Yo siempre les he visto mintiendo y falseando.
También entre las reformas hay diferencias. El efecto de la primera reforma fiscal del Partido Popular, que entró en vigor en 1999, supone una fuerte subida del tipo efectivo de las rentas medias, incluso las de los mileuristas, mientras que los ricos se benefician de la mayor rebaja en esos 15 años.
Por el contrario, la diferencia se observa en los niveles más altos de renta. Hollande ha anunciado un tipo provisional del 75% (durante dos años) para rentas superiores a un millón de euros, algo que en España, según el fiscalista Félix J. Bornstein, “sería confiscatorio”. En su opinión “no parece razonable que tres cuartas partes de lo que se trabaje vaya a parar al Estado”.