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Posts Tagged ‘La España eterna’

En más de una ocasión me he referido en este blog a las notables peculiaridades que reviste el sediciente no-nacionalismo que opera entre nosotros. En Euskadi, contra lo que a primera vista pudiera parecer, un no-nacionalista no es alguien que se siente ciudadano del mundo y abomina de todo lo que tenga que ver con la organización territorial del planeta en comunidades políticas conocidas como naciones. No es, como decía Ernesto Sábato un «ateo de las naciones». Tampoco es un apátrida voluntario que ha renunciado a todas las nacionalidades a las que podía haberse acogido, para ser consecuente con la idea de una patria global que debe incluir a toda la humanidad. Y en fin, tampoco es un anarquista que no admite más entidad política que la del individuo y, por ende, desprecia de raíz todo proyecto de agregación humana articulada.

En Euskadi, un no-nacionalista es, por regla general, un acendrado nacionalista español, que vive con entusiasmo y hasta exaltación su pertenencia a la que considera la única Nación real de los vascos y lucha con denuedo por garantizar su continuidad histórica. Estos días lo hemos visto con claridad cuando, ante las quejas formuladas por Mayor Oreja -un no-nacionalista cuyos planteamientos políticos descansan sobre un presupuesto tan ardientemente nacionalista como el de que «España es una gran Nación»- contra las decisiones adoptadas por el Ministerio de Interior en relación con Josu Uribetxeberria, otro no-nacionalista como Basagoiti ha respondido que al PP le importan un «bledo» los presos de ETA y, en este momento, no tiene más preocupación que la de asegurar «que el País Vasco siga siendo España y que España siga siendo España».

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Jacinto Miquelanera fue un escritor bilbaino de vocación periodística y vida viajera, que murió en los años sesenta, arrollado por el tren, en una estación del metro de París. Aunque en su juventud cultivó un cosmopolitismo liberal de fuerte sesgo antinacionalista vasco, acabó, como la gran mayoría de la inteligentsia bilbaina que frecuentaba las tertulias del Lion d´Or, seducido por la estética fascista de la Falange y aplaudiendo desaforadamente el régimen liberticida del general Franco. Durante la II República, mantuvo una estrecha relación personal con Primo de Rivera. Fue contertulio asiduo de «La Ballena Alegre» y comensal en las cenas de Carlomagno. También contribuyó a redacción la letra del «Cara al Sol».

Aficionado al periodismo deportivo, dirigió, durante años, el diario Excelsior, que el grupo Euzkadi editaba en Bilbao, bajo la batuta del PNV. Su furibundo antinacionalismo vasco no le impidió, al parecer, dirigir una empresa informativa auspiciada y sostenida económicamente por gentes que obedecían a esa órbita ideológica. Después, cuando pasó a trabajar en el diario ABC, se despacharía a gusto con ellos, zahiriéndoles con sus mordaces ironías.

Durante los primeros años de la guerra civil, padeció los rigores propios de la vida de un refugiado en la sede una embajada iberoamericana en Madrid. Su experiencia la dejó escrita en dos relatos autobiográficos titulados Cómo fui ejecutado en Madrid (Ávila, 1937) y El otro mundo (Burgos, 1938).

Aunque su producción escrita fue muy desigual, Miquelarena escribía bien. Era un hombre leído y culto, muy inclinado al estilo irónico y humorístico. En el artículo que hoy reproduzco, que se publicó en el diario ABC de Sevilla hace ahora setenta y cinco años, hace gala de ambas cosas: de cultura y de sentido sarcástico. La guerra civil se encontraba en pleno fragor. Bilbao había caído en manos del Ejército franquista, y los rebeldes, amparados por la aviación alemana y el apoyo terrestre de los Flechas negras, avanzaba inexorablemente en dirección a Asturias. Y Miquelarena, liberado ya de su forzado encierro en Madrid, vuelca su pluma en legitimar la causa de los sublevados y avalar su glorioso avance  a lo largo de la costa vasca.

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Durante este tórrido mes de julio que ya se aproxima a su fin, he detectado cierta inquietud en los pasillos del Congreso de los diputados por la «preocupante insensibilidad» con la que los electos que ocupamos escaño en la cámara baja, hemos dejado pasar, sin festejarla adecuadamente, una fecha tan reseñable para la historia de España como la del octavo centenario de la batalla de las Navas de Tolosa, que se cumplió, si las crónicas dicen la verdad, el pasado lunes día 16. Acuciada, sin duda, por el medio para el que trabaja, una joven reportera me preguntó, por aquellos días, en el patio contiguo a la verja del Congreso, si me parecía normal que nadie, en la cámara, hubiese hecho elmás mínimo intento de evocar uno de los principales jalones históricos que han contribuido a conformar «la España constitucional del siglo XXI». Y quiero suponer que, como a mí, la pregunta -estrambótica donde las haya- les fue formulada, también, a los demás portavoces de la cámara.

Ese mismo día -lo descubrí cuando llegué a mi despecho- un diputado del PP publicaba en la prensa escrita un artículo de opinión que, gráficamente, titulaba: «1212 + 1812 + 1912 = 2012«. Los sumandos reflejaban fechas que, en su opinión, conformaban hitos decisivos en la historia española. Y el primero de ellos -1212- evocaba, más concretamente, la batalla de las Navas de Tolosa; la que ha sido desafortunadamente olvidada, según el imaginario nacionalista español más acendrado. El artículo, huelga decirlo, rezumaba un sobrecargado perfume patriótico. Patriótico-español, evidentemente. Su autor, comenzaba el escrito lamentando no haber podido participar en el homenaje que el Ayuntamiento de La Carolina «tributó a la batalla de las Navas de Tolosa, librada en aquel suelo ochocientos años atrás». Y le daba contiuidad, expresando su pesadumbre por «la indiferencia con que, en general, se ha contemplado este octavo centenario». A lo que nuestro patriótico diputado añadía que,

«Si fueramos ingleses o norteamericanos, como ha escrito Pérez Reverte, habríamos rodado, sin complejos ni miedos, una gran película épica sobre el tema. Sin embargo, hacemos lo contrario. Nos tapamos nuestra propia historia, como si nos diera vergüenza ser quienes somos. Como si lo de ser españoles fuera una característica que conviniera disimular. Hemos consentido que sea políticamente incorrecto hacer memoria de los héroes, los sacrificios y la ambición con que se forjó nuestra patria»

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Hoy, 30 de abril, se cumplen 75 años desde que las tropas de Franco, con los flechas negras de Mussolini a la cabeza, entraron en Bermeo con la firme determinación de embridar a sus habitantes en torno a los principios que inspiraron Alzamiento. Hace algún tiempo publiqué en este mismo foro una entrada bastante extensa en la que recordaba, con datos extraídos del archivo local y de la memoria personal de algunos de sus protagonistas, lo que representó la II República en la política local bermeana (ver «La II República y la ocupación franquista en el gobierno local de Bermeo«, 4.05.11). El relato concluía con una breve referencia a la entrada de las fuerzas rebeldes en el pueblo y al cambio -súbito y radical- que ello supuso en la composición y orientación política del gobierno municipal.

Alguien me acusó entonces de defender una visión maniquea de la II República y de la guerra civil, que distinguía entre nacionalistas buenos y españolistas malos. Huelga decir que la imputación carecía del más mínimo fundamento. Nunca he sostenido algo semejante. Ni he postulado que la guerra civil fuera, en Euskadi, un enfrentamiento bélico entre vascos y españoles, ni he defendido que constituyese una guerra imperialista de España contra el pueblo vasco. Las cosas, para bien o para mal, fueron bastante más complejas que eso.

Lo que me extrañó -es un decir- fue el esfuerzo que desarrollaron los críticos para hacer encuadrar mi trabajo en un esquema simplón, infundado y distorsionado hasta la caricatura; como si todos los nacionalistas vascos estuviéramos abocados a encajar en el tópico ridiculizante que algunos han diseñado para denostarnos con más facilidad. Y digo esto porque, en aquél post no pretendía ofrecer una interpretación general sobre lo que supuso aquella etapa histórica en el País Vasco. Mi pretensión era mucho más modesta. Y así lo expresé en el texto. Sólo aspiraba ofrecer, ordenados y sistematizados, un conjunto de datos históricos sobre Bermeo, que en absoluto pueden ser extrapolables al conjunto de Euskadi.

El batzoki de Bermeo cuando fue inaugurado, en 1934

Y lo cierto es que -guste o no guste, pero esa es ya otra cuestión-, en Bermeo, durante la etapa republicana, el juego político estuvo muy marcado por el enfrentamiento entre los nacionalistas vascos, por un lado y, por otro, las fuerzas políticas republicanas y de izquierdas que, por contraposición, podríamos agrupar bajo el título común de nacionalistas españoles. El eje político nacionalista vasco/nacionalista español, eclipsó casi por completo al eje derecha/izquierda, e incluso al eje monarquía/república. Y en la confrontación nacionalista, dicho sea de paso, el polo vasco adquirió un carácter claramente hegemónico, frente a la acotada minoría que representaba el contrario.

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En el Consejo de Ministros del pasado viernes, se aprobó una reforma de la Ley reguladora de la radio y de la televisión pública española que, con la actual composición de la cámara, permite al PP designar, por sí solo, al máximo responsable del ente público que se encarga de gestionar ese servicio público. Un paso atrás en el control parlamentario de los medios de comunicación de titularidad pública. Desde 2006, el nombramiento de los miembros del Consejo de Administración de RTVE requería el apoyo de una mayoría cualificada de los diputados que integran el Congreso. Es decir, demandaba la previa suscripción de un acuerdo de amplia base entre los grupos parlamentarios. Ahora, tras la reforma operada en el último Consejo de Ministros, el Gobierno popular puede asegurarse el nombramiento de su candidato, sin necesidad de pactarlo con nadie. Si en la primera votación no se alcanzan las dos terceras partes de los votos del hemiciclo, el nombramiento podrá materializarse en el segundo intento con el respaldo de la mayoría absoluta.

Fotografía publicada en la "Historia militar de la guerra de España" de Manuel Aznar

Con ocasión de esta reforma, son muchas las voces que han alertado sobre el riesgo de que vuelvan a implantarse las escandalosas prácticas de manipulación televisiva que presidieron el segundo mandato de Aznar. ¿Quién no recuerda aquella irrefrenable tendencia a utilizar las ondas hertzianas para crear un mundo virtual, ajeno a la realidad, pero favorable a los intereses del partido del Gobierno? Aznar se jactaba entonces de poder cambiar la opinión pública española en 48 horas. Y a fe mía que lo consiguió en más de una ocasión. Eso fue, probablemente, lo que le hechó a perder el 11 de marzo de 2004. Había constatado tantas veces que en tan sólo dos días podía moldear a su gusto la opinión pública española, que en ningún momento pensó que no fuera a ser capaz de mantener engañada a la sociedad entre el viernes en el que tuvo lugar el atentado y la jornada electoral del domingo. Pero en esa ocasión falló. Y ante la evidencia del engaño, muchos ciudadanos abrieron los ojos para preguntarse: si en una circunstancia tan delicada ha sido capaz de mentir como lo ha hecho, ¿qué no nos habrá mentido durante los cuatro años anteriores? Y vinieron los desengaños y el consiguiente colapso electoral.

En cualquier caso, es preciso reconocer que la derecha española siempre ha gozado de una gran capacidad para la propaganda política. Son muchos los ejemplos que podríamos citar para ilustrar esta afirmación, pero pocos, tan elocuentes, como el de la campaña que los franquistas desarrollaron en 1937 para vender a los vascos y al mundo entero, la ridícula especie de que el bombardeo de Gernika -cuyo 75º aniversario se conmemora estos días- no había sido perpetrado por los aliados alemanes de Franco, sino por las mismísimas  huestes del lehendakari Aguirre, despectivamente calificadas como rojoseparatistas. La operación publicitaria que desarrollaron para imponer su falsa versión de los hechos fue soberbia; sencillamente magistral. Propia de la escuela de Joseph Goebbels. Como anotó el corresponsal de guerra británico G. L. Steer, «La destrucción de Gernika no sólo fue un espectáculo horrible para los que la presenciaron. Fue además el objeto de la más gigantesca y absurda mentira que jamás escucharon oídos cristianos desde que Ananías fue conducido con los pies por delante a un horno ardiente».

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Durante la pasada legislatura aludí en más de una ocasión a lo que los diputados del Grupo parlamentario vasco conocemos como la «frontera nacional». En el primer post en el que hice referencia a este fenómeno (ver «La frontera nacional», publicado el 22.11.08) definía la frontera nacional como «la línea divisoria que se refleja en el panel [luminoso que da cuenta del sentido del voto emitido en cada escaño] en aquellas votaciones en las que los defensores acérrimos de España y sus esencias nacionales -fundamentalmente PP y PSOE, aunque ahora habría que añadirles a Rosa Díez y al diputado de UPN que ha emigrado del grupo popular al mixto- votan en coherencia con su fervoroso sentimiento patriótico y los demás diputados lo hacen en sentido contrario».

Pues bien, hoy hemos vuelto a contemplar el mismo espectáculo. Hoy hemos visto de nuevo que el tablón trazaba la línea divisoria que evoca la frontera nacional. El cambio de la legislatura no ha alterado, por lo que se ve, las grandes líneas que enmarcan el espectro parlamentario. Ha sucedido con ocasión del debate de una Proposición de Ley del Grupo vasco, en la que se planteaba una reforma de la vigente Ley del Deporte con el fin de reconocer explícitamente la posibilidad de que las selecciones deportivas catalanas, gallegas y vascas puedan participar en competiciones y encuentros oficiales de carácter internacional.

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La X Legislatura ha dado comienzo bajo la égida de la marca «España»; una idea muy cara a los populares. Rajoy hizo referencia a ella en la sesión de investidura y el ministro de Asuntos Exteriores, García-Margallo, la ha presentado en la comisión correspondiente, definiéndola como «un proyecto que desea aunar todas las voces que componen ese coro, que es la imagen de España y dotarlas de una única partitura». También la ha caracterizado como «la piedra angular» en la que convergen «la diplomacia económica y la diplomacia pública».

No habíamos conseguido precisar aún en qué consiste exactamente lo que el Gobierno pretende hacer con ese curioso proyecto de marca, cuando el Grupo Parlamentario Popular se descolgó, hace unas semanas, con una Proposición No de Ley en la que se instaba al Gobierno a «desarrollar un Plan General de Marca España […] que sirva para promover una imagen potente de España en el exterior como un factor estratégico de competitividad y prosperidad para la sociedad española». El Plan en cuestión, había de realizarse, según la iniciativa de los populares, «en el marco de los principios de austeridad presupuestaria de la presente Legislatura». Y debía abarcar «todas las dimensiones» que configuran la imagen española: «económica, cultural, social, empresarial, deportiva, tecnológica, histórica y medioambiental».

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Como ya anticipé a principios de año (véase el post titulado «1812ko Konstituzioaren berrehungarren urteurrena dela eta«, publicado el 2.01.12) la conmemoración del bicentenario de la Constitución de Cádiz -conocida también como La Pepa, porque fue proclamada el día de San José- está siendo aprovechada  por los partidarios de la patria única e indivisible de todos los españoles, para la organización de numerosos actos y celebraciones de encendido tono nacionalista. Políticos, periodistas y publicistas de toda laya aprovechan la ocasión para ponderar con entusiasmo las virtudes de un texto constitucional que -se nos dice y repite- sirvió para incorporar a España a la modernidad, estableciendo las bases normativas de una nación liberal, ilustrada, democrática y acorde con los tiempos, cuya actualización política se ha llevado a cabo a través de la Constitución de 1978.

El juramento de los diputados a Cortes

Pero en el jolgorio general rememorativo de aquellos «¡viva la pepa!» que acompañaron a su aprobación, poca gente recordará las reticencias que el texto de Cádiz provocó en la sociedad vasca en los meses siguientes a su aprobación. Como ha hecho notar recientemente el profesor Gregorio Monreal -véase el excelente trabajo titulado «Los diputados vascos y navarros (El Reino de Navarra y las Provincias Vascongadas en las Cortes y en la Constitución de Cádiz)», in Cortes y Constitución de Cádiz, Espasa, Madrid, 2011, Tomo I, pp. 347 a 418-  en las Cortes de Cádiz «no existió un debate propiamente dicho respecto de los Fueros del Reino de Navarra y de las Provincias Vascongadas». Tampoco consta que se intentase incluir «alguna cláusula de salvaguarda del sistema foral vigente». Los diputados que representaban a los territorios forales, «bien por prudencia o por percatarse de que sus propuestas no iban a hallar eco, guardaron silencio sobre lo que concernía al sistema político-administrativo que regía en sus respectivos distritos». Los territorios forales se incluyeron, sin nota distintiva alguna, en la relación alfabética del artículo 1o de la Constitución, que enumeraba las entidades territoriales que integraban la Monarquía: «El territorio español comprehende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes […] Navarra […] Provincias Vascongadas».

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Si cuando anunció que, en 2012, el déficit público español no iba a ser del 4,4% del PIB, tal y como exigía Bruselas, sino del 5,8%, Rajoy no hubiese afirmado que se trababa de una “decisión soberana”, todo lo que ha sucedido después hubiera quedado reducido a un pulso institucional de los numerosos que se libran todos los años entre la UE y sus Estados miembros. Pero lo dijo. Y al hacerlo, enardeció el orgullo patrio de más de un no-nacionalista, de esos que, pese a su no-nacionalismo, llevan años esperando del Gobierno de España un gesto viril de afirmación nacional. Por ello, nadie puede impedir que ahora, después de que Rajoy aceptase el 5,3% que finalmente le impuso la Eurozona, muchos se pregunten angustiados por la salud que atraviesa la soberanía española. ¿Qué será de ella?

"Sovereign Building" en Filadelfia

En los días previos a la reunión del Eurogrupo que corrigió la “decisión soberana”, dejando patente dónde se encuentra de verdad la soberanía, el Gobierno ya fue alertado sobre el riesgo que entrañaba el recurso a una retórica tan patriótica como innecesaria. Vidal Folch anotaba el pasado fin de semana que teniendo “mucha razón en el qué”, corría riesgo de perderlo todo por “un mal cómo soberanista” (“Lo que Europa exige a España”, El País, 8.03.12) En el mismo sentido, José Ignacio Torreblanca observaba en otro artículo que:

“…las referencias a la soberanía hechas pora Rajoy para justificar su decisión marcan la línea argumental contraria a la que se debería adoptar. Sea lo que sea la soberanía, si de lo que se trata es de la capacidad de fijar los objetivos de déficit público para el año fiscal, es evidente que España no es un país soberano. Lo contrario es hacerse trampas a uno mismo y hacérselas ala opinión pública española que, con razón, percibe que, hoy en día, en una unión monetaria sometida a una enorme presión por parte de los mercados financieros y en donde nos hartamos de repetir que las decisiones de Atenas o Roma tienen un impacto decisivo sobre el futuro de España, esa soberanía es una ficción” (“El canario en la mina”, El País, 9.03.12)

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El proceso abierto en el seno del PSOE para la elección de la persona que ocupará la secretaría general de esta formación política durante los próximos cuatro años, se está viendo salpicado por declaraciones de militantes afines a las dos candidaturas, en las que se advierte un cierto regusto neonacionalista español. No lo digo como crítica –cada partido es libre de marcar la línea política que más le apetezca- sino como constatación; como una constatación que.-sería absurdo negarlo- incluye, en mi caso, un punto de inquietud por las consecuencias que puede acarrear. En cualquier caso, no puedo dejar anotarlo aquí: en los últimos días me parece advertir en el seno del PSOE un claro rearme de la retórica nacional española, que parece querer saldar cuentas con el pasado más reciente, con el propósito de recuperar la firme vocación españolista de esta formación política.

El acceso de Zapatero a la cabeza del partido socialista y su posterior encumbramiento a la presidencia del Gobierno, vinieron acompañados de un discurso y unas actitudes que, de alguna manera, reflejaban un cierto desapego con respecto a la idea nacional española. Recuerdo una conversación que mantuve con Jesús Caldera en torno al año 2004, en la que el entonces ministro de Trabajo y Seguridad Social, intentaba convencerme de que la generación que en aquellos momentos se encontraba en la dirección del PSOE -la elegida en el Congreso de julio de 2000- carecía de afectos y emociones nacionales, porque el discurso patriotero del españolismo, auspiciado desde la derecha, nada les había aportado en su desarrollo vital, personal o profesional. Sus afectos y emociones políticas -argumentaba Caldera- se articulaban en torno al eje de la igualdad y la solidaridad, no alrededor del eje nacional español. “¿Qué me han dado a mí la retórica nacional española y los valores que la sustentan?” “¿Qué nos han aportado a los socialistas de mi generación?” “¿Acaso nos ha proporcionado estudios, trabajo o condiciones para el desarrollo personal?”

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